lunes, 30 de enero de 2012

Howard Gardner, Premio Príncipe de Asturias 2011 de Ciencias Sociales, reflexiona sobre la posibilidad de dotar de un nuevo sentido a los conceptos de verdad, belleza y bondad, erosionados por el escepticismo.

Howard Gardner, Premio Príncipe de Asturias 2011 de Ciencias Sociales, reflexiona sobre la posibilidad de dotar de un nuevo sentido a los conceptos de verdad, belleza y bondad, erosionados por el escepticismo.


Desde que en los años 80 formulara la teoría de las inteligencias múltiples y comenzara a trabajar en su aplicación práctica en el campo de la educación, el destacado psicólogo y profesor de la Universidad de Harvard Howard Gardner (Scranton, EE.UU., 1943) ha cosechado un amplio reconocimiento a nivel mundial. El premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2011 viene así a sumarse a las numerosas distinciones y doctorados honoris causa obtenidos a lo largo de una prolífica carrera, en la que sus ideas sobre los procesos de aprendizaje y la formación del liderazgo han suscitado un vivo interés no sólo en el terreno científico, sino también en el de las instituciones de enseñanza.

Coincidiendo con la entrega del premio llega en estos días a las librerías españolas su último libro, en el que Gardner parece dispuesto a ir más allá de sus trabajos habituales, proponiéndose reflexionar sobre la posibilidad de dotar de un nuevo sentido a los conceptos de verdad, belleza y bondad, erosionados por el escepticismo y el relativismo posmodernos. En realidad, más que reformular estos valores -que no virtudes, como de forma un tanto equívoca los llama Gardner- el propósito de su obra consiste en convencernos de la necesidad de seguir contando con ellos como guías imprescindibles de nuestra vida y, una vez sentado esto, abordar la cuestión de cómo transmitirlos de la manera más adecuada a unas generaciones nacidas bajo el signo de Internet y la revolución digital. En este punto, el planteamiento del libro conecta con las líneas de investigación más fecundas desarrolladas por Gardner, que son las que dieron lugar a su celebrada teoría de la inteligencia, la cual supuso todo un revulsivo para el sistema de educación escolar en EE.UU. por su acerada crítica a la concepción psicométrica de la misma.

Para Gardner, en efecto, la inteligencia no es una destreza unidimensional, susceptible de ser medida de forma global por los test de inteligencia y cuantificable sin más mediante el indicador llamado cociente intelectual. Fueron sus trabajos empíricos con niños normales y superdotados, por una parte, y con pacientes con daño cerebral, por otro, los que lo convencieron de que la inteligencia es una capacidad mucho más plástica y polivalente, que se adapta en su modo de funcionamiento a los diversos ambientes en que se ve inmersa y a las distintas tareas que ha de afrontar. De ahí que Gardner siempre haya hablado de ella en plural, llegando a distinguir hasta nueve modalidades diferentes de inteligencia (tras añadir dos al listado inicialmente ofrecido en su obra de 1983 Estructuras de la mente): lingüística, lógico-matemática, corporal y cinética, visual y espacial, musical, interpersonal, intrapersonal, naturalista y existencial o filosófica. Y aunque hay una labor cooperativa entre todas ellas, se desarrollan con cierta independencia. Esto significa que los individuos pueden mostrar un nivel elevado de desarrollo intelectual en algunas facetas y, sin embargo, un nivel mucho menor en otras. También las diferentes culturas y los diferentes estratos sociales, al igual que las diversas etapas de maduración personal, pueden incidir en una mayor potenciación de una habilidad intelectual u otra.

La consecuencia directa de esta teoría ha sido la necesidad de diversificar las estrategias educativas en función del tipo de desarrollo cognitivo que se quiera favorecer en cada caso. A lo largo de más de veinte años, en diversos programas de investigación como el celebrado Proyecto Zero, en libros como La mente no escolarizada o La mente disciplinada, Gardner ha venido profundizando en los mecanismos del aprendizaje y sus ideas han ayudado de manera notable a revisar los principios estandarizados de enseñanza y evaluación a favor de otros más personalizados.

Trabajos como los de Gardner constituyen, sin duda, una sugestiva aportación en un momento en que la reflexión sobre los profundos cambios que han de experimentar los modelos educativos para responder a los retos del presente resulta tan necesaria. Una concepción estrecha del proceso de la formación intelectual, contaminada por el lenguaje economicista de la rentabilidad, y una insistente mentalidad de nuevo rico en buena parte de la pedagogía contemporánea, que ha disimulado su apoyo acrítico a estas recetas tras un aire de cientificidad, han contribuido perniciosamente al verdadero recorte que hoy sufre el ámbito de la enseñanza: el del sentido y la importancia decisiva de su tarea. Es precisa una crítica de las falsas promesas de excelencia educativa de este ideario. Como recordaba no hace mucho Martha Nussbaum, una mera educación para el empleo, la buena renta y la prosperidad económica no es una educación para la buena vida. Esta concepción sigue apegada en el fondo a viejos modelos de desarrollo, que descuidan el cultivo de cualidades esenciales para la forja de individuos ilustrados, capaces de argumentar críticamente y contribuir a la mejora de la vida democrática.

En ese sentido, resulta especialmente oportuna la dedicación de Gardner al problema de la enseñanza de las virtudes en el siglo XXI en su libro más reciente. Es verdad que el punto de partida del ensayo, la tesis de que desde hace varias décadas las ideas posmodernas y los medios digitales vienen socavando la solidez de nuestros conceptos de lo verdadero, lo bello y lo bueno, se argumenta de un modo esquemático, que poco añade a un diagnóstico de la época bastante extendido, y que los capítulos dedicados a reformular el sentido de esas nociones divagan sin alcanzar con claridad su objetivo; pero en los capítulos finales nos reencontramos con el mejor Gardner, el psicólogo del desarrollo ocupado en mostrarnos cómo se forma el sentido infantil de lo verdadero, lo bueno o lo estéticamente placentero, y en sostener cómo un aprendizaje bien orientado, que no se vea clausurado por el prejuicio piagetiano de que la cima cognitiva se alcanza a edad relativamente temprana, será capaz de disponer a los individuos a un amplio desarrollo del “pensamiento posformal”, en cuyas últimas fases pueden establecerse con mayor firmeza las verdades, individualizarse de manera más efectiva las experiencias de la belleza y desempeñarse las tareas con mayor sentido ético.

Precisamente porque ni la biología ni la economía aportan casi nunca la descripción definitiva de las acciones, decisiones y pensamientos humanos, nos recuerda Gardner, es por lo que debemos atender con especial cuidado a esos otros aspectos que mejor reflejan la flexibilidad y riqueza de nuestra condición, donde se localizan las cuestiones más desconcertantes de nuestra existencia, pero también las más fundamentales. De este modo, el enfoque del libro enlaza también con el planteamiento del proyecto Goodwork, en el que Gardner viene colaborando junto a otros eminentes psicólogos y en el que se subraya la idea de que el buen trabajo no es, sin más, aquél que resulta técnicamente excelente, sino el que tiene sentido para quienes lo realizan y se lleva a cabo con un compromiso ético de responsabilidad social. Gardner añade ahora a este principio su convicción de que sólo cabe realizar un buen trabajo educativo si no perdemos de vista que lo esencial es enseñar esas virtudes a lo largo de la vida, ya sea en el aula o fuera de ella. Es bueno ser inteligente, desarrollar múltiples inteligencias. Pero es más importante, concluye, utilizar nuestras capacidades para servir a la sociedad.

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