Imaginen la escena: un juez abrumado, la sala desbordada de curiosos y en el banquillo unos desconocidos llamados, por ejemplo, Cervantes, Jack London, Verlaine, Chester Himes, Jean Genet, Althusser, Álvaro Mutis, Gregory Corso o Jack Kerouac... Imaginen el grosor de los expedientes, sin tener en cuenta, además, los que pudieran hacer referencia a cuestiones políticas ni sexuales. No se trata, en este caso, de censura ideológica ni de amores que no se atreven a decir su nombre. Imaginen también el miedo, la ingenuidad de algunos acusados y la maldad de tantos rivales literarios que celebran el mal ajeno. La sala se va llenando, y el juez pide silencio, mientras sube al estrado el primer acusado, primus inter pares en todos los sentidos: Miguel de Cervantes, (1547-1616), encarcelado en dos ocasiones por supuesta estafa.
Marcado por la desdicha, tras años de calamidades y nada ligero de equipaje (Lepanto, cinco años de cautiverio en Argel, un matrimonio desdichado y numerosas pendencias literarias), en 1587 Cervantes fue designado comisario real de abastos (recaudador de especies) para la Armada Invencible. Y su suerte no cambió: en 1592, en Castro del Río fue encarcelado acusado de vender parte del trigo requisado, y en 1597, siendo recaudador de impuestos, volvió a dar con sus huesos en la trena de Sevilla durante cinco meses. ¿La causa? Simón Freire, el banquero que custodiaba lo que el escritor recaudó, quebró según unas fuentes o huyó con el dinero, según otras. Fue entonces cuando comenzó a escribir El Quijote, en esa “cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento”.
Cervantes acabó demostrando su inocencia, algo de lo que no podía presumir, en ningún caso, François Villon (1431-?), el mejor poeta francés del siglo XV. ¿Cargos? El asesinato del religioso Philippe Sermoise, un rival de amores, en 1456. Poco después participó en el hurto del Colegio de Navarra y prosiguió sus fechorías en el valle del Loira, donde fue encarcelado en 1461. Liberado meses después, volvió a París y escribió Le Testament, pero fue arrestado de nuevo en 1462; torturado y condenado a la horca, en 1463 se le conmutó la pena por 10 años de destierro de París. Lógicamente, no se volvió a saber de él...
Chatterton, el falsificador
De Ben Jonson (1572-1637), en cambio, se sabe todo: que fue uno de los padres del teatro inglés y que en 1598 fue encarcelado por matar al actor Gabriel Spenser en un duelo. Lo mejor fue su forma de huir de la prisión. Convertido al catolicismo, obtuvo el llamado beneficio de clérigo, una suerte de amnistía por recitar un verso bíblico en latín ante el tribunal.
Si Cervantes fue acusado de desfalco y Villon y Jonson de asesinato y robo, lo de Thomas Chatterton (1752-1770) no pasó de un juego literario tan precoz como genial: con once años falsificó su primera obra maestra del medievo, la égloga Eleonure y Juga, asegurando que se trataba de un viejo manuscrito del siglo XV de un supuesto monje medieval llamado Thomas Rowley. Después vendrían poemas, baladas, biografías y dramas. Para hacer más creíble el embuste, Chatterton avejentaba el papel untándolo con ocre y restregándolo contra el piso de ladrillo, y llegó incluso a componer un diccionario Rowley-Inglés/Inglés-Rowley, pero pronto comenzaron las sospechas de fraude y el falsario acabó envenenándose con apenas 18 años.
Verlaine, preso por amor
Dos años menos, dieciséis tenía Arthur Rimbaud cuando fue a vivir con Paul Verlaine y su mujer, embarazada, en 1871. Los poetas huyeron a Londres y Bélgica, pero en 1873, en Bruselas, Verlaine dio fin a esta atormentada relación amorosa disparando en la muñeca a Rimbaud, y fue condenado a dos años de prisión, que cumplió en Bruselas y en Mons.
Nuestro siguiente culpable ha pasado a la historia como “pintor, escritor y asesino”. Admirado por los más selectos círculos intelectuales ingleses de principios del XIX, Thomas Griffiths Wainewright (1794-1847) fue conocido como el envenenador de Londres: celebrado por la élite cultural de la época, hizo un seguro de vida a su cuñada por 18.000 libras meses antes de que muriese, por casualidad, envenenada. El problema fue que le encontraron considerables dosis de estricnina y la policía acabó descubriendo que había asesinado también a su hermano, a un tío y a su suegro.
