Se llamaba Louis-Ferdinand Destouches y había nacido en 1894, en Courbevoie, Francia, el 27 de mayo. No fue la suya una trayectoria semejante a la de sus colegas escritores. Nunca estuvo cerca del círculo que animaba la Nouvelle Revue Française. Ni participaba en tertulias literarias. No colaboraba en revistas ni en periódicos. Su vida sería excéntrica. Sus padres habían decidido que su ocupación serían los negocios y lo enviaron al extranjero a estudiar idiomas. Por tal razón estudió en Inglaterra y Alemania. Pero la Primera Guerra Mundial alteró todos los planes. En 1912, a los 18 años, se alistó en el ejército. La guerra no fue un paseo. Descubrió un horror inédito: el gas venenoso y las armas automáticas, las terribles ametralladoras, que en cuestión de segundos podían causar cientos de bajas. El campo de batalla era la suma de una masacre. Su saldo: la visión intolerable de cuerpos destripados, heridas infectadas, barro teñido de sangre. Para él ese espectáculo nada tenía de heroico. ¿Qué sentido tenía tanta muerte? De las acciones bélicas nació su visión nihilista de la vida.
El soldado Louis-Ferdinand Destouches resultó seriamente herido y sufriría de dolores de cabeza el resto de su vida. Se le otorgó una medalla por sus servicios distinguidos y recibiría una pensión por invalidez. Viajó a África para trabajar para una compañía maderera. Sufrió allí la pesadilla del clima y la pequeña fauna. Y presenció los horrores del colonialismo. Pero no se erigió en apóstol de ninguna reivindicación. Regresó a Francia enfermo de malaria y con una infección intestinal. Luego de su recuperación estudió medicina en la Universidad de Rennes y recibió su grado por la Universidad de París en 1924. Su tesis de doctorado se basó en el estudio de la vida y obra de Philippe-Ignace Semmelweis, un médico húngaro que había descubierto cómo prevenir la fiebre puerperal. Ahora era el doctor Destouches e inició una vida itinerante. Ingresó como médico en la Liga de las Naciones en 1925 y viajó por Suiza, Camerún, los Estados Unidos, Cuba y Canadá. De regreso en Francia, en 1931, se dedicó a su profesión en la clínica municipal de Clichy, un barrio pobre de la periferia de París. Los pasos de Destouches eran errantes. Empezó a sumar experiencias negativas. Todos los días convivía con la miseria y el dolor, con vidas sin esperanza, con existencias que despreciaba. La vida tenía como destino la nada y gustó de asumir el papel de provocador. Empezó a acusar a los judíos de todos los males. Había contraído ya nupcias durante su estancia en Londres, y se había divorciado. Su excentricidad lo llevaba a la contradicción y a la paradoja. En aquellos años de médico en Clichy se hizo amante de una joven instructora de gimnasia de origen judío. A pesar de la ruptura de su relación sentimental el Dr. Destouches sostuvo con ella un diálogo epistolar. Cada vez empezó a hacer más manifiesto su antisemitismo. Se dijo objeto de persecución por parte de los judíos. El nihilismo se había adueñado ya de su pensamiento. Sólo importaba el aquí y el ahora. Eso lo reflejará en su novela, Viaje al fin de la noche: “Aquellos que hablan de futuro son unos canallas. Es el presente lo que cuenta. Evocar la posteridad de uno es pronunciar un discurso dirigido a los gusanos”.
El doctor Destouches además de atender enfermos dedicó su tiempo a la redacción de una novela basada en las experiencias vividas. El doctor Destouches iniciaba una vida secreta: la del escritor salido de la nada. A su novela le puso el título Viaje al fin de la noche. La editorial Gallimard la rechazó. Para los dictaminadores de la editorial eran demasiado insolentes y violentos la trama y su lenguaje. Corrió la misma suerte en otras editoriales. El doctor Destouches no se resignó a permanecer inédito, abrió su cartera y pagó a un impresor. Así se publicó por primera vez Viaje al fin de la noche, con la firma de un tal Louis-Ferdinand Céline que terminaría, ante su éxito, encontrando acomodo en el catálogo de Gallimard.
