La primera vez que asomé la cabeza en la biblioteca de Vargas Llosa no pude ver nada. Al instante cerró el paso una de las dos asistentes que trabajan con el escritor en Lima.
-Por favor, te pido que salgas de aquí. A Mario no le gusta que entren a su biblioteca -dijo con cortante amabilidad.
Entonces sólo alcancé a ver un amplio salón alfombrado, con paredes forradas de libros y varias filas de anaqueles que habían sido colocados, uno seguido del otro, como piezas de dominó. No parecía una biblioteca de una casa. Era la biblioteca de un coleccionista. De un lector de varias décadas. Pero no pude ver mucho más y salí de ahí pronto. En todo caso, mi historia con su biblioteca no acabaría en ese episodio. Años después volvería para quedarme y vería las joyas de la corona.
Por entonces el autor de Conversación en la catedral no estaba en Lima. Y por eso se aceptaban las escasas visitas a su casa por parte de periodistas, estudiantes, investigadores, que querían consultar su archivo de recortes de diarios sobre su vida y obra. El archivo es una hemeroteca que ocupa una pared de unos 20 metros de largo por tres de alto, en el segundo piso del dúplex en el que vive el escritor en Lima, cuando aterriza durante los veranos. Y esa hemeroteca es la parte que está abierta al público, digamos, y en la que sus dos asistentes tienen sus oficinas. Las dos mujeres que desde hace más de una década, bajo la dirección de Patricia Vargas Llosa, hacen que el mundo real del Nobel funcione. Además, en Madrid hay otras dos asistentes. Ese ambiente alargado que es la hemeroteca está en el ala lateral de la casa. Cuando se abre el ascensor de los Vargas Llosa, uno se encuentra con una de las asistentes que lo recibe y lo hace tomar asiento en una salita de espera. Desde allí se divisa la gran terraza donde el escritor contempla el ocaso caer sobre el Océano Pacífico. Vargas Llosa tiene una vista infinita al mar que se disuelve en el horizonte y que también ve desde su escritorio mientras trabaja en una nueva novela.
Esa primera tarde que estuve en la casa de Mario Vargas Llosa pasé horas en silencio leyendo recortes amarillos que habían sido fichados, numerados y catalogados, con un cuidado propio de las más rigurosas bibliotecas. Aquel día no había nadie más consultando el archivo, por lo que las dos asistentes del novelista trabajaban muy concentradas frente a sus computadoras respondiendo la correspondencia del escritor. Le pedí a una de ellas otro archivador con más información. Se puso de pie y lo buscó con la mirada en la pared de unos 20 metros de anaqueles. Cada documento tenía su ubicación precisa y un sentido en la historia. Vargas Llosa había organizado un detallado sistema para que su biografía se vaya archivando, en orden cronológico, diferenciando, por ejemplo, sus apariciones en la prensa de América Latina y en la del resto del mundo. Era un hombre que veía con absoluta nitidez que su vida era documentada en tiempo real y había entonces que crear sistemas de almacenamiento eficientes de ese mar de información. No parecía ser sólo un asunto de vanidad, sino bibliotecología.
Meses después volví y vi salir a Vargas Llosa desde la biblioteca. En el ambiente contiguo al de sus libros se ubicaba su escritorio y había estado trabajando toda la tarde, como es habitual en él. Era una noche de diciembre, cerca de Navidad, y el novelista había aceptado una entrevista después de su horario de escritura.
Para llegar a la sala de estar en la que atiende a los periodistas, había que cruzar delante de la biblioteca, así que fue inevitable darle un vistazo un poco más largo que el de la primera vez. Vargas Llosa estaba ahí, delante de años de lecturas. Al pie de todos esos libros que los había hecho desear ser novelista. Ahí estaban desde sus primeros autores como Dickens o Dumas, hasta las novelas de sus grandes maestros, como Flaubert y Faulkner. Ahí estaban sus propias novelas en más de 40 idiomas. Ahí debían estar los libros de sus amigos como Cortázar o Neruda con dedicatorias inéditas.
Debía de haber unos 10 mil volúmenes colocados sobre estantes color caoba recién lustrada. Cientos de esos libros estaban forrados con tapas de cartón y lomos de cuero. Las letras doradas les daban a los ejemplares un aire de mayor antigüedad y elegancia. Una manada de hipopótamos salvajes vigilaba el lugar. Estaban de pie, uno al lado del otro, como en la primera línea de un regimiento. Observaban en silencio los miles de libros que habían sido colocados en los anaqueles con el cuidado de un museógrafo que trata piezas de incunables. Mario Vargas Llosa no tenía una biblioteca, sino una cava de libros. Era la bóveda de un coleccionista de mundos imaginarios.
