domingo, 12 de junio de 2011

La Servidumbre que envilece

"Vivió como un sabio y murió como un héroe sin que nadie se enterase", dijo Voltaire de su amigo el filósofo Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, cuyas Reflexiones y máximas, traducidas por Manuel Machado, acaba de devolverle a nuestros ojos la editorial Renacimiento y que Juan Urbano, siempre dispuesto a cruzar el puente que va de los libros a la realidad cuando uno sabe leerlos, considera una lectura muy apropiada para estos tiempos que corren mientras nosotros los perseguimos, en la mayor parte de los casos sin lograr darles alcance, porque en eso consiste este capitalismo voraz cuyo anzuelo nos hemos tragado, en mover el futuro de sitio para que nunca podamos llegar a él del todo.



El Caudillo golpista creyó merecer la inmortalidad y el monasterio que se construyó en Cuelgamuros

"El comercio es la escuela del engaño", dice Vauvenargues, y luego añade algo estremecedor si lo lees como si fuera un espejo: "La servidumbre envilece a los hombres hasta el punto de lograr que la amen." De eso sabíamos demasiado en la España del Funeralísimo como para que algunos nos lo quieran hacer olvidar, y para recordarlo no hay más que leer el libro que yo leía mientras Juan Urbano estaba con las Reflexiones y máximas de Vauvenargues, que era la segunda parte de la biografía de Luis Cernuda escrita por Antonio Rivero y publicada por Tusquets, porque ahí se reproduce una carta del autor de La realidad y el deseo a su amiga Concha de Albornoz, que da escalofríos leer: "Todo aquello de 'la funesta manía de pensar', 'la soberbia de la razón' y 'muera la inteligencia', da sus frutos. Galdós lo preveía y Larra también: 'Aquí yace media España; murió de la otra media.' ¿Hubo jamás pueblo alguno que gritara eso de 'vivan las cadenas'? Pues ya las tienen. Ya pueden vivir tranquilos".

Juan Urbano y yo sumamos las sentencias de Vauvenargues con esas frases terribles de Cernuda, dichas desde el exilio y con la amargura del que sabe que no va a volver, y acabamos volviendo del poeta sevillano y del moralista francés a los periódicos de hoy, donde un grupo de historiadores discuten, por encargo del Gobierno, qué hacer con el Valle de los Caídos, la necrópolis que se hizo a sí mismo el dictador tal vez convencido de que, como dice el autor de las Reflexiones y máximas que tanto le gustan a Juan Urbano, "para emprender grandes obras hay que creer que no se va a morir jamás", y el Caudillo golpista estaba seguro de las dos cosas, de merecer la inmortalidad y de estarse construyendo en Cuelgamuros el monasterio de El Escorial que se había ganado: "El que busca la gloria por la virtud solo pide lo que merece", escribe Vauvenargues a quien él no leyó, porque no leía a nadie, pero se lo veía venir.

Los partidarios de la Memoria Histórica creemos lo que creen algunos de los especialistas que discuten qué hacer con el Valle de los Caídos, que hay que sacar de ahí al general golpista y entregárselo a su familia, lo mismo que habría que hacer con los republicanos que están enterrados allí ilegalmente, pues se trata de personas asesinadas, arrojadas a una fosa común y veinte años más tarde llevadas en secreto a las criptas de Cuelgamuros.

Once familiares de esas víctimas, por ahora, han reclamado los restos de sus parientes, y lo único que han conseguido es que se rían de ellos diciéndoles que hay mucha humedad en el monumento y que eso haría imposible la identificación de los osarios: miren ustedes, vivimos en un mundo en el que se puede reconstruir un dinosaurio a partir de un diente, así que déjense de marear la perdiz y escuchen a Vauvenargues: "No se puede ser justo si no se es humano."

En el Valle de los Caídos aún yace media España asesinada por la otra media, y como es el único sitio de este país sanamente democrático donde esa frase de Larra todavía es verdad, se hace urgente convertirlo en un centro de estudios de la Guerra Civil, es decir, en un museo de la memoria, que además de ser lo contrario del olvido es lo opuesto a la impunidad. Quién le puede tener miedo a eso, hoy día, en este país en el que muy probablemente hasta Luis Cernuda habría sido feliz.

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