viernes, 19 de agosto de 2011

La Importancia del Amor: JOHN BBRADSHAW

Desde la perspectiva sistémica fenomenológica, podemos decir que el amor es un proceso. Un proceso que consiste en ir incluyendo todo lo que de una manera u otra rechazamos, ya sean hechos, emociones, personas o vínculos. Amar es ampliar la mirada, expandir la conciencia, asentir a todo tal como es. Es poder decir «sí» a lo que nos gusta y a lo que no nos gusta. Es dar un lugar a todo lo que, por alguna razón, excluimos. Amar es incluir.

Todas las personas actuamos por amor Si hay una frase que, a mi entender, sintetice la idea o el concepto de amor desde la perspectiva sistémica es esta: todas las personas actuamos por amor. Se trata de una frase que puede generar cierta controversia por su rotundidad y por la generalización en que incurre, pero al mismo tiempo tiene la virtud de igualarnos a todos los seres humanos y la de superar las visiones restrictivas del amor.
Si circunscribimos el amor a un sentimiento y a una actitud de afecto, de reconocimiento, de disponibilidad hacia el otro, de intercambio positivo, de establecimiento de vínculos saludables y de armonía en las relaciones interpersonales, deberemos concluir que, efectivamente, no siempre y no todas las personas actuamos con amor o, si más no, amorosamente. Pero si podemos entender el amor como la energía primordial y originaria de la vida, como la pulsión biológica que preserva la especie, entonces quizás podamos llegar a comprender qué es el amor, qué nos mueve, aunque ese amor no siempre sea evidente, no siempre se corresponda con la imagen idílica que tenemos de él y no siempre tome su mejor forma. La idea de que actuamos siempre por amor no es fácil de admitir.

Si partimos de la base de que hay amores buenos y amores malos, no podremos catalogar como amor los últimos. Determinaremos que el amor, o es bueno, o no es amor. Pero si dejamos al margen los juicios de valor y somos capaces de percibir internamente el amor como esa energía o pulsión natural orientada a la supervivencia, entonces nuestro concepto de amor se puede ampliar y puede conjugar y englobar paradojas y situaciones antagónicas, como que cuando una pareja se une lo hace por amor y cuando se separa también lo hace por amor, o que cuando una criatura se comporta inadaptadamente lo hace por amor y cuando se comporta de manera adaptada también lo hace por amor. Desde la perspectiva sistémica, el amor no se califica ni cuantifica. Lo más relevante no es cómo lo catalogamos, sino hacia dónde apunta nuestro amor, en quién y en qué lo tenemos puesto, hacia dónde mira y hacia dónde no mira, a quién se dirige y hacia dónde nos conduce, qué nos mueve a hacer y cómo nos configura.

Lo que por último se convierte en esencial es si esa energía o pulsión imperiosa y profunda que es el amor se traduce en un impulso saludable hacia la vida o por el contrario nos aboca a algún tipo de desorden o a alguna forma de destrucción. Pensemos por un momento en los vínculos más significativos de nuestra vida.

Empecemos por los dos que nos son más cercanos, incluso en el caso de que no los hayamos conocido: el del padre y la madre. ¿Cómo resuenan en nuestro interior? ¿Con qué emociones nos conectan? ¿Qué recordamos más: lo que nos dieron o lo que no nos dieron? ¿Con qué nos quedamos: con lo que a pesar de todo estuvo bien y nos ayuda a tirar adelante o con lo que pensamos que no estuvo bien y nos sigue acompañando como un peso, como una rémora de la cual no conseguimos desprendernos? Más aún: ¿podemos mirar con buenos ojos la historia de amor de la cual venimos, al margen de cuál haya sido su naturaleza, su resultado, la forma que haya tomado, la evolución que haya tenido…? Estas preguntas nos pueden dar una primera idea de si nuestra mirada se orienta a la escasez o a la abundancia, a la queja o a la gratitud, al resentimiento o al asentimiento, a la inclusión o a la exclusión.

