sábado, 5 de febrero de 2011

mujeres en la biblia

Las mujeres en la Biblia
Profesor Michael F. Hull, Nueva York

NUEVA YORK, 23 de noviembre de 2002 www.ZENIT.org.
- Padre Michael Hull, profesor de Sagrada Escritura en el seminario St Joseph de Yonkers de Nueva York, pronunciada durante la videoconferencia patrocinada por la Congregación vaticana para el Clero el 29 de octubre sobre el tema «Las Mujeres en la Sagrada Escritura».

«Al principio... Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y mujer» (Génesis 1: 1, 27; 5: 1-2). Y desde el principio (de la Biblia) sirven como personajes en la épica revelada por Dios sobre la elección y la redención que se inaugura con la misteriosa mezcla del infinito amor de Dios y de la «felix culpa» de la humanidad.

Desde el principio de la creación se refleja al Creador en unidad. ¿Cómo es posible hablar entonces de «mujeres en la Sagrada Escritura» o de «hombres en la Sagrada Escritura», si Génesis 1-3, por ejemplo, apenas podría admitir tal extrapolación?

Por un lado, parecería que hablar de «mujeres en la Sagrada Escritura» resulta una abstracción demasiado arbitraria de la representación bíblica de las personas humanas. Por otro lado, tal abstracción podría ayudarnos a discernir más claramente la voluntad de Dios al centrarnos en ciertos momentos de su gracia de los que son testigos mujeres particulares en la Biblia.

Llegados a este punto, debemos ser prudentes. Un examen de todas las mujeres de la Biblia, al igual que un examen de todos los hombres de la Biblia, se presentaría amorfo y desarticulado. Pero un examen de una pocas mujeres clave, con papeles sobresalientes en la elección y redención, presentaría ventajas de cara a la comprensión del tema.

Comenzaremos por el principio del Antiguo Testamento, continuaremos con el Nuevo Testamento, y concluiremos con un escenario final.

El elegido
El Antiguo Testamento es la historia de la elección. Es la historia de la elección de un pueblo --hombres y mujeres-- por Dios. Adán y Eva gozaban conjuntamente de los dones preternaturales. Esto se hace especialmente conmovedor en que cada uno come individualmente de la fruta prohibida. El pecado de desobediencia no le viene a uno por culpa del otro: ambos son culpables y ambos son castigados.

Sin embargo, la pérdida de los dones preternaturales y el destierro del Jardín del Edén no causa la aniquilación de la «imagen de Dios» o la dependencia de la humanidad de Dios. Adán y Eva son los procreadores, y es Eva la que reconoce que su primer hijo, Caín, es un don de Dios – «He tenido un varón con el favor de Yahvé» (Génesis 4:1). Asimismo, Eva vio la mano de Dios en el nacimiento de Set para restaurar la pérdida de Abel; es con el nacimiento del primer hijo de Set cuando los hombres empezaron a invocar el nombre del Señor (Génesis 4:25-26). Y de esta manera los hombres y las mujeres invocaron al Señor, con frecuencia con resultados mezclados de confusión, destrucción y restauración, hasta que el Señor escogió a un antepasado y a una antepasada en las personas de Abraham y Sara.

La llamada inicial a Abraham (Génesis 12:1-3) no es hecha a un individuo solamente sino también a un hombre casado (Génesis 11:29). Así, Sara es depositaria integral de la promesa del Señor de bendecir a Abraham, su progenie y su tierra. A pesar de la cobardía de Abraham al ofrecer a Sara al Faraón de Egipto (Génesis 12:10-20) y a Abimelek de Gerar (Génesis 20:1-7), el Señor la protege.

Sin embargo, la falta de confianza de Abraham en la fuerza de Dios es paralela a la falta de confianza de Sara en la promesa de Dios. Es Sara quien envía a Hagar (la egipcia) a su marido para forzar la promesa de Dios (Génesis 16:1-6); es Sara quien duda de Dios y se ríe de la perspectiva de un hijo a su avanzada edad (Génesis 18:9-15).

El intento de dar la vuelta al plan de Dios a través de la fecundidad vicarial de Hagar con Ismael es tanto una falta de Abraham como de Sara, y es rechazada por Dios. Aunque Dios muestra compasión por Hagar e Ismael, permitiéndoles participar parcialmente en las promesas hechas a Abraham (Génesis 16:7-14; 21:13-21), no habrá heredero sin la intervención directa de Dios y su reconocimiento.