Mucho más inocente resultó Henry David Thoreau (1817-1862), que pasó un día en la cárcel, el 23 de junio de 1846, por negarse a pagar los impuestos dedicados a sufragar la guerra contra México. Fue, escribió, “una novedad interesante”. La guerra le parecía injusta, por lo que proclamó que “bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el lugar en el que debe estar el hombre justo es la prisión”.
A veces los escritores-delincuentes tienen mucho cuento, y se convierten, como en el caso de O'Henry, en maestros del género tras su paso por la prisión. Su verdadero nombre era William Sydney Porter (1862-1910) y simultaneaba su trabajo en el First National Bank con el alcohol, sus escritos en un semanario humorístico llamado The Rolling Stone, y una desdichada vida familiar. Acusado en 1895 de desfalco, no ayudó mucho a sus defensores al huir en julio de 1896 rumbo a Honduras. La noticia de que su mujer estaba agonizando le hizo regresar a Estados Unidos, donde fue juzgado y condenado a cinco años de cárcel, aunque sólo cumplió tres por buena conducta: mientras, escribía los relatos a los que debe su fama.
Sólo tres años después, en 1894, el novelista Jack London (1876-1916), pasó un mes en la cárcel de Erie County en Buffalo (Nueva York) por vagabundeo. Una experiencia traumática porque, como escribió en The Road, “La manipulación del hombre fue solo uno de los menores horrores no aptos de mención, para evitar ofensas morales, de la penitenciaría”.
El paso por la cárcel transformó a London, pero no tanto como a Chester Himes (1909-1984); expulsado de la Universidad de Columbus en 1926 por robo, sólo dos años después era condenado a veinte años de cárcel por atraco a mano armada. En la cárcel consiguió una máquina de escribir ,y leyendo a Dashiell Hammet se convenció de que al menos “podía hacerlo igual que él. Cuando mis relatos comenzaron a ser publicados, los otros reclusos pensaron exactamente lo mismo”. Liberado en 1935, la publicación de su primera novela en 1945 le consagró como un genio de ese género negro que tan bien conocía.
Otra perla del crimen fue Jean Ray, seudónimo de Jean Raymond Marie de Kremer (1887-1964), escritor belga de relatos de terror que fue sentenciado a seis años de cárcel por desfalco (y liberado dos años después), dejando atrás acusaciones de tráfico de armas y alcohol. Eximio mentiroso según algunos, sus amigos le consideraban “uno de los últimos piratas”, y él convirtió la historia de su vida en su mejor ficción.
Quien nunca renegó de sí mismo ni tuvo que reinventarse fue Jean Genet (1910-1986), “rebelde absoluto” y ladrón precoz desde los diez años. Para él, “lo sagrado era el sacrilegio contra los valores ensalzados por la moral y su inspiración, el crimen, la homosexualidad y la traición, trinidad en torno a la cual”, según apunta Javier Memba, “gira su obra”. Genet consideraba el robo como una vocación sagrada y, fiel a sí mismo, fue encarcelado en numerosas ocasiones por robo, prostitución y pederastia...
Los delincuentes beats
Al menos Genet no fue acusado de asesinato, mientras que otros autores hoy olvidados pero popularísimos en su día, como Alfonso Vidal Planas (1891-1965), acabaron entre rejas, tras disparar en este caso concreto, el 2 de marzo de 1923, en una taberna, a un periodista llamado Luis Anton del Olmet. Condenado a 12 años de prisión, fue absuelto 3 después y al acabar la condena se exilió.
Mención especial merece la generación de poetas beats que revolucionó la literatura del siglo XX: ninguno de sus miembros más destacados se libró de la cárcel. El primero en subir al estrado ahora es Jack Kerouac (1922-1969), acusado de encubrir a Lucien Carr, compañero de cuarto de Allen Ginsberg (1926-1997) en la Universidad de Columbia en los años 40 y que conoció a Kerouac a través de la novia de Jack, Edie Parker. Carr asesinó a puñaladas a David Kammerer en 1944, y se declaró culpable. Kerouac fue condenado por encubridor, pero, tras pagar una fianza de 2.500 dólares recuperó la libertad. Años más tarde Ginsberg era detenido al encontrar la policía material robado en su piso. El poeta pudo eludir la cárcel pero no el psiquiátrico y descubrió que sí, que “los abismos son reales”.