De si nuestro amor es un amor sistémico, inclusivo, o un amor limitado, parcial, excluyente. De la queja y la escasez, a la gratitud y la abundancia La perspectiva sistémica del amor tiene que ver con el asentimiento, la gratitud, la abundancia y la inclusión. La abundancia tiene poco que ver con la cantidad de amor. Y el asentimiento y la gratitud tienen poco que ver con la calidad. El amor sistémico lo incluye todo: lo que puede ser catalogado como bueno y lo que no. ¿Qué importa a un hecho, a un fenómeno, el juicio que nosotros hagamos de él, la manera como lo cataloguemos? ¿De qué sirve decir que un acontecimiento, una relación, no debería haber existido o no debería haber ocurrido tal como ocurrió? Los hechos son los hechos y son como son independientemente de la etiqueta que les colguemos.

Lo importante son las emociones que tengo asociadas a cada hecho y a cada persona, y qué repercusiones tienen sobre mí. Qué lectura emocional hago de los hechos y de los vínculos significativos de mi vida y cómo me afecta esa lectura: ¿me fortalece o me debilita?, ¿me hace una persona más completa, más íntegra e integrada?, ¿o me destroza, me disminuye, me recorta? Desde el punto de vista sistémico, no seria un buen planteamiento preguntarnos si hubo poco o mucho amor en nuestra infancia, ni si fue bueno o malo.

Al lado de lo que no se nos dio, de lo que no se nos hizo, del mal que se nos pudo causar, siempre hay todo lo que sí se nos dio, sí se hizo, se hizo bien. En el peor de los casos, ¡se nos dio ni más ni menos que la vida! Lo que es esencial, la vida, ya lo tenemos. Y la semilla de la vida es completa en sí misma y está llena de posibilidades.

Contiene siempre una esperanza de plenitud, y la responsabilidad cuando somos adultos ya es totalmente nuestra. Pero a menudo nuestras perspectivas y anhelos frustrados, lo que no fue, que no nos gustó, que nos hizo daño, que pensamos que no se hizo bien… va menguando esa semilla y, como dice Marina Solsona, tenemos vidas de bonsái, bonitas, pero recortadas.

En realidad, vidas cultivadas en bandejas aisladas y sin raíces profundas en la madre tierra. Mirar atrás desde la queja, el lamento o el resentimiento no nos hace avanzar, no hace crecer nuestra capacidad de amar y no revierte en armonía, bienestar ni plenitud vital. La pregunta a hacernos es si de lo que hubo –sea lo que sea y nos guste más o menos- hemos sabido extraer la fuerza necesaria para enamorarnos de la vida, para engancharnos a ella y conducirla hacia una plenitud y una armonía crecientes.

Todo ello está más relacionado con la lectura que nosotros hacemos de nuestra propia historia, con lo que somos capaces de extraer de ella, que con la cantidad y la calidad del amor que se nos dio. Al fin y al cabo, podemos haber recibido mucho y haber extraído muy poco. Y viceversa. Podemos haber recibido poco y haber extraído mucho. Tienen mayor relevancia las historias que nos explicamos sobre nosotros mismos y como tengamos constituidos los vínculos internos, que la propia naturaleza de los hechos y de las relaciones. El amor sistémico deja la pelota en nuestro tejado, apela a nuestra responsabilidad, a nuestra capacidad de redescubrir el amor y la fuerza de nuestros vínculos, y reconvertirlos en un impulso poderoso para la vida, más allá de los juicios sobre qué está bien o mal y de las emociones que todo ello genera.

Todo depende, en último término, de los ojos con que nosotros miramos las cosas, la calidad y la amplitud de nuestra mirada. Por ello la perspectiva sistémica se dirige, en un primer momento, a poder mirar y reconocer los hechos y los vínculos significativos de nuestras vidas, así como las emociones que tienen adheridas y, en un segundo momento, a reorientar y ampliar las miradas, a fin de trascender esas emociones y ayudarnos a establecer nuevas imágenes, nuevas narrativas con nosotros mismos y del amor que nos mueve. En este punto que acabamos de señalar, la perspectiva sistémica conecta y entronca suficientemente con la educación emocional y con el concepto de resiliencia, una metáfora generativa sobre las posibilidades humanas y la capacidad de salir transformados de la adversidad (Grané y Forés, 2007).

