Quiénes son más patriotas, ¿los que aman a la patria porque no les gusta, o los que aman a la patria porque les gusta?". Mientras veo en Gijón la exposición dedicada a Jovellanos, con motivo del bicentenario de su muerte, recuerdo estas palabras de Larra. Una magnífica muestra sobre la vida y obra del ministro de Carlos IV que, por cierto, está pasando desapercibida, lo mismo que la efeméride de quien, según Clarín, fue patriota, sabio, algo poeta, pedagogo, estadista, escritor en prosa de los mejores y mil cosas más. Jovellanos fue, sin lugar a dudas, un patriota que amó a España porque no le gustaba. No le gustaba su clase dirigente (el absolutismo de reyes incapaces y la villanía de validos como Godoy); no le gustaban instituciones como la Inquisición; no le gustaba el atraso cultural, educativo, científico y económico, entre otras muchas cosas. Jovellanos no era un liberal como Quintana, Blanco White, Toreno, Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano o Argüelles (por quienes siempre fue muy respetado), sino un ilustrado reformista del antiguo régimen. Un intelectual independiente y progresista que buscó, sin conseguirlo, un cambio desde dentro de las estructuras del poder. Convencido de sus principios y de lo que había que hacer, lo intentó infructuosamente. Combatió a la Inquisición y se adentró en el proyecto de una reforma universitaria, antecedente del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, indispensable para la modernización del país.
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Fue un ilustrado reformista del antiguo régimen. Buscó un cambio desde dentro
Era una persona tan recta que llegó a enfrentarse a la Reina y al inmoral Godoy
Blanco White, en la tercera de sus Cartas de España, escribía que hasta 1770 las universidades españolas habían continuado en una situación digna del siglo XIII. Jovellanos y Blanco White pensaban que pocas ventajas tenía un joven universitario en España, pues la Inquisición estaba constantemente al acecho y le impedía formarse con la suficiente libertad. Leer y escribir en nuestro país era algo sumamente peligroso. Blanco White, por estos motivos, hace una defensa encendida del autodidactismo frente a la tiranía intelectual. Blanco White incide en aspectos tan devastadores como la ignorancia, el fanatismo y la superstición. El informe de Jovellanos sobre la ley agraria, deudor de las tesis liberales de Adam Smith, traducido al francés, inglés, italiano y alemán, y ensalzado por Marx en uno de los artículos publicados en el año 1854, en The New York Daily Tribune, estuvo en el índice de libros prohibidos. Por cierto, el filósofo alemán, en estos artículos sobre la España revolucionaria, se refería a Jovellanos como "un amigo del pueblo". El mismo Blanco White, en la misma carta tercera, comentaba su necesidad de leer para ser feliz y las pocas oportunidades que había en España de "tropezarse con un libro bueno".
En la exposición titulada La luz de Jovellanos hay una importante reconstrucción de la biblioteca y hemeroteca del escritor que nos da una clara idea de su amplia cultura. Libros de autores clásicos y contemporáneos suyos, literarios y científicos, así como de autores extranjeros en su propio idioma, por ejemplo, David Hume. Tradujo textos del inglés y, entre otros, la Iphigenia de Racine del francés. Godoy había nombrado a Jovellanos ministro (en aquella época se denominaba secretario) de Gracia y Justicia en el año 1797 y, nueve meses después, lo cesó. No se equivocó cuando, en su Diario, Jovellanos anota lo siguiente: "Voy a entrar en una carrera difícil, turbulenta, peligrosa, mi consuelo es la esperanza de comprar con ella la restauración del dulce retiro, en que escribo esto. Haré el bien, evitaré el mal que pueda. ¡Dichoso si conservo el amor y opinión del público que pude ganar en la vida oscura y privada!". Honrado, desinteresado, repleto de ideas, pero fracasó. ¿Por qué lo cesaron? Aunque sus enemigos más reaccionarios lo acusaron de ateísta, hereje, enemigo -y lo era- de la Inquisición, probablemente influyeron más asuntos ridículos relacionados con el libertinaje de la Corte, algo semejante a lo que le sucedió en la antigüedad a Ovidio. Siguió el mismo destino de persecución, arresto y destierro que otros políticos e intelectuales como, por ejemplo, Meléndez Valdés. Es decir, el "ideal poético" de Blanco White, desterrado en Zamora y Salamanca y muerto en Montpellier en 1817, del que su discípulo Manuel José Quintana había dicho