sábado, 9 de marzo de 2013

Carmen Riera Una Biografia


Usted fue una niña que sufría.Todos los niños sufríamos, entonces, y teníamos unas pesadillas horribles. El sentimiento de culpa durante el franquismo era horroroso. Hubiéramos podido ser tan felices sin él, nos robaron una infancia feliz. La religión y las costumbres ancestrales marcaban el único camino que seguir y, fuera de él, sólo quedaba el infierno. A los miedos infantiles naturales, a la oscuridad o al abandono, añadíamos el miedo al infierno, terrorífico. Recuerdo con horror el descubrimiento de unas postales eróticas y lo que llegó a atormentarme, tuve hasta fiebre, creía que me saldría una joroba como condena.

Otra cosa que llama la atención es comprobar que usted, catedrática, escritora y desde hace poco académica de la RAE, tardó tanto en aprender a leer...Mi retraso en la lectura fue un trauma familiar. Aprendí tardísimo, a los siete años. Las monjas dijeron a mis padres que yo era retrasada porque los demás niños leían y yo no. Mi padre decidió tomar cartas en el asunto y leerme la Sonatina de Rubén Darío: “La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?”. No entendía muchas palabras, pero me pareció un cuento maravilloso, dirigido a mí en exclusiva. Me inoculó el virus de la lectura. Y luego me pusieron un profesor ­particular.
Es impagable la galería de personajes secundarios de su libro.Los conocí a todos. El mestre Pedro era una persona que tenía un taller de reparaciones y que, analfabeto, hacía ver que leía el diario de la barbería, cada día, porque quería aparentar que sabía hacerlo. Lo ojeaba y, al acabar, exclamaba: “¡Puta mundo!”. Y comentaba las noticias con los parroquianos, pero era con lo que había oído en la radio al levantarse. Recuerdo una vez que le preguntó a mi padre: “¿Qué es más grande, Mallorca o fuera de Mallorca?”.
 
Otro rasgo que sobrevuela las páginas de la obra es la escasez, la penuria ­económica.Siempre digo que yo ya sé lo que es la crisis, porque nací en 1948 y vivíamos en la austeridad más absoluta, no se nos ocurrían cosas como escribir la lista de la compra o un encargo en un folio en blanco. El dinero era algo muy presente siempre.
En el camino a Deià, donde Riera pasó los primeros veranos de su infancia, pasamos por Son Marroig, en las antiguas tierras del archiduque Luis Salvador de Austria. La roca Foradada, al lado, es objetivo de las cámaras de los turistas, fascinados por las historias de corsarios con que les obsequia el guía. Y, a medida que se acerca uno al pueblo, dejando atrás cuevas rupestres o bucólicas masías hoy propiedad de rusos, la presencia del escritor británico Robert Graves, enterrado en una modesta tumba en el cementerio, se hace patente. “Aquella carretera la pagó él, y atrajo a personajes como Anaïs Nin, Jacqueline Kennedy o Ava Gardner... Recuerdo que el cabo de la Guardia Civil de Deià quedó fascinado por la actriz. Venía a ver a mi padre y le repetía: ‘Uno se siente como un pajarito en las redes de esta mujer’. Otra vez, en la terraza de casa, frente a la Foradada, se oían unos ruidos extraños y mi padre le dijo: ‘Cabo, ¿no encuentra que aquí abajo hay demasiado ruido?’. Y él le respondió: ‘Nada, deben de ser los pescadores de langosta de Sóller’. Pocas semanas después, lo inculparon en un asunto de contrabando de tabaco”. 

Otra presencia importante es la de la escritora George Sand y su pareja, el compositor Chopin, que fueron vecinos de la isla en los años 30 del siglo XIX. “Ella estaba muy mal vista, la llamaban ‘la dimònia’, pero ahora paradójicamente toda la zona de Valldemossa vive de ella, de enseñar falsos pianos a los turistas. Algunos vecinos aseguran haberla visto aún de noche, vagando como un espectro”.