Fácilmente podríamos pensar que no aporta mucho de nuevo y que su recorrido acaba aquí, y no es así. La perspectiva sistémica fundamenta y reviste de una mayor entidad a la educación emocional, convirtiéndose en un sugerente punto de partida y al mismo tiempo un horizonte un poco más amplio para ésta. Pensar que todo lo que hacemos es por amor y sucede por amor debería relajarnos.

El amor demasiado a menudo marca fronteras o divisiones entre buenos y malos, y crea expectativas favorables o desfavorables hacia las personas y sus posibilidades, en función de si consideramos que hay amor o no y de la calidad que le asignamos. La perspectiva sistémica nos enseña que los juicios al amor son incompatibles con la propia naturaleza del amor y nos encamina a reconocer qué es y a asentir a qué es, lo que siempre tiene un sentido fundamental de cara a la supervivencia de la persona y normalmente ha sido la mejor forma o la única posible hasta aquel momento. Sólo desde la comprensión y aceptación de cada hecho y de cada situación tal como ha sido y tal como es, podremos vislumbrar, contemplar, sugerir, plantear y experimentar nuevas posibilidades en el futuro.

Dos grandes tipos de amor Desde el punto de vista sistémico, podemos hablar de dos grandes tipos de amor, que configuran la médula de nuestra existencia y de nuestra capacidad y manera de querer: - El amor maternal-paternal. - El amor filial. El amor maternal-paternal, que desarrollan las madres y padres hacia sus hijos e hijas, suele estar condicionado por el amor que nosotros hemos recibido de nuestros propios padre y madre. Normalmente queremos a nuestros hijos/as como nosotros fuimos queridos por nuestros padres, o de una manera similar. La manera como nuestros padres nos quisieron es, asimismo, la mejor manera que sabían, y la manera como nosotros queremos a nuestros hijos e hijas es también la mejor manera que sabemos.

Esta manera de cómo fuimos queridos no nos determina. Es como una ley que llevamos escrita en lo más profundo de nosotros, y sólo desde el asentimiento y el reconocimiento sincero de que fue la mejor o la única manera posible, nos sentiremos con permiso interno y con una disposición positiva para ir unos pasos más allá y cambiar algunas cosas de manera plácida y no traumática. El amor filial, que sentimos los hijos e hijas por nuestros padre y madre, por encima de como sean, de la relación que tengamos con ellos o que hayamos tenido, y hasta de si los hemos conocido o no, es el amor sistémico por excelencia.

De hecho, el amor maternal-paternal es, en último término, una variante del amor filial: quiero a mis hijos/as como yo fui querido/a como hijo/a, o de una manera muy parecida, o, si más no, tomando como base y como punto de partida la manera como me quisieron o, mejor dicho, como me sentí querido/a. El amor filial confirma la frase con la cual empezábamos este texto: todos los hijos e hijas actuamos por amor. Todos somos hijos o hijas y, por lo tanto, todos actuamos por amor.

Que los hijos e hijas actuemos por amor quiere decir que, en lo más profundo, estamos unidos por un fuerte vínculo a nuestro sistema o grupo familiar de origen y que, para sentir que pertenecemos y para compensar los déficits que pueda haber en él, estamos dispuestos a hacer lo que sea necesario, incluso a estropear nuestra vida. Que todos los hijos e hijas actuamos por amor significa que adoptamos el rol, las funciones, las opciones de vida, el destino personal, que hacen un mejor servicio a nuestro sistema y garantizan su supervivencia.

También significa que con nuestra manera de actuar y de comportarnos puede que estemos mostrando a alguna persona, algún hecho, algún sentimiento, algún vínculo importante que fue excluido o rechazado, y eso lo hacemos para restaurar el equilibrio (homeostasi) del sistema, aunque sea a costa de nuestro bienestar. Por lo tanto, una de las labores más importantes que desde ese abordaje debemos realizar, para favorecer un crecimiento personal saludable, es identificar los amores ciegos, los que nos llevan a sacrificarnos con la pretensión infantil e ilusoria de salvar el sistema, y reconducirlos hacia amores maduros, menos deterministas, más libres, más ricos en posibilidades.

