sábado, 30 de agosto de 2014

Salvemos la Educación

Salvemos la educación

ABC | Antonio Hernández-Gil
A cada generación le toca vivir tiempos de zozobra en los que el futuro deja de ser lo que casi siempre ha sido, un horizonte de progreso. La historia es fractal, como el contorno de las costas: sus curvas son infinitas y cada curva se descompone en curvas menores, unas dentro de otras, que distinguimos o no según la altura del punto de mira. A grandes rasgos, es fácil divisar la honda ensenada de la Edad Media, donde los excesos de la civilización romana favorecieron la irrupción de pueblos menos cultos pero más poderosos en el cuerpo a cuerpo, el terreno de todas las batallas; y el cristal del derecho romano que cubría el imperio se rompió en mil ordenamientos locales. De aquella larga noche comenzó a salirse por las luces minúsculas que en los monasterios encendieron algunos hombres sabios y, después, por la sistematización del studiumgenerale en las universidades europeas: Bolonia, la Sorbona, Oxford, Salamanca. El humanismo, el renacimiento, la Edad Moderna y los logros de la civilización que algunos disfrutamos no habrían sido posibles sin la institucionalización de una enseñanza orientada hacia la excelencia. De la razón del imperio al imperio de la razón, decimos los juristas a propósito del derecho romano. Y la razón no se improvisa; se cultiva lentamente. Todo apunta a que nos adentramos en otra oscura hondonada falta de sueños que alumbren el progreso, fragmentada por intereses locales que ahogan la compasión del mundo y gobernada –es un decir– por el poder antes que por la razón. No es fácil distinguir las causas de los efectos: si la ruina económica precede a la moral o si es el abandono del espíritu lo que deja a las fuerzas materiales desnortadas, avanzando espasmódicamente en direcciones tantas veces contrarias a la igualdad y la justicia. Pero probablemente no hay disolvente más poderoso de estos males que la educación de los jóvenes unida a la palabra y el ejemplo de los verdaderamente mejores.
NIETO
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Para quienes creemos en el valor irremplazable de la enseñanza pública en la tarea de igualar a los ciudadanos hacia arriba, la situación de la enseñanza universitaria en España clama al cielo. Aunque no distamos tanto de otros países de la Unión Europea en porcentaje del PIB dedicado a la enseñanza, la aportación de conocimiento de la universidad española a la sociedad está muy por debajo de lo deseable. El problema radica, sobre todo, en el diseño de un sistema educativo sometido a demasiados cambios en la definición de los contenidos curriculares de los estudiantes y en algunas desacertadas decisiones de gobiernos sin suficiente sensibilidad hacia este elemento nuclear del orden social que, como corresponde a su vocación crítica, no suele estar en manos amigas del poder. Los recortes impidieron durante 2012 la contratación de personal temporal e interino y la convocatoria de vacantes en la Administración, fijándose en educación una tasa de reposición del 10% de las jubilaciones. Los Presupuestos Generales del Estado mantienen esa tasa de reposición del personal docente e investigador por tercer año consecutivo y aún no se ha anunciado una rectificación. Las vacantes de profesores jubilados –nueve de cada diez en el mejor de los casos– se apilan en las universidades al margen de que los estudiantes aumenten o disminuyan, de que se impartan más o menos grados, o de la eficiencia de cada centro, obligando a suspender programas docentes e investigadores y a emigrar a los jóvenes más prometedores.
