Nuevos indicadores de lo que nos pasa por dentro
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Autor: Eduard Punset 25 diciembre 2011
Durante años, mis amigos médicos –los más serios– me habían contado que era imposible que las dolencias físicas, como una esclerosis o una diabetes, fueran el resultado de un desarreglo anímico. Me dijeron repetidas veces que conocían muchos casos en los que la correlación entre el contratiempo emocional y la enfermedad física parecía obvia, pero no podía comprobarse clínicamente la razón de causa y efecto.
Si lo entendí bien, lo que se me estaba diciendo es que la mente va por un lado y el cuerpo por otro. La manifestación exterior de lo que me sugerían es que las causas genéticas de una enfermedad representaban algo así como un 70 por ciento y las debidas a lo que los especialistas llaman “experiencia individual” solo suponían el 30. Contra las primeras no se podía hacer nada y de las segundas no se conocía lo suficiente para lidiar con ellas.
En los últimos cuatro o cinco años, mis amigos médicos, físicos y psicólogos –los más serios– me dicen que no es tan fácil como creíamos diferenciar entre inteligencia, materia viva y materia inerte. “I don’t know, I don’t know”, me repiten científicos norteamericanos. “No me preguntes porque no sabría qué contestarte”, añaden.
Es un momento fascinante. Solo si se es muy joven, se podría pensar lo contrario. Resulta que médicos muy famosos, de reconocida valía por sus colegas investigadores, no se cansan de sugerir a sus pacientes que no se fíen tanto de los fármacos y den más importancia al intercambio de conocimientos con sus amigos.
“¿Qué camino tomo?” (imagen: rohaan2012 / Flickr).
Los ratones viven unos dos años y medio. Nosotros tenemos una esperanza de vida de unos 70. Pero resulta que somos idénticos. Primero, se descubrió que a algunos ratones los distraía transitar por un laberinto, mientras que a otros los aburría sobremanera. Los primeros vivían más tiempo. Los segundos, menos.
Pruebas similares se hicieron luego con personas centenarias ubicadas en Madrid. Se vio que muchos de estos ancianos eran, en realidad, más jóvenes que muchos de 70 y tan jóvenes como los de 30. Con ello, mis amigos físicos, médicos y psicólogos estaban anunciando al mundo que la edad cronológica era menos importante que la biológica y que esta dependía, sencillamente, de su sistema inmunitario.
Si esto es cierto –y ahora lo es–, muchísima gente querrá saber cómo se logra que el sistema inmunitario funcione correctamente. Antes sabíamos dos cosas importantes para conseguirlo: la necesidad de cuidar la dieta y de hacer un ejercicio físico que no sea exagerado. Ahora, los expertos nos advierten de que no deberíamos olvidar que el estrés causa daños físicos, al igual que la ansiedad o la depresión. En contra de lo que me contaron a mí cuando era joven, mi mente puede triturar mi cuerpo.
Una idea recogida en las reflexiones de especialistas de gran fiabilidad para mí es que, dentro de muy poco tiempo, vamos a manejar muchísimos más biomarcadores de los que utilizamos ahora; es decir, contaremos con indicadores de lo que nos está pasando por dentro. Le adelanto un secreto a voces.
Aprenderemos a explicar a los médicos, físicos y especialistas en inmunología lo que nos ocurre a nivel psicológico; les pediremos que aprendan a medir nuestra capacidad respiratoria, ver nuestra presión arterial, así como barajar los niveles de glucosa y lípidos en nuestra sangre. Pero, sobre todo, les rogaremos que miren de cerca lo que nos pasa a nivel psicológico, porque tiene mucha más importancia e impacto de lo que ellos y nosotros creíamos.
Hace años, un grupo de médicos británicos sugirió que el mejor indicador de la salud de una persona era el reconocimiento social. Tenían razón.
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