Los órdenes del amor El marco de referencia teórico-conceptual a esa visión del amor, desde la perspectiva sistémica-fenomenológica, lo constituyen «los órdenes del amor». Los órdenes del amor son la aplicación que hace Bert Hellinger, filósofo, pedagogo y terapeuta alemán, de algunos de los principios de la Teoría General de Sistemas a los sistemas humanos. Son unas leyes naturales para que los sistemas humanos funcionen y la vida y el amor puedan fluir en su sino. Estos órdenes son tres y podemos sintetizarlos como: • Primer orden/i> Tiene que ver con la pertenencia, la vinculación y el orden. Está relacionado con el principio de totalidad: Todos los miembros de un sistema tienen derecho a la pertenencia, forman parte y cumplen alguna función importante para el sistema. La exclusión de alguno de ellos repercute negativamente en todo el conjunto. Los sistemas no toleran ninguna exclusión. Se producen consecuencias trágicas para las futuras generaciones cuando alguien no es respetado y es injustamente expulsado de la familia (Ulsamer, 2004). Hace referencia a la idea de que en los sistemas vivos nada se pierde, de tal manera que si alguna persona, hecho, emoción o relación queda excluida, no ha sido completada o no ha sido adecuadamente integrada, alguien de una generación posterior lo recoge, con el objetivo de que se pueda integrar o completar.

Dicho de otra manera, el vínculo entre padres/madres e hijos/as es tan fuerte y profundo, que lo que los padres/madres no consiguen resolver intentaran resolverlo los hijos/as de la manera que sea. Bajo la luz de ese principio podemos entender un poco mejor la premisa de que todos actuamos por amor. Todo hijo/a actúa por amor. Aunque moleste, actúa por amor. Únicamente es necesario encontrar el punto en que se encuentra su amor. Una vez encontrado ese punto, de repente, su comportamiento queda claro totalmente (Hellinger, 2000).

Por el profundo amor que nos vincula a nuestra familia, las personas mostramos, con nuestra manera de actuar, alguna cosa que fue excluida, rechazada o que quedó incompleta. Ello puede comportar consecuencias negativas, porque puede abocar a la persona a implicarse en historias que no le corresponden y a repetir acontecimientos o desenlaces trágicos, o puede representar un impulso positivo y una gran fuerza vital para la propia persona y para el sistema. Sacarlo a la luz, poder mirar lo que fue y lo que no fue, y asentir a ambas cosas, reconvierte las dificultades en posibilidades y nos deja libres para avanzar hacia delante y seguir nuestro propio camino sostenidos por la fuerza de los vínculos. • Segundo orden Tiene que ver con el equilibrio entre el dar y el recibir que debe haber en todos los sistemas. En las relaciones entre iguales ese equilibrio es esencial, mientras que en las relaciones entre padres-madres e hijos-hijas, y también en las relaciones entre profesorado y alumnado, existe un cierto desnivel natural, no se consigue el equilibrio en la misma medida (Traveset, 2007).

Los primeros dan más y los segundos nunca podrán devolverles el cien por cien de lo que han recibido. Los hijos/as sólo podrán devolver alguna parte de lo que han recibido, cuidando de los padres-madres cuando sean mayores. Gran parte de lo que han recibido lo habrán de devolver a otros, en el futuro. En un plano más individual, cada persona es un sistema en el cual ese equilibrio también debe ser contemplado. La perspectiva sistémica nos ofrece numerosos matices muy interesantes sobre el dar y el recibir. Nos referiremos sólo a uno de ellos, que suele ser un tópico o un estereotipo muy extendido: normalmente se dice que cuanto más damos más recibimos y entendemos que el acto de dar es la manifestación amorosa por excelencia.

Por lo tanto, desde esa óptica existe un dar amoroso y también un recibir amoroso. Dar no es mejor que recibir. Además, dar a veces tiene un punto de arrogancia, nos sitúa por encima del otro y rompe el equilibrio, mientras que recibir nos hace humildes y nos nutre, nos reconecta con nuestra condición de ser limitados y con la necesidad que tenemos de los demás para salir adelante en la vida. Además, recibir o, lo que es lo mismo, tomar lo que se nos da es indispensable para poder dar y hacerlo sin exigencias, sin intenciones y sin desgastarnos. • Tercer orden Tiene que ver con la conciencia, las normas, las reglas y las jerarquías dentro de los sistemas.

