En busca de la verdad perdida
Aceptemos que no somos los dueños de la verdad.
Es el primer paso en el camino del aprendizaje.
Escuchar, como dijimos, debería servirnos sobre todo
para aprender la parte del todo que todavía ignoramos.
Debería, según razonamos juntos la semana pasada,
acompasar el darnos cuenta de que no tenemos (nadie tiene)
el monopolio de la verdad, y centrarnos en la necesidad
de completarnos con la verdad de otros.
Esto conlleva, claro, una importante cuota de humildad,
porque aprender siempre es un acto humilde.
Anclados a nuestra soberbia, nada puede sernos explicado.
El que no se anima a bajar del pedestal de creer que se lo sabe todo,
nada puede aprender de los demás a los que sin escuchar
desprecia porque supone, o peor aún, decide,
que nada pueden enseñarle.
No quisiera que algún distraído o malintencionado lector
confunda humildad con humillación.
No estoy hablando de la tendencia a someterse a todo
y a todos de “el camello” de Nietzsche sino de la capacidad
de aceptar lo que no se sabe del “buscador”,
tal como lo llamo en Shimriti.
El siguiente paso del camino es entonces aprender a aprender.
Escuchar con humildad.
Saber lo que sabemos y lo que no sabemos y enriquecernos
con el saber de otros.
Cuenta un viejo cuento tradicional que había una vez
un hombre que buscaba la verdad. Le habían dicho que la verdad
era una luz radiante, que iluminaba hasta el más oscuro
de los rincones de la ignorancia.
El hombre buscó y buscó la tal luz y al no hallarla se apresuró
a empezar a decir que la verdad no existía.
Una noche muy clara, cuando bajó a su aljibe por agua,
vio en lo profundo el brillo de un círculo enorme
reflejado en el fondo del pozo.
-Es la verdad -pensó-, existe y la tengo yo en el jardín de mi casa.
Henchido de orgullo y vanidad salió a gritar por el pueblo
que tenía la verdad brillando en el fondo de su pozo de agua.
Muchos se burlaron de él y el hombre los trató con desprecio.
Estos son como yo era -pensó-,
no creen en la verdad porque nunca la han encontrado.
Otros simplemente no le creyeron.
Escépticos -les gritó-.
Y unos pocos le escucharon con atención y le dijeron
que ellos también tenían la verdad en su aljibe.
Estos últimos lo irritaron un poco.
Pensó al principio que eran pobres ingenuos que creían tener
la verdad pero que no la tenían ciertamente; sin embargo
después de ir a la casa de algunos, los más amigos,
comprobó que la luz de sus pozos era por lo menos
tan radiante como la del suyo.
Hay muchas verdades -concluyó-. Cada uno tiene la propia
y todas irradian su propio resplandor.
Un día al visitar el pozo para dejar que la verdad
iluminara su rostro, miró en el fondo
y no encontró el brillante círculo luminoso.
El no lo entendió en un primer momento pero el viento
soplaba muy fuerte esa noche y el agua agitada dentro del pozo
no llegaba a reflejar la luz de la luna que a pesar de todo
brillaba radiante en el cielo.
Pensó que la verdad lo había abandonado y se sientió triste
y desesperanzado.
En un retorno a lo divino alzó los ojos llorosos al cielo… y la vio.
Entonces comprendió. La luz de su aljibe no venía desde dentro.
La suya y la de otros eran el reflejo de la luna en el firmamento
espejada dentro de cada pozo.
Reflejos que iluminan
Así evoluciona nuestra relación con la verdad.
Empezamos desconfiando de que alguna verdad exista.
Antes o después descubrimos un pedacito de ella y nos enamoramos
de nuestro descubrimiento. Nos creemos superiores y dotados,
portadores de una verdad única e incuestionable.
Con el tiempo nos vemos obligados a aceptar que hay otros
que también tienen su verdad; y después de intentar
descalificarlos sin éxito, los incluimos en la lista de elegidos,
que por supuesto integramos, la nómina de aquellos,
que por supuesto integramos, la nómina de aquellos
que encontramos la verdad.
Finalmente nos damos cuenta de que la verdad no es algo
que alguien pueda poseer. Nos damos cuenta de que solamente
podemos acceder al tibio reflejo de su luz
y esto ni siquiera permanentemente.
Encontramos por fin el lugar de la humildad del que sabe
lo que no sabe y está decidido a aprender.
Aceptemos pues que nadie tiene la verdad, en todo caso poseemos,
y por momentos, pequeños retazos de ella,
reflejos de una verdad mayor que nos ilumina a todos.
Jorge Bucay
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