También Gregory Corso (1930) fue detenido por intentar vender una radio robada; trasladado a una cárcel de Nueva York, permaneció varios meses, siendo maltratado por los demás presos hasta que acabó en un psiquiátrico. Por su parte, Neal Cassady (1926-1968) fue arrestado en 1958 por ofrecerse a compartir droga con un agente secreto de la polcía, lo que le supuso una condena de dos años.
Peor le fue a William Burroughs (1914-1997), culpable de haber asesinado en 1951, en Ciudad de México, a su mujer, Joan Vollner, jugando a ser Guillermo Tell. El autor de El almuerzo desnudo disparó sobre la manzana que sostenía en la cabeza su mujer, pero hizo diana en su frente. En su declaración afirmó que fue una muerte accidental, los forenses mexicanos avalaron su versión y, pocos días más tarde regresó a Estados Unidos sin exceso de equipaje ni sentido de culpa. Su gran amigo Kerouac llegó a escribir: “Bill es grande, y Joan le ha hecho aún más grande que nunca”.
El expediente Bunker
Otra grandeza siniestra , muy distinta, muestra Edward Bunker, que desperdició gran parte de su vida entre rejas. A los 17 años se convirtió en el preso más joven de San Quintín y pasó las dos décadas siguientes entrando y saliendo de diversas cárceles, mientras, comenzaba a leer y a escribir. Sus libros autobiográficos le han convertido en autor de culto, y autores como William Styron y James Ellroy o Quentin Tarantino se declararon fervientes admiradores suyos. Otros autores-asesinos de nuestros días son Hugh Collins (1944), uno de los delincuentes juveniles más peligrosos de Gran Bretaña, y Jimmy Boyle (1944), que presumía de ser “el hombre más violento de Escocia”. Autodefinido el primero como “una bomba a punto de estallar”, Collins fue condenado a cadena perpetua por clavar un cuchillo de caza en el corazón de un pandillero rival pero también Boyle asesinó al lider de otra banda...
Los últimos años del siglo XX nos han castigado con asesinos en serie, pero pocos comparables al austriaco Jack Unterweger (1951-1994), escritor y asesino en serie de prostitutas a las que mataba estrangulándolas con el cinturón. Condenado a cadena perpetua en 1974, su talento literario, reflejado en piezas como La comedia infernal, estrenada por John Malkovich, hizo que escritores y artistas exigieran su liberación. Sin embargo, poco después de lograrla, en 1993, una revista americana le contrató para escribir sobre un asesino en serie estadounidense y Unterweger aprovechó su visita a la otra orilla del Atlántico para volver a asesinar en serie. Sentenciado a cadena perpetua, prefirió suicidarse (ironías del destino) con su propio cinturón.
Más escritores-delincuentes: José Giovanni (1923-2004), un ganster que acabó convertido en maestro de la literatura negra francesa, autor de más de 20 novelas y 15 películas. Condenado a muerte por el asesinato de tres personas, la condena se conmutó en 1956 y se revocó en 1986. Otro: Jacques Mesrine, enemigo público de la seguridad francesa en 1975, con un historial repleto de robos, asesinatos, secuestros y fugas increíbles, de las que da cuenta en sus memorias, Instinto de muerte.
Culpable sin alegaciones ni descargos resultó Anne Perry, seudónimo de Juliet Marion Hulme (1938), que asesinó a la madre de su mejor amiga, Pauline Parker, cuando ambas supieron que aquella iba a divorciarse y que su amiga iba a ser enviada a Suráfrica. A finales de junio de 1954 las adolescentes condujeron a la víctima a un camino solitario y la golpearon 45 veces con piedras hasta matarla. La edad de las asesinas compensó la brutalidad del crimen y ambas pasaron cinco años entre rejas, con la única condición de no verse nunca más. Juliet, convertida en Anne Perry, ha logrado numerosos éxitos como escritora sin ocultar jamás sus antecedentes ni su historia, que acabó siendo carne de película gracias al filme Criaturas celestiales (1994), protagonizada por Kate Winslet.