Éste es un orden con una doble lectura y un planteamiento ambivalente. Por un lado, cuando se respetan las normas y el orden, todos los miembros del sistema se sienten mejor. Por otro, la conciencia bloquea el amor hacia aquellas personas que no pertenecen a mi grupo (Hellinger, 2000). Por tanto, conviene que aprendamos también a saltarnos las normas del grupo, a transgredir, a tener lo que se llama «mala conciencia», ya que es así como nos damos cuenta de que existen otros grupos, otras normas, otras maneras, otras culturas, y entonces podemos ir más allá de los límites de la nuestra, expandir nuestra conciencia y evolucionar hacia un amor más grande, más inclusivo. Sólo donde yo voy más allá de la conciencia son posibles el amor profundo, el reconocimiento y el respeto, también para personas ajenas (Hellinger, 2000). Amor es poder mirar y incluirlo todo, los hechos, los sentimientos y las relaciones difíciles, lo que está de acuerdo con nuestra conciencia y lo que no… En prácticamente todos los sistemas han existido exclusiones. Y se excluye lo que contraviene las normas del sistema y, sobre todo, lo que duele. Se excluye para proteger del dolor y esa protección también es amor, pero el dolor resulta que nos hacer crecer y también hemos de poder mirarlo. Cuando podemos incluir el dolor y el amor al mismo tiempo, cuando podemos nombrar o visualizar lo que había estado excluido, se restablece el flujo de la vida y los sistemas se reorganizan y se reequilibran por sí mismos (concepto de autopoiesi, desarrollado por Maturana y Varela). El amor desde la perspectiva sistémica implica cambios muy sencillos y al mismo tiempo muy profundos y de gran calado, y con pocas palabras hay suficiente. A veces basta con tener un recuerdo para aquel familiar a quien nunca más hemos recordado y pensar en algún momento bonito a su lado, en alguna cosa que aprendimos de él/ella o en alguna cualidad que quizás no supimos reconocer en aquel momento. Asentir al pasado y llevarnos su fuerza hacia el futuro Sintetizando, y desde la perspectiva sistémica-fenomenológica, el amor es la capacidad de mirar al pasado para poder salir de él llevándonos hacia el futuro la fuerza, tanto del amor como del dolor que ha existido. Amor y dolor son las dos grandes emociones de trasfondo (Hellinger, 2000) y, cuando pueden ser integradas, revierten en fuerza para la vida. La fuerza no nos la da únicamente el hecho de mirar atrás. Nos la da el sentirnos enraizados y interiormente en paz con nuestro sistema familiar, con nuestros padres, con lo que ellos nos dieron y con lo que no nos dieron, con la historia de amor de la cual provenimos, y poder mirar hacia el futuro con todo ello detrás, sosteniéndonos. Asentir al pasado tal y como ha sido, coger la fuerza del padre y de la madre, que existe hasta en los casos más dramáticos, tomar la vida tal y como nos ha sido dada, con lo que nos gusta y lo que no, lo que responde a nuestras expectativas y lo que no, teje una red de posibilidades y se convierte en una esperanza de plenitud. Ampliar nuestra mirada hacia nuestro propio sistema familiar, aprender a mirar con buenos ojos lo que ha sido y lo que no ha sido, es disponernos a la abundancia. Como dice Angélica Olvera, no nos quema dar, nos quema recibir de fuentes equivocadas, que nos llenan de una manera efímera y superficial. Cuanto más podemos mirar nuestro sistema, a nuestra familia, más ampliamos la mirada y más ensanchamos nuestro corazón, y generamos cambios de pensamiento y de perspectiva, así como nuevas narrativas de nosotros mismos que requieren un cambio de lenguaje y desembocan en un cambio profundo de actitud ante la vida. Necesitamos hacer un ejercicio de realismo, renunciar a pretensiones ilusorias y poder sentir que lo que hemos recibido, sea lo que sea, ha sido suficiente. Como dice Miquel Martí i Pol:

