Recuerdo perfectamente el lejano día de 1962 en que Mario Vargas Llosa ganó el premio Biblioteca Breve con La ciudad y los perros. Lo anunció en la televisión argentina un gran periodista peruano, Hugo Guerrero Martinheitz, enormemente popular en Buenos Aires, al que yo seguía devotamente y de quien fui amigo años después. Guerrero dio la información con orgullo explícito: él no seguía ningún texto, contaba las cosas como le salían del alma, y estaba claro que aquello le hacía muy feliz.
Creo que fui uno de los primeros lectores de esa novela. Tengo la impresión de que ahí empezó lo que, en un alarde de pobreza léxica, se dio en llamar el boom de la literatura hispanoamericana, que no fue una escuela, ni una operación de márketing, ni siquiera un grupo de amigos, sino el producto de una coincidencia entre una acumulación de autores y obras meritorias y el mayor fenómeno cultural de la época: la creación en La Habana de la Casa de las Américas por Haydée Santamaría, que terminaría suicidándose. En Barcelona, Carmen Balcells supo convertir aquello en un gran negocio. Pero no es de eso de lo que quería hablar, sino de la concesión, hoy, del premio Nobel a Vargas Llosa, un hecho de pura justicia.
He comenzado con la evocación de La ciudad y los perros. Aquel año apareció también El siglo de las Luces de Carpentier, y al siguiente Rayuela de Cortázar. Hasta 1967 no llegó Cien años de soledad. Vargas Llosa, como los demás, había publicado ya, y nada menos que Los jefes (1959). Pero después vinieron La casa verde (1966) y Los cachorros (1967). Ya era un autor celebérrimo cuando dio a la imprenta, en 1969, Conversación en La Catedral, que es el título al que quería llegar, porque tengo tan presente su lectura como el anuncio del Biblioteca Breve: fue en Barcelona, en 1970, en el desaparecido café Carbó de la calle Aribau. Era la primera edición, de Seix Barral. La terminé y volví a empezarla: la leí dos veces en menos de una semana y cambió mi vida, porque fue en esa maratoniana ceremonia de desmedida admiración donde tomé la decisión de ser escritor (no sé si para mi bien o para mi mal, pero en eso no tiene nada que ver Vargas Llosa). Los dos volúmenes eran de mi prima Teresa y se los devolví religiosamente, de modo que la edición que ahora tengo es la segunda, en un solo tomo.
Debo reconocer que no siento ningún respeto reverencial por las decisiones de la Academia sueca, ni me parece que sus veredictos tengan demasiado sentido, pero hubo una época, cuando Artur Lundkvist tenía poder de decisión en lo relativo a la lengua española, en que la selección solía ser correcta: ya no se cometían torpezas como premiar a Echegaray o a Benavente, ignorando olímpicamente a Valle Inclán, y se acertaba con Jiménez, Aleixandre, García Márquez u Octavio Paz. Nunca perdonaré la majadería política cometida en desmedro de Borges. Pero hoy, cuando me encontré con un mensaje de texto en que se me comunicaba la concesión del premio a Vargas Llosa, me sentí feliz.
Conversación en La Catedral me proporcionó una libertad estética que hasta entonces había desconocido. Pero mi deuda personal con Vargas Llosa en relación con la libertad va muchísimo más allá. Yo pertenezco a la época de los intelectuales comprometidos, lo que significaba irremediablemente comprometidos con la izquierda, en la senda de Sartre. En el ámbito hispánico la cosa era más complicada, no teníamos un Merleau Ponty, un Aron, un Revel. Sólo un hecho podía dar lugar a un cambio en ese ámbito: la ruptura con Cuba. Vargas Llosa fue de los primeros en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en la isla, junto a Jorge Edwards. Y en asumir el drama de Heberto Padilla, la miseria de la persecución que acabó con su muerte en el exilio, de Guillermo Cabrera Infante, de Severo Sarduy, la represión, la censura... Y fue de los primeros, si no el primero, en escribir sobre ello, cayera quien cayera. De él fuimos aprendiendo.
Pero no acaba ahí la trascendencia del compromiso de Vargas Llosa: es raro que los intelectuales den la batalla del poder. Por mucho que Sartre haya escrito y hablado sobre la necesidad de "ensuciarse las manos" participando en la política, siempre se prefirió la sentencia socrática de que los dioses ponen al intelectual "sobre la ciudad como un tábano sobre un noble caballo, para picarlo y mantenerlo despierto". Desde Augusto, el poder quiere a los sabios en la corte pero no al frente de la corte. Vargas Llosa tuvo el valor de presentar su candidatura a la presidencia del Perú. Estaba claro que sus posibilidades eran mínimas, pero aun así lo hizo. De haber tenido éxito y haber podido mantenerse en el poder –no como un segundo Rómulo Gallegos–, otro sería el Perú de hoy, pero la literatura hubiese salido perdiendo.
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