viernes, 31 de diciembre de 2010

Los Diarios de Zenobia Camprubí de Juan Antonio González Fuentes

Juan Antonio González Fuentes

Hace medio siglo que a Juan Ramón Jiménez le concedieron el Premio Nobel de Literatura. También hace medio siglo que murió su mujer, Zenobia Camprubí, dos días después de que su marido recibiera el galardón. Coincidiendo con ambos aniversarios, Alianza Editorial y la Universidad de Puerto Rico, han sacado a las librerías el Diario de Zenobia dividido en tres volúmenes. El primero abarca el periodo comprendido entre 1937 y 1939, es decir, el correspondiente a la estancia del matrimonio en la isla de Cuba tras el estallido de la Guerra Civil española. El segundo es el que se refiere a la vida de la pareja en los EE.UU. (1939-1956). Y el tercero y hasta ahora inédito, se centra en los años finales de la vida de su autora, que tuvieron lugar en Puerto Rico justo hasta el año de su muerte, 1956. Todos los volúmenes están preparados y editados por la profesora de la Universidad de Maryland, Graciela Palau de Nemes.

La verdad es que Zenobia Camprubí es un personaje fascinante y absolutamente colapsado en su interés intrínseco por la alargadísima y anchísima sombra de su marido, el insoportable Juan Ramón.

Zenobía nació en la localidad barcelonesa de Malgrat de Mar en 1887, hija de un matrimonio caracterizado por su cultura y su dinero. Su padre era ingeniero y se casó con la hija de un rico comerciante norteamericano. Cuando sus padre se divorciaron, Zenobia se fue a vivir a los EE.UU. con su madre, y realizó estudios universitarios en la Universidad de Columbia, donde entró en contacto no sólo con la alta cultura literaria del país, sino con movimientos políticos progresistas y el casi recién nacido feminismo norteamericano.

Cuando Zenobia se casó, se convirtió de buenas a primeras en madre, enfermera, amante, secretaria, musa, amiga, filtro social, paño de lágrimas..., del poeta de Moguer. Pero tanto pluriempleo no remunerado, no le impidió, además, desarrollar una destacada labor de traductora (fue la primera que vertió al castellano a Tagore) y de verdadera editora, en el sentido anglosajón, del poeta.

Zenobia Camprubí era una mujer culta, cosmopolita y con una gran predisposición para el trabajo y las relaciones sociales. Le gustaba viajar, estar rodeada de gente, salir a conocer las ciudades en las que habitaba, organizar tertulias y reuniones, vivir bien. Sus diarios, escritos en inglés y en español, así lo demuestran.

Yo estoy leyendo ahora el volumen segundo, el escrito durante su estancia en los EE.UU. He empezado por estas páginas dado que es la época en la que Juan Ramón acabó la versión definitiva de Espacio, un poema sobre el que estoy trabajando en la actualidad, y que siempre me ha parecido una de las fuentes esenciales de las que lleva alimentándose la poesía en español desde hace medio siglo.

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La lectura me está apasionando, y hace que mi interés por Zenobia vaya creciendo página a página. Las entradas no sólo ofrecen un autorretrato de la propia escritora, también dibujan un fresco sumamente expresivo, nítido y detallado de su marido, el poeta, y de la vida que llevaron ambos en los EE.UU durante más de una década.

Quienes hemos leído los “diarios juanramonianos” de Juan Guerrero Ruiz, editados por Pre-Textos en dos tomos, conocemos la vida madrileña de la pareja. La entrega demencial de Juan Ramón a su propia obra, la autoconciencia de su genial valía, su egoísmo atroz y a ultranza, su poder casi omnímodo sobre la creación poética española de los años veinte y treinta del siglo pasado, la pleitesía que se le rendía, el miedo y la ira que provocaba entre sus adversarios literarios, la finísima inteligencia de sus apreciaciones y comentarios críticos, su legendaria maldad a la que de vez en cuando daba rienda suelta.

Sin embargo, la lectura de los apuntes diarios de Zenobia no presentan ese halo de devoción que en última instancia presiden los de Juan Guerrero. Aquí habla la íntima compañera, la persona que más y mejor le conoció, y lo hace con esa agudeza sencilla, cotidiana e implacable de la que creo que sólo son capaces las mujeres. Y a través de sus palabras descubrimos a un hombre desvalido, incapaz de manejarse en las corrientes del día a día, un perfecto inútil del que sospechamos a veces torpezas artificiales, un tipo inmaduro, egoísta, que impone siempre su santa voluntad con la terquedad infantil y demente de un niño consentido. Zenobia nos presenta el día a día de un genio poético que sabe que es un genio y exige pleitesía y admiración constantes, siendo incapaz de corresponder en alguna medida a quien lo quiere y protege. J.R. era un ego andante, un pusilánime incapaz de cualquier acción..., un tipejo al que su mujer debía sacarle las castañas del fuego un día sí y otro también, pero dejando claro, además, que no se le hacía ningún favor, y que todas las atenciones recibidas eran merecidas, pues él era un genio, la poesía en español concentrada y esencializada en una cabeza calva.

Zenobia, indirectamente, se muestra consciente en todo momento de lo aquí apuntado. No se queja, no al menos muy a menudo, pero sí verbaliza sus deseos de una vida más cómoda, más desahogada, más libre, más plena, más suya. Pero está convencida de la genialidad de la obra de su marido, y se pliega a la corriente para no romperse. J. R. es su epicentro, su devoción, su carga y su cruz; en su entrega a él y a su obra está su redención, su razón de ser. Y aún le sobran fuerzas, ganas y pasión para cultivar un pequeño pero fértil jardín personal: su propia obra, sus sueños, su minúscula vida preservada de Juan Ramón. Zenobia, una mujer, toda una mujer.

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