Frente a Sa Marineta, la casa de vacaciones de su infancia, la autora reflexiona sobre su dualidad lingüística. Desde que, en 1975, se dio a conocer con Te deix, amor, la mar com a penyora, su lengua literaria es la catalana, en la variante mallorquina. Pero, como estudiosa y profesora, sus ensayos son en castellano. “La lengua castellana también es de los catalanes, sería estúpido renunciar a semejante tesoro –apunta–. Yo enseño literatura castellana, es de lo que entiendo, y de la catalana no sé mucho, soy una amateur, pero es mi lengua para la ficción. En Madrid me asocian al catalanismo, y en Catalunya paso por españolista, incluso he sido insultada; pero eso me encanta, soy outsider en los dos lugares”.

Elegida en el 2012 para ocupar el sillón n minúscula de la Real Academia Española, Riera está preparando su discurso de ingreso, que versará sobre “la relación de Mallorca con los viajeros escritores. Unamuno estuvo por aquí porque tenía un pariente notario. También vinieron Ramiro de Maeztu y Ramón Gómez de la Serna, que viajó en barco desde Valencia como prueba para ver si se mareaba y, al comprobar que no, se dijo: ‘Pues entonces puedo irme a Argentina’... y se fue. Y Azorín era colaborador de la revista Almudaina”. Cree que, a pesar de las solamente seis académicas que hay en la RAE, esta institución “no es más machista que el resto de la sociedad. En la universidad, las mujeres catedráticas no llegamos al 15%, y creo que no hay ninguna en ginecología, con eso está todo dicho”. Ha estudiado el papel de sus predecesoras, desde la primera académica, la aristócrata María Isidra de Guzmán, a los sonados e injustos rechazos a Gertrudis Gómez de Avellaneda, Emilia Pardo Bazán o María Moliner, quien “también se presentó, pero le ganó Alarcos, el gramático”. Quiere destacar, eso sí, que “la RAE tuvo un gesto muy valiente al no sustituir a los académicos republicanos del exilio”. 

Recuerda el reciente debate en la docta casa sobre la palabra matrimonio, “en el que Pere Gimferrer discutió que se definiera como una pareja que vive bajo el mismo techo... ¡porque él y su esposa viven en casas separadas! O Álvaro Pombo no quería que se refiriera a los homosexuales pues él, que lo es, no se identificaba para nada con semejante institución heterosexual”. Sueña, divertida, con hacer entrar alguna palabra en el diccionario del español, “tal vez, coladuría”. ¿Y en el diccionario catalán? “Ahí no tengo mano. No soy miembro del Institut d’Estudis Catalans, que hace el diccionario, como tampoco lo es Pere Gimferrer ni lo fue Baltasar Porcel. En este momento, la RAE es más permeable a la sociedad y los escritores”. 

Lamenta que “la televisión ha empobrecido el abanico del lenguaje, especialmente en catalán. La televisión es una apisonadora. Alguna gente de Catalunya se enfada cuando los mallorquines reivindicamos nuestra variedad dialectal, lo ven como un ataque a la unidad de la lengua. Y, al otro extremo, está la barbaridad de decir que el mallorquín no es catalán, o animaladas como crear una academia valenciana de la lengua, que sería el equivalente de una hipotética academia sevillana de la lengua, que estableciera una ortografía y normas sobre el castellano con acento andaluz”.

Riera pasa un momento, a buscar unas llaves, por su casa de Marivent, muy cerca del palacio real. ¿Es un lugar seguro? “Sí, además aquí tenemos una costumbre que implantó mi tía, que dejaba siempre algo de joyas y dinero en la entrada, para que los ladrones se conformaran con eso y no lo pusieran todo patas arriba”.
Carme Riera en el callejón del Perro, en el casco antiguo de Palma, que recorría para ir al colegio 
en su infancia
Ya en Palma, atravesando la multitud de iglesias y conventos que hay en la ciudad (“nuestro skyline son los campanarios”), llegamos a la casa familiar, en el barrio viejo, donde ahora vive su madre. “Estábamos entre un convento, aquel, y un cabaret, el Trocadero. Por aquella calle estrecha, que llamaban la del perro, iba a la escuela, estaba a ciento cincuenta pasos, los contaba. El Trocadero, después de ser boîte, fue un bingo, y creo que ahora vuelve a ser un jardín palaciego. El marqués, el propietario, alquilaba una parte para los espectáculos. Desde la ventana, a veces veía salir a toda la troupe de artistas: bailaoras de flamenco, magos, cantantes, vedettes de revista, aún con los ojos pintados, los vestidos resplandecientes y un poco de purpurina en el pelo”.

