domingo, 19 de febrero de 2012

Fraga le faltaba amabilidad y dulzura

Las prisas de Fraga
Siempre directo, brusco, expeditivo y a la par (o alternativamente) amable, educado y hasta sentimental

Curri
VALENZUELA

Si hay una imagen por la que recordar el carácter de Manuel Fraga es por esa de la del entonces ministro de Información y Turismo bañándose, con aquel meyba rodillero azul marino tan propio de los señores de su época, en las aguas de Palomares para demostrar al mundo que no había peligro porque bajo ellas se encontrara sepultado un B-52 norteamericano, hundido en 1966 con una carga de bombas nucleares. Aunque más llamativa aún fue su experiencia acuática de un par de años antes, relatada muchas veces por su gran amigo Pío Cabanillas, que se reía a carcajadas con el recuerdo de aquel caluroso día de verano en el que los dos políticos gallegos que viajaban por su tierra en automóvil, cuando los coches aún no disponían de aire acondicionado, decidieron hacer un alto en su camino, aparcar junto a una playa que vieron desierta, y zambullirse, a falta de trajes de baño, como dios les trajo al mundo.

Resultó que, mientras ellos nadaban, un grupo de monjitas apareció por la playa y, para desolación de los dos políticos, se asentaron en la arena, obviamente dispuestas a pasar un buen rato junto al mar. Fraga, tan precipitado como siempre, optó entonces por salir corriendo del agua, con las manos tapándole sus vergüenzas, mientras Cabanillas le gritaba: «Manolo, no, no; la cara, tápate la cara».

Con bombín y paraguas
Pío, uno de sus contemporáneos que mejor le conoció, podría haber escrito un grueso volumen de anécdotas de su amigo. Siempre directo, brusco, expeditivo y a la par (o de forma más precisa, alternativamente) amable, educado y hasta sentimental, cualquier veterana periodista política como yo tendría material para un libro interesante. En mi caso, con el añadido de que trabajé como corresponsal en Londres precisamente los tres años en que Fraga desempeñó el puesto de embajador de España en el Reino Unido. Así que aún le recuerdo paseando con bombín en la cabeza y paraguas como bastón en la mano los domingos por la mañana por Hyde Park, vestido con el uniforme de gala en la fiesta que ofreció tras acudir (en carroza) a presentar sus credenciales a la Reina Isabel II o furioso mientras despotricaba «!habrá c..s festejando este momento con champán!» la mañana en que, recibida la noticia de que Franco acababa de morir, nos citó a todos los corresponsales españoles para que fuéramos los primeros en firmar en el libro de condolencias que había instalado en el hall de la Embajada (algo que reconozco, no como alguno de mis colegas que niega haber pasado por semejante trance).

«Pare el coche aquí mismo, que esta señora se baja», ordenó al chófer, que me dejó en el arcén
Tú no te negabas por entonces a nada que Fraga decidiera que tú ibas a hacer, para qué lo vamos a negar. Y más te valía que lo hicieras rápidamente, con las prisas naturales en él. Recuerdo haberme bebido un gin tonic de un solo trago porque me sorprendió con un vaso vacío en la mano en una recepción, llamó al camarero para que me trajera otra bebida y, cuando me vio con ella exigió: «¡Bébaselo!». Una vez que comprobó que en pocos segundos no me quedaba ni una gota, dejó de prestarme atención. Y no puedo quejarme: tengo una colega, generalmente abstemia, que aún se acuerda de cómo se emborrachó por haberse sentado junto a Fraga en una de aquellas queimadas con las que cerraba sus cenas con periodistas cuando presidía Alianza Popular y verse forzada a beberse media docena de vasos de licor y también un colega que temía tener que almorzar con él porque le obligaba a comer percebes por más que le advirtiera que los percebes le sientan mal.

Algún agravio pendiente
Del Fraga colérico está la anécdota, compartida por dos docenas de periodistas que cubríamos una de sus campañas electorales, del día en que se incorporó a la caravana, precisamente en un vuelo a Canarias junto al candidato, el director de un periódico madrileño con el que el político tenía algún agravio pendiente, lo que motivó una larga escena de Fraga corriendo tras el periodista con un periódico enrollado en la mano, dando vueltas alrededor de los pasillos del Jumbo.

A mí misma me echó de su coche una vez: había consentido en que le entrevistara (pero solo tres preguntas, antes de que echara una cabezadita, me advirtió) viajando con él en su automóvil en el trayecto de Málaga a Marbella. Animada por lo amablemente que me respondía, formulé una cuarta pregunta. «Pare el coche aquí mismo, que esta señora se baja», ordenó en ese momento al chófer, que paró y me dejó en el arcén (aunque, en descarga del personaje, hay que decir que los dos sabíamos que detrás de su vehículo viajaba otro, con gente del PP, que me recogió).

Y, sin embargo, Manuel Fraga no era un ogro. La próxima vez que te lo encontrabas, se mostraba extremadamente cordial. Sobre todo si eras periodista y, además, mujer. En una de sus épocas más relajadas, cuando fue eurodiputado entre una y otra de sus dos etapas como presidente de su partido, nos citaba a cenar los jueves por la noche, cuando regresaba de Estrasburgo, a media docena de periodistas, todas mujeres, en el gran comedor de Maite Comodore, donde actuaba un pianista al que pedía que tocara cosas como la música de Casa Blanca o los fox trots de Cole Porter. Nos traía puritos para señoras para fumar de postre y bombones para acompañar al café y nos hablaba de su tierra y su familia.

No recuerdo el motivo por el que una noche comentó la vida de un personaje histórico que había protagonizado una historia de amor, pero nunca he olvidado el diálogo que se desarrolló a continuación, que tan bien refleja su manera de ser. siempre con prisas. «Estaba haciendo el amor, que como todo el mundo sabe es una cosa en que se tarda dos minutos.», dijo Fraga, antes de ser interrumpido por la protesta de una de mis colegas: «Don Manuel, en eso no se tarda dos minutos». «Mis queridas amigas: son dos minutos. Lo demás son preliminares», sentenció él. Que así era.

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