Una cuestión de Nivel
IV “Psiquiatría y religión”. Antecedentes y vigencia del tema.
El asunto de las relaciones entre la fe y la salud mental – o de las relaciones entre vida sicológica y vida espiritual - ha sido tratado de múltiples maneras. Un breve repaso de este diálogo – que ha sido frecuentemente una polémica estéril más que un diálogo – nos lleva a concluir que hoy debemos empezar de nuevo. Pero, para empezar de nuevo, es preciso conocer – así sea sumariamente – algunos antecedentes.
El diálogo o polémica sobre este tema fue muy activo desde los años cincuenta hasta los setenta u ochenta y tuvo desarrollos dispares. El motivo del encuentro o la causa de la guerra era principalmente la práctica de la psicoterapia en el tratamiento de las neurosis, o el modo como podía influir, ayudar o perturbar, el psicoanálisis en la vida espiritual de los creyentes que solicitaban atención psicoterapéutica. Se produjo mucha literatura al respecto y algunos textos muy serios que mantienen su vigencia como el que dirigió el doctor FJ. Braceland – entonces presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría – bajo el título de “Fe, razón y psiquiatría moderna” (1959). O las valiosas reflexiones del profesor Rudolf Allers sobre la psiquiatría y las creencias personales, o los textos del doctor Kart Stern, siquiatra de origen judío y converso que publicó en aquella época “La Tercera Revolución: un estudio sobre psiquiatría y religión “ (1954) y “El Pilar de fuego” (1959). Después de los ochenta el tema dejó de interesar – según parece y salvo ignorancia de mi parte – tanto a los profesionales de la salud mental como a la opinión pública. La influencia psicoanalítica decayó por los años setenta con la expansión de las nuevas terapias farmacológicas, con la extensión de los servicios de salud mental a los servicios de salud y con la publicación de la tercera revisión del manual de Diagnóstico de Trastornos Mentales (DSM III). La psiquiatría reafirmó su identidad como especialidad de la medicina. Un movimiento que perdura hasta hoy y que se consolida con los nuevos hallazgos clínicos y básicos. Algo parecido había ocurrido siglo y medio antes con la tesis de Bayle (1822) del carácter orgánico de la parálisis general.
La versión nacional de este debate (años 60 y 70) la protagonizaron, con brillantez y altura, los doctores Hernán Vergara Delgado – católico y siquiatra fundador de la Clínica Santo Tomás de Bogotá – y el doctor José Francisco Socarrás - académico de la medicina y de la lengua y pionero en la introducción de la práctica y de la doctrina sicoanalítica en el mundo psiquiátrico colombiano. Sería largo extenderme en los pormenores de este debate que tuve la fortuna de seguir de cerca porque conocí y traté hasta su muerte tanto al doctor Vergara – con quien me unieron estrechos vínculos no tanto de sangre cuanto de cercanía espiritual - como al doctor José Francisco Socarrás. El esfuerzo más sistemático – dentro de lo que conozco – se realizó en un seminario que presidió el doctor Hernán Vergara D. entre 1968 y 1972 y que trató el tema de la psiquiatría y la antropología bíblica. En dicho seminario participaron siquiatras y psicólogos de distintas escuelas: psiquiatras clínicos formados en la psiquiatría Francesa y Española (Henry Ey, Lopez ibor, H. Baruk ) de aquella época, psicoanalistas, psiquiatras y psicólogos conocedores de la filosofía y en particular de la fenomenología alemana (Rollo May, Biswanger, K. Jaspers entre otros ) y de las escuelas inspiradas en los autores existencialistas (Sartre, Marcel). El seminario produjo unos cuadernillos en papel mimeografiado que no han sido publicados.
Hoy, veinte años más tarde, nos topamos de nuevo con el tema, en el marco de un congreso nacional de psiquiatría y en una jornada dirigida a la comunidad en la que participan algunos profesionales de la salud mental. El desplazamiento de la práctica de la salud mental hacia las comunidades; el trabajo con los familiares y con los vecindarios de los pacientes nos puso de frente ante un hecho: La tarea de curar es inseparable de la tarea de cuidar y el cuidado lo hacen, en la comunidad, los familiares de los pacientes – generalmente las mujeres – y los líderes espirituales. Ellos tienen una palabra que decir sobre la enfermedad y la curación, sobre los tratamientos y su administración, sobre el sentido y el fin del sufrimiento que acompaña los trastornos mentales cualquiera que sea el nombre que les asignemos en la nosología siquiátrica.