Con la intervención divina (Génesis 21:1-2), Sara concibe y da a luz a Isaac. Así también, Génesis 22 cuenta el reconocimiento de Isaac por Abraham como un don de Dios en una de las más conmovedoras perícopas del Antiguo Testamento. Las bendiciones sobre Abraham y Sara son abundantes. La progenie es completa en Abraham y Sara. Sólo queda la tierra. Sara se convierte en el signo por el cual Canaán será reclamada para siempre por los descendientes de Abraham y Sara. A la muerte de Sara, Abraham compra una cueva a Efrón el Hitita en Canaán y la entierra allí (Génesis 23:1-20), puesto que resulta inverosímil que la madre y antepasada sea enterrada en suelo extranjero.

Rebeca
De igual manera, no es plausible que su hijo, Isaac, pueda casarse entre gente extranjera. Abraham lo despacha a sus parientes y a los de su mujer para encontrar una compañera aceptable, Rebeca. Isaac presenta la cobardía de su padre; como actuó el padre, actúa el hijo, Isaac está dispuesto a arriesgar la integridad de Rebeca por su propia seguridad (Génesis 26:1-11).

El papel de Isaac, a parte de engendrar a Esaú y Jacob, es pequeño en comparación con el de Rebeca. Es a Rebeca, no a Isaac, a quien Dios revela la naturaleza que lucha en su vientre, que el menor usurpará al mayor (Génesis 25:23). La preferencia de Isaac por Esaú no favorece el plan de Dios, pero el amor de Rebeca por Jacob es recompensado por la venta de la primogenitura por Esaú.

Además, gracias a sus maquinaciones, es Rebeca quien sirve de instrumento a la voluntad de Dios al obtener la bendición para Jacob en vez de para Esaú, y es Isaac quien se queda en la oscuridad ante los planes de Dios. Esaú se casa entre extranjeros, los Hititas (Génesis 26:34-35). La enemistad entre los dos hermanos, que comenzó en el vientre de Rebeca, continúa como un motivo que se repite y que causa que Jacob se refugie con los parientes de Rebeca para encontrar una esposa aceptable, Raquel.

Jacob y Raquel se convierten en los padres de las tribus que forman el pueblo hebreo. Es a través del primer hijo de Raquel, José, que la bendición, la progenie y la tierra alcanzarán un cumplimiento intermedio en Egipto. Raquel es la verdadera esposa de Jacob, aquella que él desea y ama más, y la madre de José y Benjamín. Raquel es aquella de quien Dios se acuerda al abrir su vientre con José y accediendo a su deseo por segunda vez con Benjamín antes de su muerte en el parto (Génesis 30:23-24; 35:16-18).

Además, su cuerpo se convierte en otra marca para reclamar Canaán, cuando Jacob la entierra en Belén (Génesis 35:19; 48:7). Y aunque cada tribu no está ligada a Raquel directamente, los progenitores de la prosperidad en Egipto son sus dos hijos, José y Benjamín. Sin Raquel, es imposible concebir la fortuna y fertilidad de los hebreos como la descubrimos al inicio del Éxodo.

A partir de Eva, Sara, Rebeca y Raquel se constituye y prospera todo un pueblo. Cuando es oprimido y esclavizado aquel pueblo, son las mujeres –Sifrá y Puá, las parteras, la hermana no nombrada del Faraón y la madre no nombrada de Moisés- quienes protegen al futuro líder de los hebreos, Moisés, a quien Dios escoge para guiar a su pueblo al cumplimiento de la elección en la tierra prometida, porque Dios ha oído el grito de sus súplicas (Éxodo 3:7). La elección del pueblo hebreo es precursora de la redención de todos los pueblos en Jesucristo. Y al igual que las mujeres juegan un papel vital en la elección, también juegan un papel vital en la redención.

El redimido
El Nuevo Testamento es la historia de la redención. Es la historia de la redención de todos –hombres y mujeres- por Dios. En el centro de la redención, por supuesto, está el Redentor, Jesucristo, uno con el Creador, el Padre, y el Santificador, el Espíritu Santo. Los santos evangelios tienen como objetivo describir las palabras y hechos inmediatos del Redentor, así como otros libros cuentan las palabras y hechos de sus apóstoles y discípulos.

Hablar de cualquier persona, hombre o mujer, después de la venida del Verbo encarnado, es hablar de él o de ella en relación con dicho Verbo. Específicamente, los evangelios hablan de una serie de hombres y mujeres en la vida y obra de Jesús, en donde la elección del Padre es transubstanciada en la Redención por el Hijo a través del Espíritu Santo.

No hay mayor exaltación de la raza humana que el hecho de que el Hijo de Dios se haga hombre y nazca de mujer. No hay ser humano más cercano a Dios que su madre, María, quien como Theotokos lo lleva en su seno con un amor más allá de las palabras. María es la mujer más importante en el orden creado y por fuerza la más importante mujer de la Biblia.