Esa noche tuvimos una larga conversación de espaldas a su biblioteca, pero en ningún momento dijo palabra alguna sobre aquello que escribe en la útima página de los libros que él lee y guarda. Aquello lo sabría después.
Lo sabría recién el día en que pude pasar por fin una tarde entera en esa biblioteca. Desde la primera vez que intenté filtrarme en ella, hasta el momento en que el mismo escritor autorizó mi entrada, pasaron seis años. Así que esa esperada tarde pude tocar los libros de Mario Vargas Llosa, con la misma ilusión de un niño al que dejan a solas en una juguetería toda una madrugada.
Pero qué hacía ahí y cómo había dejado el novelista que un extraño se acercara tanto a sus tesoros. La Universidad Católica de Perú le preparaba un homenaje gigante. Se iba a montar una exposición sobre su vida y su obra en dos mil metros cuadrados. Serían 14 salas dedicadas a sus libros, a sus autores favoritos, a sus años como periodista, como político, como académico. Se instalarían salas de cine para proyectar las películas inspiradas en sus novelas. Se expondría parte de su colección de hipopótamos, correspondencia inédita, sus primeros manuscritos, sus libretas de apuntes y decenas de pantallas proyectarían secuencias de fotos de distintas etapas de su vida. La casona en el centro de Lima que se había escogido para esta exhibición era la recién restaurada Casa O`Higgins, en la que había muerto en el exilio el prócer chileno. Vargas Llosa llegaría de Europa a inaugurar la muestra meses después, y habría que tener todo listo para entonces. Alguien tenía que seleccionar las piezas de la biblioteca que debían exhibirse, tras las sugerencias que daba el escritor Alonso Cueto, quien encabezaba el equipo que estaría detrás del guión y el montaje del que parecía ser el museo Vargas Llosa.
Entonces, pude recorrer los anaqueles con toda calma. La biblioteca tenía un orden que había dictado su dueño desde el primer momento. Sus volúmenes favoritos estaban ubicados en los libreros más cercanos a su escritorio. En esas paredes de libros había, por ejemplo, seis ediciones distintas del Ulises de Joyce. Todos los ejemplares habían sido mandados a encuadernar a mano por un especialista que confeccionaba los lomos de cuero de diferentes colores y le colocaba las nuevas tapas duras con forros de papel plastificado. En esos libreros también se podía encontrar un ejemplar en portugués del libro O sertoës, de Euclides Da Cunha, que fue la inspiración para que escribiera su novela La guerra del fin del mundo sobre la rebelión de Canudos en el nordeste del Brasil. Los clásicos de Vargas Llosa estaban ahí todos juntos: Hugo, Tolstoi, Flaubert, Cervantes, Borges, Vallejo, Balzac. Cuando él se levantaba de su escritorio, tenía que caminar solo tres pasos para llegar a las novelas de sus maestros. Detrás de su mesa de trabajo, además de una docena de portarretratos con fotos del clan Vargas Llosa, se mantenían por ley unos 30 kilos de diccionarios y libros de consulta.
El escritorio de Vargas Llosa estaba rodeado de cajas de terciopelo oscuro. Allí se conservaban sus condecoraciones, premios, medallas, estatuillas. Y como no cabían todas en el mueble que estaba detrás de su escritorio, entonces algunas de estas cajas estaban ubicadas en torres, en los anaqueles vecinos. Eso sí, el premio Nobel que llegaría tiempo después a esa casa no se guardaría al lado de las demás cajas de terciopelo. Lo matendrían bajo llave.
Lo más impresionante de esos días en la biblioteca no tardó en aparecer. Vargas Llosa leía vorazmente desde su juventud. Se había convertido también en un lector profesional. Entonces, algunas de sus manías habían quedado marcadas en los ejemplares de su biblioteca. Podías abrir casi cualquier libro al azar y ahí estaba la obsesión de Vargas Llosa por enteder la estructura de una novela que le fascinaba: las páginas estaban marcadas con lapicero, las frases que lo sorprendían estaban subrayadas y tenía la costumbre de escribir notas en los márgenes de las páginas. Pero de todos estos tics de lector compulsivo y profesional, había uno que era el más notable. Vargas Llosa terminaba de leer una novela y escribía un breve comentario manuscrito en la última página blanca que quedaba en la edición. A veces, cuando le faltaba espacio, usaba hasta la página en blanco que forraba la tapa. En ese diminuto espacio ensayaba sus impresiones sobre lo que acababa de terminar de leer. Lo hacía para no olvidarse de lo que le había producido esa ficción, y al final les asignaba una calificación del 0 al 20 como se evalúa a los estudiantes en el Perú. Ficción de Borges: 17. Madame Bovary: 20. El Quijote: 20. Pero no sólo habían calificaciones máximas. También había escritores famosos y respetados que el profesor Vargas Llosa decidía desaprobar y en sus notas sobre esos libros se podía leer por qué.