Lo que ha ocurrido en el programa de salud mental comunitaria del Distrito de Aguablanca no es algo excepcional sino premonitorio: En la medida en que las políticas de salud mental tomen en serio la orientación proclamada por la Organización Mundial de la Salud en sus lineamientos del año 2001; o las sugerencias de la Política de Salud Nacional de Salud Mental de 1.998; los profesionales de salud mental tendremos que dialogar más con la gente por fuera de los hospitales y de los consultorios. Y afuera, encontraremos pastores, religiosas, laicos, creyentes de diversos grupos que en nombre de su fe cuidan enfermos, atienden personas adictas a las sustancias psicoactivas, y protegen “locos”. Personas que cuidan enfermos en nombre de la fe o del amor más allá de cualquier “derecho” u”obligación” de atenderlos.
Hace un par de años tuve la oportunidad de asistir en Trieste (Italia) al reconocimiento que hacía la Red Internacional de la Exclusión social a Gregoire Ahongbonon. El premio a la mejor experiencia se le concedía “por haber demostrado con su práctica de liberación de enfermos mentales que el respeto de los hombres y de las mujeres enfermas está en la base de toda práctica de salud mental”.
Gregoire es un enfermero africano, casado y padre de seis hijos, que, en nombre del Evangelio, trabaja en Costa de Oro en la liberación de los enfermos mentales. La palabra exacta debiera ser des-encadenamiento. Allá los enfermos mentales son amarrados a los árboles y abandonados de todos en los extramuros de la ciudad. El balance es de más de 1000 liberados durante los últimos cuatro años, atendidos por servicios de salud y vinculados a procesos de rehabilitación psicosocial y productiva. Nadie que conozca su tarea tendrá duda sobre la justeza de dicho reconocimiento que está además cargado de futuro, a pesar del panorama de dificultades burocráticas y económicas con las que tropezamos diariamente. Nadie podrá negar el potencial liberador de quienes, por fuera de las estructuras institucionales y profesionales, se ocupan de cuidar a los enfermos mentales.
V Posibilidades y dificultades de un diálogo
Presupuesto de cualquier diálogo es que los interlocutores se asuman en pie de igualdad; que ambos compartan la convicción de que tienen algo que aprender y algo que enseñar y el reconocimiento de que comparten una misma solicitud en el cuidado de otros, llámense pacientes, prójimos, hermanos o ciudadanos. Este presupuesto interpela particularmente a los profesionales que - a cuenta de una mayor formación universitaria y especializada - pueden ignorar a-priori, la experiencia y el conocimiento adquirido por años y años de acogimiento y acompañamiento a los enfermos.
Pero, en materia de dificultades, hay más escollos que los meramente sociológicos. El diálogo entre la psiquiatría y la fe o entre la vida espiritual y la vida sicológica trae como antecedente un conflicto de siglos que pesa todavía hoy, independientemente de nuestro mayor o menor conocimiento de la historia. Los profesionales de la salud mental pueden ver en los creyentes personeros de un fanatismo, o portadores de una mirada mágica sobre la enfermedad mental y los creyentes pueden considerar inútil el diálogo con personas que “no conocen las cosas del Espíritu”. Este panorama enterraría de antemano cualquier posibilidad de comunicación. Los ecos de la Ilustración - que fue el ambiente cultural en el que nació la Psiquiatría -; los resentimientos de siglos de lucha contra el poder ejercido en nombre de la fe; la mirada reductiva del positivismo científico; el desconocimiento del ámbito mental y cultural del mundo bíblico son, entre tantos otros, algunos de los obstáculos que deben ser identificados y afrontados para hacer posible la comunicación.
El encuentro de nuestra historia no tenía agenda previa. Solo sabíamos que era importante contar con el apoyo de los pastores en el acompañamiento de los enfermos y en la continuidad de los tratamientos y que este dependía de un consenso acerca del significado de la enfermedad mental con respecto a la vida espiritual y de la misión del equipo de salud y de los medicamentos en la curación. Pero no se trataba de un consenso jurídico, ni de acuerdos meramente amistosos. Después de una breve y respetuosa presentación nos vimos metidos de lleno en los mismos temas que inquietaron desde los primeros siglos del cristianismo a los primeros médicos que debían integrar el naturalismo de la visión galénica del ser humano – propio del pensamiento griego – con el personalismo de la visión bíblica propio del mundo semítico. Las relaciones entre enfermedad y pecado; salud y salvación; terapia y liberación.