Formo parte del claustro de la UNED, una universidad con 260.000 estudiantes, un incremento en su número del 26,7% en el decenio 2003-2013, mientras el sistema universitario español descendió un 3,6%, y una extraordinaria función social insuficientemente valorada. Creada en 1972, la mayoría de sus profesores tenemos más de cincuenta años. Da igual, se le aplica la tasa de reposición como a universidades con un profesorado más joven y mayor subvención pública: los estudiantes pagan en la UNED el 48,5% del coste de su enseñanza, un porcentaje muy superior al de cualquier otra universidad (en las de Madrid las tasas y matrículas representan el 17,2% del coste y en Cataluña el 15,4%). Ese trato igual de lo desigual es injusto e ineficaz y, en el caso de la UNED, la inutiliza como herramienta de política universitaria pese a ser –con la Menéndez Pelayo– la única universidad que depende de la Administración del Estado. Pero hay algo mucho más grave que la miope discriminación entre centros docentes: asfixiar el sistema educativo, justo cuando Bolonia exige más recursos humanos, es una medida suicida para el país, que se descolgará competitivamente del entorno. Lo que cabía entender como decisión puntual para ahuyentar el fantasma del rescate, no puede mantenerse por más tiempo quedando tanto por hacer en el adelgazamiento inteligente de las administraciones y en la exigencia de uso adecuado de fondos públicos (también en las universidades). Recortar por recortar en educación y ciencia es hipotecar el futuro.
En las recientes elecciones al Parlamento europeo el pueblo español dio un serio aviso a los principales partidos sin que el descontento alentase en exceso posiciones antieuropeas. Pero el proceso fue decepcionante. No hubo programas que dieran sentido a nuestra dimensión europea, ni siquiera en educación, un área básica donde también Europa está perdiendo su antigua hegemonía en favor de países como Estados Unidos, Canadá, Japón, Corea o China. Y el resultado, saldado en clave local, es preocupante: en Inglaterra ganó el abandono de la Unión; en Francia y Dinamarca, la extrema derecha xenófoba; en Grecia, la extrema izquierda, y en los países de Europa central y oriental la participación fue ínfima (inferior al 15% en Eslovaquia o al 20% en la República Checa). ¿Cómo se va a orientar esa heterogeneidad y falta de pulso europeo hacia el reforzamiento institucional y una mayor integración? En 1936 Stefan Zweig reivindicaba el papel de los intelectuales para dinamizar los cambios sociales y neutralizar los nacionalismos que consideraba «un fenómeno históricamente clasificado», inferior como valor a la Europa por realizar. Decía que «Europa no podrá hacerse sino por la unión de fuerzas materiales, económicas y espirituales» y que nunca deberíamos hacer de Europa un nuevo nacionalismo ya que siempre será necesaria «una nueva asimilación a los modelos espirituales de otros continentes», en la tradición cosmopolita de Cicerón o Kant: un estado y un derecho únicos para todos los ciudadanos del mundo, que también se mueve gracias a las utopías. ¿Quiénes son hoy esos intelectuales? ¿Dónde está la reflexión sobre los modelos sociales y políticos del futuro? ¿Cómo se van a formar las nuevas generaciones para que pongan en valor el espacio común de interés y cultura de una Europa solidaria con el resto del mundo?
Son accidentes en el curso fractal de la historia a corregir desde el impulso de las políticas sociales, especialmente en educación, ahormando las fuerzas ciegas del mercado que relegan a profesores, investigadores y pensadores a un puesto marginal en una sociedad dominada por vendedores de humo. Y eso, en la hora crítica de darle a Europa una arquitectura competencial comprensible –cuando lo tenemos tan poco claro localmente– y ordenada a mejorar la vida de los ciudadanos dentro y fuera de nuestras fronteras. Será un largo viaje para el que todavía no hay mapas. Solo los atlas amarillentos de viejas geografías, la fe en la democracia y algunas ideas básicas. Entre ellas, reforzar la formación en valores ciudadanos con la ayuda de una enseñanza pública merecedora del apoyo de todos, reconocer el talento e impulsar la innovación científica y tecnológica. Mientras, pidamos a quienes saben y pueden que, pese a la marea baja que nos inunda, alcen el punto de mira para iluminar a los españoles del mañana. De esta mala curva solo saldremos, despacio, con más luces y mejor educación.
Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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