María es la «nueva Eva», con cuyo fiat el plan de Dios para la redención se pone en marcha para que las faltas que comenzaron con la primera Eva puedan ser expiadas en su Hijo. Es en el momento de su obediencia sacrificial en la Cruz cuando Jesús confía la Iglesia a su madre y su madre a la Iglesia (Juan 19:25-27). Esta exaltación de su madre manifiesta la importancia de las mujeres en su vida y provee el paradigma de su relación de respeto y compasión con las mujeres.

Hay mujeres en los momentos más significativos de la vida de Jesús. Isabel, con Juan Bautista todavía en su vientre, es la primera mujer (además de María) en adorarlo y en reconocer el cumplimiento de la promesa de Gabriel a María (Lucas 1:42-45).

Y es la voz de Raquel la que entona el luto por los Santos Inocentes (Mateo 2:16-18; ver Jeremías 31:15; 40:1), cuya matanza por Herodes es la prefiguración del rechazo de Israel y del asesinato del Mesías en la Cruz. Hay más mujeres que hombres a los pies de la cruz (Mateo 27:55-56; Marcos 15:40-41; Lucas 23:49; Juan 19:25-27).

Se recuerdan más las actividades de las mujeres ocurridas inmediatamente después que las de los hombres (Mateo 27:61; Marcos 15:47; Lucas 23:55-56; ver Juan 19:40-42). Las mujeres están entre los primeros testigos de la Resurrección (Mateo 28:1-6; Marcos 16:1-12; Lucas 24:1-12; Juan 20:1-2, 11-18). Por lo tanto, las mujeres están presentes de manera substancial en la Encarnación y en la Redención.

Hay también mujeres que son muy significativas en el ministerio terrenal de Jesús como beneficiarias de su respeto y compasión. Según Lucas (8:1-3), había muchas mujeres discípulas de Jesús, que viajaban junto con Él.

De hecho, el recuerdo de la presencia de Jesús en la casa de Marta y María, donde Jesús tendría más mujeres escuchando sus enseñanzas que ocupándose de otras cosas, ilustra el respeto de Jesús por las mujeres (Lucas 10:38-42; ver Juan 11:1); puesto que deben cooperar en su propia salvación, las mujeres necesitan aprender de Jesús tanto como cualquier otra persona.

De igual manera, las mujeres necesitan reformar sus vidas. Juan (4:7-42) recuerda el respetuoso encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Queda claro que Jesús sabe que ella es una samaritana, y muy pecadora, pero él no la regaña. Por el contrario, le explica quién es Él y lo que significa su venida. Los discípulos de Jesús no lo entienden, pero el Señor sabe exactamente con quién está tratando y a través de esta mujer muchos samaritanos llegaron a creer (Juan 4:39).

Jesús pone también de relieve la generosidad y ejemplo de una pobre viuda como una lección para sus discípulos (Marcos 12:41-44; Lucas 21:14). Quizás el retrato más llamativo del respeto de Jesús por las mujeres (y amor por las pecadoras) se dibuja cuando pone a una prostituta como un ejemplo para Pedro (Lucas 7:36-50). En la cena en la casa de un fariseo, una prostituta limpia los pies de Jesús con sus cabellos y lágrimas y los unge con aceite. Lucas indica que es el fariseo el que cuestiona a Jesús en su interior, pero es a Pedro a quien se dirige la lección sobre el pecado y el perdón.

De esta manera, la compasión de Jesús por las mujeres es ilimitada. Él levanta a la hija de Jairo de la muerte (Mateo 9:18-19, 23-26; Marcos 5:21-24, 35-43; Lucas 8:40-42, 49-56) y al hijo de la viuda de Naín (Lucas 7:11-17). Al ver a una mujer doblada por la enfermedad, no puede dejarla sin curar, aunque ella no pidió su compasión e incluso auque el hecho pueda levantar la ira de algunos al realizarse en Sábado (Lucas 13:10-13; ver Mateo 12:11-12; Juan 5:1-18). La compasión de Jesús por las mujeres no se limita a las hijas de Israel, puesto que Jesús arranca un demonio de la hija de una mujer sirofenicia (Mateo 15:21-28; Marcos 7:24-30).

Posiblemente el momento en que más se mueve a compasión Jesús tiene lugar en Juan 8:1-11. Jesús está enseñando en el templo cuando los escribas y fariseos le llevan a una mujer que había sido sorprendida en adulterio; su intención es apedrearla, porque su culpabilidad está clara y la ley de Moisés así lo prescribe.

Pocas son las palabras de Jesús: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». A sus palabras, ellos se marchan, pero la mujer se queda de pie frente a él. Y Jesús dice a la mujer adúltera palabras que resumen su compasión hacia la raza humana que Él redime – «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».