Metida la psiquiatría, tan de lleno como está, en el mundo de la medicina moderna puede parecer extraña la pertinencia de estos temas tan ajenos al “naturalismo” médico que – cambiando lo que debe ser cambiado – no es muy distinto del que inspiró a los primeros científicos del arte de curar. No es esta, sin embargo, la opinión de personas tan autorizadas - por su conocimiento de la medicina, de la psiquiatría y de la historia - como el recientemente fallecido Doctor Pedro Laín Entralgo. Para prologar la patología sicosomática del profesor Rof Carballo publicada a comienzos de los años 60 escribió un denso ensayo titulado: “Enfermedad y pecado” que empezaba con la siguiente advertencia:
“Entre todos los problemas teóricos de la Medicina y pese al silencio que respecto a él suelen guardar los tratados de patología general, ninguno más profundo, permanente y sugestivo que el de la relación entre la enfermedad y el pecado; si se quiere, entre el desorden físico y el desorden moral de la vida humana. Cuantas veces el saber patológico ha sido de veras profundo – cuantas veces la medicina ha querido ser “sabiduría” además de ser “técnica” - , la mente del médico ha topado con esa ineludible cuestión. Frente a ella, la antigüedad cristiana osciló entre el personalismo extremoso de los pueblos semíticos y el radical naturalismo del pueblo griego. Más tarde, el Cristianismo dijo su palabra orientadora. El siglo XIX ha conocido las varias respuestas que dieron el Romanticismo médico, la Christian Science, el dualismo de Laennec – cartesiano o kantiano- y el naturalismo lombrosiano, con su concepción tan puramente fenomenológica del crimen.(...) Cuando un médico de nuestros días se enfrenta clínica o reflexivamente con el hecho insondable de los llamados “sentimiento de culpabilidad”, ¿qué hace, sino renovar su contacto intelectual con ese mal definido nexo real entre la enfermedad y el pecado?” (P. Laín Entralgo, Introducción a “Enfermedad y Pecado”, Madrid, 1.960
VI La dimensión antropológica de Cuidar.
Nuestros interlocutores son cuidadores u orientadores de cuidadores y cuidar es una actitud y una actividad de hondo significado antropológico. No es casual que el tema del cuidado hubiera ocupado páginas enteras de las reflexiones de Heidegger, en su interés por comprender las categorías antropológicas fundamentales. En la Biblia aparece el tema desde el Génesis en la respuesta de Caín a Yahweh cuando éste le pregunta por su hermano: “¿Acaso soy guardián de mi hermano?”
El acto de cuidar trasciende el ámbito de los derechos, de las costumbres y de las obligaciones. Quienes cuidan en nombre de la fe, en nombre del amor, actúan más allá del derecho y de la obligación. Ellos encuentran en la parábola del Buen Samaritano el modelo ejemplar de acogimiento.
La parábola del buen Samaritano (Lucas 10, 30-37) tiene cosas que enseñar. El maestro de la Ley pide una definición y esperaba quizá una exposición sobre esa clase de sujetos denominados “prójimos”. Jesús contesta con un relato. El samaritano - como también sus colegas de aventura, el levita y el sacerdote - se tropiezan con un hombre maltrecho en el camino. Estos huyen El samaritano, que también se tropieza con el hombre malherido, hace del tropiezo un encuentro. Este discernimiento sobre el prójimo sigue vigente y no se va a resolver con mucho más conocimiento científico sobre la enfermedad, – que en buena hora prospera – ni con románticas consideraciones sobre la belleza de la vida y de la tolerancia, sino con una opción por acoger el otro.
Hemos hecho de la tarea de cuidar una tarea de tercera categoría. Al lado de “curar”, “investigar” o “enseñar” ocupa un muy bajo lugar en la escala de los reconocimientos. La muerte de miles de ancianos sin que nadie lo advirtiera a tiempo y el abandono en la morgue de cientos de cadáveres durante el pasado verano – en la muy desarrollada y civilizada Francia - ha puesto al desnudo – entre otras cosas – el horror de una sociedad que dejó de cuidar a sus viejos (o adultos mayores como se les llama ahora) que es una manera de dejar de cuidarse a sí misma.
La vida humana no sobrevive a las contingencias cotidianas si no cuenta con estructuras de acogimiento que la hacen posible y que le permiten además desplegar sus posibilidades. Lo que denominamos “redes sociales de apoyo” o “sistemas informales de atención” son la expresión – simplificada o simplista – de esas estructuras de acogimiento. Acoger es apoyar o atender pero es mucho más. Acoger es abrir espacio al otro, decirle sí a su existencia, independientemente de cualquier otra consideración. Acoger es recibir al otro, reconocerlo, construir con él una identidad, un lenguaje y unos vínculos comunes.
Los rectores de las políticas de salud mental han tomado nota de lo que significa la estigmatización como obstáculo para la salud de los enfermos mentales. La discriminación de los enfermos causa tanto o más daños que la enfermedad misma y por esto se ha hecho de la lucha contra el “estigma” de la enfermedad mental uno de los temas claves de toda política de salud mental. Estigmatizar es el nombre moderno del anti-acogimiento.
El psiquiatra británico Ronald Laing formuló el anti-acogimiento mediante la categoría de “descalificación ontológica” y lo asoció con la enfermedad mental. El anti-acogimiento es un no- al – ser del otro y el acogimiento un si, un “¡bienvenido a la existencia!”
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