És, doncs, sols per l'amor que ens creixen roses als dits i se'ns revelen els misteris; i en l'amor tot és just i necessari. Cuando excluimos a alguien o alguna cosa, excluimos el amor. En cambio, cuando damos un lugar en nuestro corazón a todas las personas, emociones y hechos significativos de nuestra vida y de nuestro sistema, reencontrando las pequeñas o grandes chispas de amor y de vida que de cada hecho y de cada persona nos vienen, más allá de los hechos y de sus repercusiones emocionales, y más allá de los juicios, es como si el amor de desencallara y entonces pudiera empezar a tener un lugar real en nuestra vida presente y futura. El amor se convierte entonces en la energía primordial de la vida y todas las emociones están orientadas y reconducidas por él, están bajo su caudal y bajo su luz, y entonces resultan inteligentes, transformadoras y reparadoras, y podemos crecer con ellas y trascenderlas. Hasta que no desenredamos el hilo que une pasado, presente y futuro, y tejemos la resiliencia, no acabamos de estar bien y no podemos avanzar hacia el futuro con la fuerza que da el enraizamiento a nuestro sistema y la aceptación de la propia identidad familiar, emocional, social y cultural. De nuevo surge la idea de que, en cierta manera, es como si el amor requiriera una aceptación profunda de cualquier tipo de amor, hasta de los que pueden estar desencaminados o desvirtuados, ya que éstos también cumplen una función de cara a la homeostasi o supervivencia del sistema. «Sólo cuando una persona respeta todo lo que recibió de su padre y de su madre puede respetarse a sí misma. Y ese respeto puede convertirse en el valor más elevado, el amor… Y aún puede subirse otro escalón: si está dispuesta a querer a su padre y a su madre a pesar de todas las reservas, también podrá quererse a sí misma a pesar de todas las reservas» (Prekop, 2003). BIBLIOGRAFIA • BACH, E. (2008) Adolescentes, «qué maravilla. Barcelona, Plataforma. • BACH, E. i MARTÍ, C. (2007) El divorcio que nos une. Barcelona, Ceac. • BACH, E. i DARDER, P. (2002) Sedueix-te per seduir. Viure i educar les emocions. Barcelona, Ed. 62 (edició castellana: Paidós). • BACH, E. i DARDER, P. (2002) Des-educa’t. Una proposta per viure i conviure millor. Barcelona, Ed. 62 (edició castellana: Paidós). • BRADSHAW, J. (1999) Secretos de familia. El camino hacia la autoaceptación y el reencuentro. Barcelona, Obelisco. • CAPRA, F. (1998) La trama de la vida. Barcelona, Anagrama. • CYRULNIK, B. (2002) Los patitos feos. La resiliencia... Barcelona, Gedisa. • CYRULNIK, B. (2005) El amor que nos cura. Barcelona, Gedisa. • DYKSTRA, I. (2007) Niños que heredan el destino familiar. Barcelona, RBA Integral. • DYKSTRA, I. (2007) El alma conoce el camino. Barcelona, Obelisco. • GARRIGA, J. (2006) ¿Dónde están las monedas? El cuento de nuestros padres. Barcelona, Rigden – Institut Gestalt. • GRANÉ, J. i FORÉS, A. (2007) La resiliencia. Barcelona, UOC. • HELLINGER, B. (2000) Reconocer lo que es. Conversaciones sobre implicaciones y desenlaces logrados. Barcelona, Herder. • HELLINGER, B. (2001) Órdenes del amor. Cursos seleccionados de Bert Hellinger. Barcelona. • HELLINGER, B. (2007) Felicidad que permanece. Barcelona, Rigden Institut Gestalt. • PREKOP, J. i HELLINGER, B. (2003) Si supieran cuánto los amo. Barcelona-Mèxic, Herder. • SANZ, F. (1995) Los vínculos amorosos. Amar desde la identidad en la Terapia de Reencuentro. Barcelona, Kairós. • ULSAMER, B. (2004) Sin raíces no hay alas. La terapia sistémica de Bert Hellinger. Barcelona, Luciérnaga. • VAN EERSEL, P. i MAILLARD, C. (2004) Mis antepasados me duelen. Barcelona, Obelisco.

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