El testimonio bíblico de las mujeres
El escenario del testimonio bíblico de las mujeres muestra cómo comparten íntimamente con los hombres los momentos bíblicos más significativos. En todos, por lo que resulta vano intentar separar el testimonio de las mujeres del de los hombres o viceversa. Los acontecimientos bíblicos transcendentales de la elección y de la redención no tienen diferencias de sexo; son momentos de una identificación entre Dios y la humanidad que como mejor se entienden es de acuerdo a una experiencia humana unificada, más que de acuerdo a alguna posible forma de tensión entre el hombre y la mujer.

Sin embargo, en el momento en que podemos distinguir las figuras bíblicas para aprender de los éxitos o errores de nuestros predecesores en la fe, nos damos cuenta que tenemos mucho que aprender del testimonio de las mujeres bíblicas. Tres temas generales resultan evidentes: el lugar de la humanidad en la elección de Dios, el lugar de la humanidad en la redención del Señor; y la fundamental dignidad de la humanidad.

Primero, los hombres y las mujeres son instrumentos en la elección de Dios desde los inicios. La historia del acto creativo de Dios es tanto una historia sobre Eva como sobre Adán. La preparación del pueblo elegido por Dios es tanto una historia sobre Sara, Rebeca y Raquel como sobre Abraham, Isaac y Jacob. Todo lo que comienza con la teofanía de Dios a Moisés en Éxodo 3 se ha preparado en concierto con los hombres y las mujeres de su elección, para que Israel pueda convertirse en «un reino de sacerdotes, una nación santa» (Éxodo 19:6; ver Isaías 61:6).

El Antiguo Testamento proclama un principio divino sobre la preocupación de Dios por su creación. Es una preocupación que coloca a los seres humanos –tanto hombres como mujeres- en una relación con Él, gracias a la cual pueden participar en una asociación con Él, a pesar del pecado original y anticipar su redención por Él en la persona de su Hijo.

Los hombres y las mujeres participan en igualdad en su promesa de bendición, de progenie y de tierra hecha a Abraham. También son herederos en su significado más profundo de la promesa inicial, una realidad velada en el Antiguo Testamento y revelada en el Nuevo: que obtendrán no sólo bendición sino también la redención, no sólo progenie sino también vida eterna, y no sólo tierra aquí sino también un hogar en el cielo.

Segundo, los hombres y las mujeres son instrumentos en la redención del Señor. Al igual que Dios permitió su participación en el Antiguo Testamento, también permite su participación en la vida y la labor terrenal del Redentor. Dado el carácter único de la persona y naturalezas –divina y humana- de Jesús, no existe analogía alguna con cualquier hombre o mujer que resulte ilustrativa, ni hay hombre o mujer que se le pueda comparar.

No importa lo digno que se vuelva un hombre o una mujer por su imitación de Cristo, no importa cuánto merezca un ser humano la dulía, la latría sólo se debe a Dios –Padre, Hijo y Espíritu. Sin embargo, con relación a esto, la Bienaventurada Virgen María se queda sola en medio de los seres humanos. Su papel clave en la elección y en la redención es singular. Por la divina providencia, María merece nuestra hiperdulía. Como Eva era «la madre de todos los vivientes» (Génesis 3:20) en un sentido natural, María es la madre del Redentor y madre de los redimidos, es decir, «la madre de todos los vivientes» en un sentido sobrenatural.

La elección llega a su plenitud de manera maravillosa en la redención. Por eso, Pedro puede reinterpretar correctamente la comprensión de Éxodo 19:6 por la que Israel se constituye en el nuevo Israel, la Iglesia, «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (1 Pedro 2:9). En la nueva situación, como apunta Pablo, «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Gálatas 3:28-29).

Finalmente, la bondad del Señor para su pueblo, hombres y mujeres, ejemplifica la realidad de la dignidad humana en el orden creado. Desde el principio, hombres y mujeres fueron hechos a «imago Dei», y gracias a la Encarnación todos los hombres y mujeres están invitados a participar de los frutos de la Pasión y la Resurrección. La imagen que nos presenta el Antiguo Testamento de las mujeres hace obvia el respeto y compasión de Dios por ellas.

Con respecto a nuestra edad contemporánea, al comenzar el tercer milenio del cristianismo, las mujeres deben ver su papel en la historia de la salvación como algo crítico para la revelación y redención de Dios. Las mujeres necesitan centrarse en los beneficios de Dios para con ellas, especialmente en su elección de una mujer como la madre de su Hijo. La cima de la gratuidad de Dios y el testimonio colectivo de la Biblia demuestran la importancia de las mujeres en la voluntad salvífica de Dios.

Desde el principio, hombres y mujeres han sido llamados a la unión con Dios. De hecho, es una mujer, hablando a otras mujeres, quien resume todo el testimonio bíblico presentado a la humanidad, cuando Isabel dice a María: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lucas 1:45).

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