Aplausos
"Descubrí el canto a los seis años con una película sobre la vida de Enrico Caruso y no paré de cantar las melodías hasta que me metieron en el conservatorio municipal de música". A los 11 años cantó en el Liceu, y a partir de ahí todo fueron aplausos. El récord lo tuvo en Viena, cantando La Bohème con el maestro Von Karajan, ¡70 minutos! El resultado de su brillante idea de crear Los Tres Tenores fueron mil millones de telespectadores, 18 millones de copias y lo que siguió. En Memorias a viva voz (Plaza Janés), escrito a cuatro manos con su amigo el escritor y periodista Màrius Carol, repasa su vida, buenos y malos momentos: "...Todos valen la pena, los malos nos hacen apreciar los buenos".
Al niño de Antonia la peluquera las señoras le pedían que cantara alguna cosita, y yo con pocas ganas cantaba esperando una propina de las clientas.
Su madre murió demasiado pronto.
Sí, precisamente de cáncer a los 59 años. Fue muy duro. Al cabo de un par de años, mi padre, me parece lícito, se volvió a casar, y me encontré solo. Estoy convencido de que si no la hubiera perdido tan joven algunas cosas las habría hecho de otra manera.
¿Qué le habría gustado decirle a su madre que no le dijo?
Que los valores que me inculcó no cayeron en saco roto. "Lucha por lo que quieres –me repetía– y no olvides tener rigor moral: ser honesto, respetuoso, amigo de tus amigos", y esos son mis valores fundamentales.
Y siguió cantado en sitios insólitos.
Sí, he cantado en la plaza Roja de Moscú, el templo de Angkor, en Camboya, en la ciudad prohibida en Pekín...
Y con las balas silbando de fondo.
En Sarajevo, en las ruinas de la Biblioteca Nacional, un réquiem de Mozart para que las personas que estaban en medio de esa guerra tan absurda supieran que no estaban solos. Fue un gran regalo poder estar allí.
Debe de tener usted admiradores de largo recorrido.
Mi vida tiene dos vertientes: la de cantante y la fundación, que intenta salvar pacientes de leucemia, y es ahí donde he vivido las cosas más emocionantes.
Cuénteme.
Las cartas que más me han movido han sido de niños que tras un trasplante de medula ósea me han dado las gracias de esa manera tan tierna y desarmante que tienen.
¿Visita usted a esos niños?
En casi todas las ciudades donde voy a dar conciertos encuentro un par de horas para visitar hospitales: sé lo importante que es hablar con alguien que ha ganado la batalla.
¿Cómo vivió usted la enfermedad?
Lo primero fue: ¿por qué yo?... Pero algo me sacudió: en la habitación de al lado había un niño de 14 meses con leucemia y me dije: "¿Cómo tienes la desfachatez de quejarte? Has tenido una vida maravillosa".
Ya, pero el susto es grande...
Luego esas muestras constantes de afecto por parte de gente anónima que me decían que para lo que necesitara, sangre, médula, estaban a mi disposición. Colapsamos la oficina postal de Seattle, y eso me dio mucha fuerza. Fue lo que, cuando tuve la suerte de recuperarme, me llevó a crear la fundación.
¿Cuándo intentó volver a cantar?
En la ducha, sin la luz verde de los médicos.
De la enfermedad, ¿se aprende algo?
Soy más condescendiente. Creo que dialogar, en todos los ámbitos, es fundamental. Uno piensa un poco más en los demás. Lo que ocurre es que cuando lo han superado crees que vas a ser el hombre más coherente, pero vuelves a ser en casi todo tú mismo, quizá con un poco más de madurez.
¿Cómo ayudar a un enfermo?
A mí me llegó una nota de una vieja amiga: decía simplemente: "Lucha. Eres un guerrero". Me dio tal vitalidad y determinación que se la repito a todos los enfermos.
Y el Concierto n.º 2 para piano y orquesta de Rachmaninov...
No podía dejar de escucharlo, y continúa siendo así. Me da vitalidad y optimismo.
Hay algo poderoso en la música.
La ciencia ya se ha dado cuenta de que es un bálsamo en lo espiritual y en lo físico.
Su idea de juntar a Los Tres Tenores fue excelente.
Fue para un concierto benéfico, pero nunca pensamos en que llegara a suponer lo que supuso. Y nuestra relación personal se convirtió con los años en una sólida amistad.
Jugaban a póquer en las habitaciones de los hoteles.
Con fotocopias de billetes. ¡Tengo tan buenos recuerdos! Luciano nunca salía de la habitación, se hacía construir una cocina y viajaba con pasta, verduras, fruta. Todo traído de Italia. Era un hombre entrañable, sencillo y rico en sus apreciaciones.
¡Qué lástima!
Lo fui a ver un mes antes de su muerte, de camino a un concierto: "¡Ciccio, cómo te vas a ir sin comer!". Él mismo me preparó un bocadillo, pan con tomate, para mi viaje.
¿Qué valora en los otros?
Alegría de vivir, espontaneidad, naturalidad. Cada vez me interesan menos los personajes afectados. A menudo me interesa más hablar con el conserje de un hotel que con el presidente de una república. Continúo siendo aquel chico de Sants hijo de un guardia urbano y de una peluquera.
Se reúne con los amigos de la infancia.
Sí, con mi gente. Esta identidad la considero más importante que el glamur de la alta sociedad.
Debe de haberse aburrido en algunas cenas.
Es parte del juego, te ponen al lado a una señora estupenda que te habla en un idioma que no es el tuyo y que te entrevista una vez más. Después de un concierto de tres horas eso a veces puede ser muy pesado.
¿Qué ha perseguido?
De manera simplona se lo digo: he perseguido lo que me ha hecho feliz. Y yo soy feliz cantando. Que tu profesión sea vocacional es el verdadero lujo.
El éxito tiene cosas buenas, y malas.
Andreotti decía que las cosas malas de la fama son para quien no la tiene, ja, ja, ja.
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