El doctor Destouches se distanciaba del escritor mediante la adopción de un nome de plume: cambió su apellido por el de Céline, el nombre de su abuela. El doctor Destouches nunca imaginó la dimensión que adquiriría la celebridad del escritor Céline. La novela iba a constituir un hito en la literatura francesa. Habría un antes y un después de esa novela. Céline era la novedad de una vanguardia no imaginada hasta entonces. Céline iba ser la encarnación de una figura de las letras que no respetaba las reglas sociales ni los buenos modales.
Se engolosinó pronto con su papel de figura de escándalo. La novela ponía en el mapa de la novela francesa a un personaje inolvidable, Ferdinand Bardamu, el alter ego del doctor Destouches. Bardamu se proclamaba anarquista y predicaba la venganza social: “Un Dios que cuenta los minutos y los centavos, un desesperado Dios sensual, que gruñe como un cerdo. Un cerdo con alas doradas, que cae y cae, siempre panza arriba, listo para ser acariciado, eso es él, nuestro maestro. Ven, bésame”. Céline relata las peripecias de Bardamu por las trincheras de la Primera Guerra Mundial, sus experiencias en África a cargo de un puesto comercial, el mundo infernal de la fábrica Ford y su regreso a París, donde se dedicó a la práctica de la medicina. En cada giro de su alucinante travesía el narrador se encuentra de frente con la estupidez, el sufrimiento y la crueldad. El lenguaje que utilizaba Céline era radical en cuanto a la norma entonces en uso. El argot, las malas palabras, los neologismos y los arcaísmos formaban la sustancia de ese lenguaje. Se estaba en presencia de una nueva forma de narrar y de una temática que se atrevía a todo. No era la novela escrita con la ineptitud del principiante o la inhabilidad de quien no ha tenido la escritura como oficio. Era el fruto de un escritor de quien pronto se reconoció su talento. Un escritor salido de la nada que entendía con gran lucidez que la crisis de su tiempo debía reflejar también la crisis del lenguaje. Recibió el elogio unánime: de Léon Daudet así como de Bernanos; Trotsky, entonces en su exilio parisino, quedó impresionado por la fuerza de la narración, la velocidad de la prosa y la aspereza del lenguaje empleado.
Su celebridad se construyó en los años de la década bárbara, los años treinta: ascenso del fascismo y de los nazis. La celebridad amplificó los juicios negativos de Céline. La palabra iba a ser su arma de batalla particular. Cruzado del antisemitismo, señor de la intolerancia y la intemperancia. Era un genio, sin duda, pero tenía una fascinación por mojar su pluma en la tinta del lado malo de la historia. El desenlace de la Segunda Guerra Mundial le daría algunas lecciones amargas.
Céline, que apareció en la escena literaria en 1932, el médico pobre que daba consultas en un dispensario, era el primer escritor que al sentarse a escribir su célebre novela, no tenía en mente el sentimiento trágico de la vida ni la sublimación del dolor y los destellos del heroísmo por una buena causa. Él haría reencarnar en el siglo XX el espíritu satírico de Rabelais. Para dar testimonio de la parte sombría de la vida, de su lado oscuro, recurrió a la forma de la comicidad y de la burla. En él toda la realidad del hombre sólo provoca una risa cuyo referente son los bajos instintos y la crueldad. La comicidad como visión del mundo. Tal era su poética. Rabelais como el maestro que lo lleva de la mano en su descenso a los círculos del infierno. Dante sin un dios sublime que promete el cielo. El sinsentido revela lo absurdo del mundo, un mundo que es expresado con bufonería y sátira. El hombre puede ser asimilado a ese trozo de carne en el rastro que aún cuelga de un gancho y que gotea sangre. No la carne (la chair) al servicio de la adoración sagrada, sino la carne (la viande) sacrificada para el alimento. ¿Por qué la novela se convierte en un desafío para el traductor? Porque en su burla, en su devoción por lo grotesco, Céline hace hablar a la lengua francesa en un tono hasta entonces desconocido, retorcido, con frecuencia inextricable. La hazaña lingüística de Céline es única en el ámbito de idioma. El general Entrayes deriva su nombre de “entrañas”, las tripas, las vísceras, que no nos remiten a los sentimientos nobles sino a la vulgaridad y lo grotesco. Sus juegos de palabras tienen que ver con la lengua racista e injuriosa de los colonos. Como médico conocía bien los mecanismos de las vísceras: riñones, hígados, intestinos. Cuando esa máquina biológica que llamamos cuerpo sufría una disfunción, la respuesta de Céline fue la risa que transforma en caricatura cuanto narra. Su oído capta impecablemente las posibilidades de aliteración de las palabras y su particular sonoridad. Da muestras en todo momento de ser un maestro de un estilo inventado por él.