Riera describe una ciudad que se mueve siguiendo el ritmo y los rituales de las iglesias, como los cánticos de las monjas que se escuchan, por un momento, en el convento de Santa María Magdalena, donde se guarda la momia de Santa Catalina Thomàs. 

La casa familiar tiene tres plantas, comunicadas por escaleras. Arriba, vivía su abuelo, solo, que bajaba al principal a dar las buenas noches a su esposa. En esa planta vivía la niña Carme con la abuela, “aunque yo bajaba a cenar abajo, donde vivían mis padres y mis hermanos. Me he sentido siempre outsider porque estaba entre dos pisos, a diferencia de los demás. Por eso, mi abuela Caterina es la persona más importante de mi infancia. Mi abuelo se había retirado al segundo piso, donde se hizo instalar un gimnasio para él solo, con unos extraños artefactos: bolas de hierro y cosas de boxeo, tenía una fuerza hercúlea”.
¿Y no vivió aquí el escritor Llorenç Villalonga?Sí, porque, durante la guerra, mis abuelos le alquilaron la casa, pero nunca le conocí personalmente. Su tío, Pere Muntaner, era dueño de la posesión de Es Cocons, en Bunyola, y cuando el rey Alfonso XIII visitó la isla se lo presentaron como “el señor de los Cocones”, y el rey, con ese gracejo borbónico, le soltó: “Hombre, Pedro, ¡que Dios te los conserve!”. Villalonga me fascinaba: se decía de él que era un homosexual reprimido y que había instalado un gimnasio en el porche de su casa para que un joven Baltasar Porcel hiciera cabriolas en él con los aparatos de musculación mientras él disfrutaba del espectáculo de sus muslos al aire. El mismo Porcel lo dijo públicamente. La verdad es que no sé quién de los dos era más excéntrico. También decían las vecinas que se ponía peluca para escribir.
¿Cuánto hace que da clases?Más de cuarenta años, siempre en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Empecé con la misma edad que mis alumnos. Fui alumna de Francisco Rico, de José Manuel Blecua, de Sergio Beser...
¿Se hunde la universidad?Hay días en que estaría muy de acuerdo con la visión apocalíptica de Jordi Llovet. Cuando pregunto a mis alumnos que me digan unos versos que recuerden, y me responden: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”. Me pasó el 11 de febrero, con alumnos de tercero. Y sólo leen lo que les hacemos leer los profesores. Si a final de curso veo un progreso, me pondré contenta y apoyaré la visión más integrada de Jordi Gracia. Hace veinte años, los alumnos eran mejores, hay una diferencia abismal. La enseñanza media se ha hundido: la transición se ha cargado la enseñanza pública, eso no se lo perdono a los políticos de la democracia. Hasta el Chile de Pinochet lo hizo mejor.
Sus padres ya fueron universitarios...Conocieron, de muy jóvenes, a gente muy interesante, como me sucedió luego a mí. Ellos trataron a Carmen Laforet, Maria Aurèlia Capmany, Néstor Lujan, Josep Palau i Fabre... fueron todos compañeros del curso 1940-1941 de la Universidad de Barcelona. A mí, nada más llegar a la universidad, me presentaron a un chico a quien acababan de dar el premio nacional, Pere Gimferrer, que nos adoctrinaba en el bar a Ana María Moix y a mí sobre literatura: nos hablaba de los dadaístas, los surrealistas, de cine... Me venía a buscar en taxi muchas veces y me devolvía a casa en taxi.
¿Y Carlos Barral?Lo traté después. Me citaba en el Senado, me presentaba a sus colegas, bajaba conmigo por aquellas solemnes escaleras con la capa puesta. Una vez le vi entrar tres veces en un sitio, porque estaba la televisión y no se habían dado cuenta de que él entraba, y lo fue repitiendo hasta que lo vieron.
¿El alcohol castigó a aquella generación?A algunos. Barral, José Agustín Goytisolo, Gil de Biedma... Como dice Caballero Bonald, “bebimos y vivimos”. Eran poetas a pesar del alcohol, la gente cree que es al revés... pero no.

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