Una profesora entra a clase. Pide a sus jóvenes e inquietos alumnos que abran un libro de texto, pongamos, por la página 26. Entre el murmullo comienza su intervención: «En tiempos de Alatriste...». Es ficción, claro, pero podría ser real. Ello no es razón para descartarlo, puesto que la representación, la descripción histórica y el cuidado lenguaje habitable en la saga del viejo capitán Diego Alatriste permite explicar con buen ojo lo que acontecía en aquella época, la España del siglo XVII, en la que se decía que el sol nunca se ponía.
Sin sobresaltos y fiel a sus principios que le han acompañado desde que comenzara a desenvainar su primera espada, el viejo soldado ha encandilado tanto a jóvenes como a lectores de toda índole, perforando su interés hasta el punto de sentirse partícipe de sus peripecias. uno se involucra sus aventuras. Porque aunque se quiera nadie se puede olvidar de ese carácter didáctico que asiente la novela, el Siglo de Oro español no deja de ser, para muchos, el Siglo de Oro que describe Arturo Pérez-Reverte.
«Cuando a un soldado le dan de beber, o está jodido o le van a joder». Con esta consigna, rescatada de la sexta entrega de sus aventuras, se describe ya a un hombre en el ocaso de su existencia. Más descreído y desconfiado que nunca ante el devenir de los tiempos se muestra don Diego en «El puente de los Asesinos», que le lleva hasta la ciudad de Venecia, «esa puta del mar, desvergonzada e hipócrita» que retrata Francisco de Quevedo, una vez mas, primordial protagonista entre sus páginas.
Por esas mismas páginas caminan malandrines, aceros robustos, clérigos, espadachines y magistrales combates de esgrima, que se suceden en la corrupta Venecia del siglo XVII, convertida en escenario de una conjura que tiene el fin de deshacerse del dogo para implantar un gobierno fiel a la Corte del rey católico. Esa crucial conjura transcurre en unas Navidades de 1627. Lances y riñas se amortiguan en los menesteres políticos del lugar, entonces enclave de valiosa importancia para España.
Con Nápoles («punta de lanza de la monarquía española en el Mediterráneo»), Roma («omligo del catolicismo, reina de las ciudades y señora del orbe») o Milán («punto de reunión para nuestra infantería») como primeras etapas de la aventura, encontramos una historia funesta que se sitúa en pleno corazón veneciano repleto de personajes dispares, melancólicos e insólitos, que marcan el camino del viejo capitán. Todos se van cruzando en la difícil misión, entre los que aparece la figura de su íntimo y mortal enemigo Gualterio Malatesta.
Iñigo Balboa, muchacho cada vez más resuelto y maduro que en las primeras entregas, es, por obligación, el narrador de la historia. Eso permanece inalterable. «Mi antiguo amo», aplaude ya el joven vascongado, que ha zurcido a su personalidad el coraje y arrojo de su mentor a quien acompaña sin demora ni descanso. ¿Su notable sucesor? Su voz envuelve la trama y, como en anteriores ocasiones, adelanta acontecimientos que preparan al «curioso lector» a esperar, con ansia y pudor literario, su llegada.
Sublime, impresionante y soberbio trabajo de documentación el de Pérez-Reverte a la hora de reconstruir el Siglo de Oro. En «El puente de los Asesinos» el universo «revertiano» se intuye espléndido y tan descriptivo como una postal con vida propia, donde el pesimismo y el cinismo que aborda toda la serie se acentúa en estos nuevos capítulos, previos a las dos próximas y finales aventuras de Alatriste («La venganza de Alquézar» y «Misión en París»).
Con todo, esa parte palpitante de la historia se envuelve en un esperanzador cuento de peleas entre jarras de vino, de combatientes henchidos de ardor guerrero, de valentía y honor, primordial en el carácter de Alatriste. No queda separada la línea romántica del asunto, como tantas otras veces en las que las féminas, dulces y adoradas féminas, ejercen su papel para poner las cosas en su sitio o embarrarlo todo. No queda sino batirnos en duelo entre sus páginas para saborear una sensacional historia capaz de enriquecer al más notable.
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