La importancia de Céline como escritor radica en que dio carta de ciudadanía a un lenguaje particular, de una clase social particular, que se llama argot y que era la mejor expresión de una marginalidad en el campo de lo literario. Céline ponía ese argot en el centro de su proyecto narrativo. Antes de él, ni los más atrevidos vanguardistas habían sido tan radicales.
Pero los experimentos lingüísticos y narrativos no se circunscribían al ámbito de la ficción. También servían para que el ciudadano Destouches-Céline hiciera alarde de su enorme capacidad para el insulto y la diatriba. Su mundo de negación y nihilismo no quedaba confinado a las páginas de sus escritos. En su momento hizo migas con los nazis, le pareció cómico el sufrimiento de los judíos y se burló del patriotismo de sus conciudadanos.
Pero no fue digno en su derrota. Por suerte se salvó del paredón de fusilamiento. Se refugió en Dinamarca y fue blanco del desprecio de sus compatriotas. Militante activo del antisemitismo y novio de la muerte, como lo había sido el general Millán Astray, prefirió, antes que la disculpa y el arrepentimiento, el pretexto y la coartada. Él que despreciaba a los escritores, al final de su vida insistió en que se le considerara uno de ellos, pues un decreto eximía de culpa a quienes habían escrito ficciones en alabanza del enemigo, y no así a los periodistas, obligados a la objetividad.
Céline se había basado en Rabelais para poner en primer plano la tradición de la risa y la burla que es de origen popular. Ese único momento de liberación para un pueblo sometido a las estrictas leyes de un orden que imponía la autoridad religiosa era el carnaval, la fiesta presidida por lo grotesco y lo cómico, cuando se podía maldecir e injuriar sin peligro, cuando se podía hacer burla de los símbolos religiosos, hacer gestos obscenos y emplear palabras prohibidas. En la fiesta del sinsentido la muerte era un hecho grotesco y en el altar se podían cometer todos los excesos de la gula y del cuerpo. Luego todo volvía a recobrar el orden suspendido. Lo sagrado volvía a tomar su lugar. La aportación de Céline a la visión de Rabelais fue considerar que una vez concluida la fiesta no había un regreso al orden impuesto por las autoridades religiosas y civiles; la fiesta continuaba para él como un viaje hacia la nada, un viaje hacia el fin de la noche. La Primera Guerra Mundial le había revelado que la muerte había sido despojada de su manto sagrado.
La tragedia y la desventura de Céline fue haber descubierto que era dueño de un gran talento literario que tenía como divisa la violencia lingüística y el desprecio a sus semejantes. No se ha querido hacer suficiente hincapié sobre el hecho de que si se le han negado los honores en el cincuentenario de su muerte fue porque no quiso renunciar a las razones de su nihilismo. Fueron crueles sus palabras y son muchos los cadáveres que convoca su memoria.
El escritor Céline falleció el 1 de julio de 1961. Han pasado cincuenta años, quizá nunca se le pueda conceder el perdón.
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