Tampoco se ha ocultado jamás el bestsellero Jeffrey Archer (1940), candidato a alcalde de Londres en 2000, que tuvo que renunciar a sus aspiraciones políticas tras ser acusado de perjurio y obstrucción a la justicia en 1987. Expulsado del partido conservador, escribió y protagonizó la pieza teatral El acusado y pasó cuatro años en la cárcel.
Ninguno de los casos revisados por este tribunal tiene nada que envidiar al de Krystian Bala, demasiado ficticio para ser verdad. Pero lo fue: el 10 de diciembre de 2000, el cuerpo de un empresario apareció flotando en el río Oder, en Polonia, sin que se encontrase al asesino. Tres años después, un escritor de poca monta, Krystian Bala, publicaba la novela Amok, con una historia muy similar de celos y crímenes. La policia, mientras tanto, recibió mensajes desde Corea y Singapur de alguien que presumía de haber perpetrado el crimen perfecto, con datos que tenían demasiado que ver que con el crimen. El problema fue que más tarde se descubrió que la mujer de Bala había mantenido una relacion sentimental con víctima, y que los mensajes los había enviado el propio Bala desde su móvil, en sus vacaciones en el sureste asiático.
Mutis, ¿malversador?
En este caso, la prudencia se rindió a la vanidad. Nada que ver con el caso que llevó entre rejas a Alvaro Mutis en 1956. El escritor colombiano era entonces jefe de relaciones públicas de la petrolera Esso, que fue la que le denunció por una presunta malversación de fondos. Mutis logró refugiarse en México, con la ayuda de Octavio Paz y Luis Buñuel, pero en 1958 el gobierno de su país solicitó su extradición y fue encarcelado durante quince meses en el penal Lecumberri. Allí nació El diario de Lecumberri, en el que narra sus experiencias en la cárcel colombiana, “testimonio parcial de una experiencia y la ficción nacida en largas horas de encierro y soledad. La ficción hizo posible que la experiencia no destruyera toda razón de vida”.
Remigio Vega Armentero, Maurice Sachs, Thomas Malory, Karl May, Abdel Hafed Benotman... Los expedientes se acumulan, pero es imposible no mencionar al menos dos más, uno dramático, bufo el otro. El primero nos muestra, en noviembre de 1980, a Hélène Legotien pidiéndole a su marido Louis Althusser, que le diera un masaje en la espalda. El entusiasmo del filósofo, ya seriamente enfermo, acabó con el estrangulamiento mortal de su mujer, pero no fue juzgado y acabó recluido en el hospital psiquiátrico Sainte-Anne hasta 1983. Murió en París siete años más tarde.
El otro expediente, más divertido, lo narra Luis Racionero con humor en Sobrevivir a un gran amor y en sus Memorias de un liberal psicodélico. Corría el año 1981, y el poeta Juan Luis Panero andaba rondando a la compañera sentimental de Racionero. Avisado por amigos tan poco sospechosos como Gil de Biedma, Racionero, una mala noche, acabó disparando algunos perdigonazos contra la ventana de Panero, que salió huyendo y no se paró sino en Colombia. A la vuelta, eso sí, el poeta reconquistó el corazón de la dama, con quien aún comparte su vida, en Torroella deMontrí. Y no hay perdigonazo que valga.
Los casos de Ovejero
Si en su último libro José Ovejero se sumergía en la guerra civi desde una inesperada perspectiva marcada por el humor, el 7 de septiembre lanza Escritores delincuentes (Alfaguara), un libro que nació “un poco por casualidad”, hace ya cuatro años, a partir de un artículo en “El Periódico de Cataluña” en el que escribía sobre autores que habían acabado dando con sus huesos en la cárcel por muy diversos delitos. Siguió leyendo e investigando en cuestiones como “la culpa, la capacidad redentora de la escritura, o la influencia de la sociedad en la transformación del criminal en escritor” hasta culminar una obra que va más allá de la descripción de los sumarios. “El libro del escritor delincuente se vuelve una nueva sala del tribunal, y el lector, el jurado o, en algún caso, un nuevo acusado como miembro de esa sociedad a la que condena el delincuente. En pocas ocasiones une la literatura de forma tan consciente a escritor y lector, no sólo mediante el acto literario, también a través de la confrontación entre sus valores y opiniones”.
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