que pertenecía a esa clase de hombres que espera del adelantamiento de la razón la mejora de la especie humana. Un triste destino compartido también por Floridablanca, Aranda, Malaspina o, entre otros, Francisco Arias de Saavedra, ministro de Hacienda en la época de Jovellanos e íntimo amigo suyo. Curiosamente, de ambos, como ministros, no habla demasiado bien Blanco White. El escritor sevillano se desvivió siempre en alabar la obra y la personalidad del asturiano, pero, en la carta décima, al lado de esas exaltaciones, califica a Saavedra como incapaz de tomar una decisión y a Jovellanos como poco diestro en el trato con la Corte y, en algún sentido, poco atrevido a la hora de tomar resoluciones drásticas. Galdós lo reivindica en Los episodios nacionales, en La corte de Carlos IV, contraponiéndolo a Godoy. Lo describe, muy acertadamente, enredado en mil hilos. Era una persona tan recta que llegó a enfrentarse a la Reina y al inmoral Godoy. Estas virtudes, que contribuyeron a su desgracia, las subrayaba Blanco White en la carta décima ("su irreprochable conducta pública y privada en todas las etapas de su vida, la urbanidad de sus maneras y la clásica elegancia de su conversación lo convierten en un admirable ejemplo del antiguo caballero español"). Más adelante, el epistológrafo insistía en señalarlo como "hombre extraordinario y admirable". En su Diario, Jovellanos no dejó, desgraciadamente, referencias a esta época. En la exposición actual de Gijón hay una carta de Blanco White, escrita desde Londres, a M. Flórez de Méndez al saber la noticia de la muerte del polígrafo asturiano. "El amargo fin", dirá Blanco White, "de tan sabio y tan excelente hombre debe causar una impresión profunda en el corazón de todos los españoles; de desconsuelo en los que lo amaban, y de cruel remordimiento en los que causaron la infelicidad de sus últimos días". También se muestra un artículo suyo, "Fallecimiento del señor Jovellanos", publicado en El Español, en donde comenta: "Bien sabe Dios que no escribo sin lágrimas estos renglones. ¿A quién no las arrancará en este caso ya el dolor de la pérdida, ya la compasión, o ya el remordimiento? No hay un solo español que no las deba, por uno de estos títulos, al ilustre y desgraciado personaje que acaba de terminar sus días". Habiendo entrado las tropas francesas en Asturias, Jovellanos se embarcó y en Puerto de Vega, en Navia, en medio de una tormenta, falleció. Tenía 67 años y era el mes de noviembre del año 1811. Siete años de su vida, de 1801 a 1808, después de haber estado desterrado en Gijón, los pasó preso en el castillo de Bellver, en Mallorca, sin acusación alguna, hasta que otro monarca infausto como Fernando VII, nuevo rey de España después del Motín de Aranjuez, lo liberó. La Inquisición y el ministro Caballero fueron los ejecutores de aquel castigo y prisión cruel. Dicho ministro había enviado a las universidades españolas una orden prohibiendo el estudio de la filosofía moral porque "su Majestad no tiene necesidad de filósofos, sino de súbditos buenos y obedientes".
Como miembro de la Junta Central, creada para hacer frente a la invasión napoleónica, tuvo sus más y sus menos en la redacción de la Constitución de Cádiz, aunque él no la vio aprobada. Discrepancias, más que nada, sobre la soberanía nacional y la bicameralidad. Ante todo, Jovellanos fue un intelectual independiente, progresista, incapaz de traicionar sus principios éticos y morales en un ambiente de corrupción y desatino, en medio de una monarquía absolutista a la deriva en manos de un rufián apodado con el título de Príncipe de la Paz. A España, a lo largo de los siglos, le han sobrado siempre príncipes de la paz. Gobernantes incultos, soberbios y sumisos a todo lo que significara mantenerse en el poder a toda costa. Marañón entendió muy bien a este patriota que amó a su patria porque no le gustaba, y él mismo, otro intelectual en tiempos difíciles y muy semejantes a los de Jovellanos, se declaró jovellanista: "Yo no hubiera sido ni patriota absolutista, ni liberal de los de Cádiz, ni afrancesado, yo hubiera sido jovellanista", llegó a declarar.
Esta exposición debería ser visitada por todos los jóvenes españoles que no saben nada de Jovellanos, de Blanco White, de Larra, así como de tantos otros conciudadanos que sufrieron los horrores y abusos del poder, y gracias a los cuales hoy nuestro país es democrático.
César Antonio Molina es escritor y fue ministro de Cultura.
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