Hace unos días volví después de tiempo a la biblioteca de Vargas Llosa. Él se había ido a España hacía unas semanas y la casa permanecía con la calma habitual cuando sólo están sus dos asistentes trabajando. El hombre que se encarga de los cuidados de la biblioteca se llama Johny Sánchez. Lleva cerca de 15 años trabajando con los Vargas Llosa y llevando el mismo protocolo de limpieza de los libros del Nobel.
Él cuenta que por las mañanas dedica varias horas a quitar el polvo que se ha acumulado en los cantos superiores de los libros. Entonces los baja con cuidado de los anaqueles, y luego de limpiar las repisas y los ejemplares los vuelve a colocar en el mismo orden en el que estaban. Empieza por la zona donde está ubicado el escritorio de Vargas Llosa, en un ambiente más pequeño y contiguo al gran salón principal de la biblioteca. Luego va avanzando hacia los favoritos. Y luego, uno por uno, la veintena de largos libreros que conforman la biblioteca. Le toma dos semanas acabar con la limpieza, y entonces dice que tiene que volver a comenzar. Desde el terremoto que hubo en el Perú en 2007, se ha dedicado a instalar unos hilos de nailon en los libreros, para evitar que los libros salgan volando con algún sismo. La noche del terremoto de Pisco, al sur de Lima, toda la biblioteca se vino abajo y fue como si alguien hubiera intentado un saqueo. Vargas Llosa no estaba en el Perú, pero sus colaboradores le enviaron unas fotografías que casi lo matan de la impresión. Todos sus tesoros habían sido arrancados de cuajo de los estantes y estaban desperdigados por todas partes. Les tomó varios días volver a poner todo en su lugar, e identificar que los daños habían sido menores. Desde entonces los hilos han sido instalados como invisibles muros de contención.
El hombre encargado del cuidado de la biblioteca me cuenta que los libros siguen aumentando. Que desde que ha ganado el Nobel, más y más escritores, novatos y consagrados, le hacen llegar sus libros en señal de reverencia. Y Vargas Llosa ha dado la instrucción de que todo libro se reciba y se catalogue. Como una biblioteca profesional, en la oficina del novelista las dos asistentes tienen la labor de crearle un código a cada volumen nuevo que llegue, de ingresarlo a la base de datos que tienen en la computadora, y de ponerles un sello adhesivo que dice Biblioteca Mario Vargas Llosa.
Luego de eso, los libros son sellados con el exlibris del autor y son recién colocados en el estante asignado. Pero como dice Sánchez, ya no hay espacio. Entonces añade que la última vez que los Vargas Llosa estuvieron en Lima, discutieron la posibilidad de ampliar la biblioteca y de mandar a hacer nuevos estantes. El escritor sugirió retirar un armario muy vistoso que funciona como bar, y en su lugar instalar más libreros. Aún no hay un plan definitivo, pero Vargas Llosa debe estar diseñando mentalmente el futuro de su biblioteca, que quizá en un tiempo no muy lejano haya tomado la casa por completo y obligado al escritor a mudarse al piso de abajo. S
Vargas Llosa estaba ahí, delante de años de lecturas. Al pie de todos esos libros que los había hecho desear ser novelista. Ahí estaban desde sus primeros autores, como Dickens o Dumas, hasta las novelas de sus grandes maestros, como Flaubert y Faulkner.
Sus volúmenes favoritos estaban ubicados en los libreros más cercanos a su escritorio. En esas paredes de libros había por, ejemplo, seis ediciones distintas del Ulises de Joyce.
A sus libros les asigna una calificación del 0 al 20, como se evalúa a los estudiantes en el Perú. Ficción de Borges: 17. Madame Bovary: 20. El Quijote: 20.
BARRIO BARRANCO
El estudio de la casa de Vargas Llosa, que es donde el Nobel tiene sus libros y su escritorio, fue diseñado por un amigo arquitecto: Luis Miró Quesada.
El distrito limeño de Barranco, donde su ubica la casa, nombró Hijo Ilustre a Vargas Llosa en octubre pasado. El alcalde Antonio Mezarina le entregó la Medalla Manuel Montero Bernales.
El escritor vota en el mismo barrio. Para las presidenciales de abril lo hizo donde siempre: en el colegio Mercedes Indacochea, en Barranco.
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