El mundo vive acelerado en un proceso infinito de transformación en el que las poblaciones rurales de antaño han emigrado a las grandes ciudades, donde las nuevas tecnologías permiten a sus habitantes desplazarse y comunicar como nunca lo habían hecho antes. El espacio urbano es también una postal de víctimas de este futuro, desposeídos que no encuentran su sitio en una Modernidad que les condena a ser perseguidos por sus deudas, a ser maltratados por gobiernos incompetentes. Las megalópolis se han convertido en el espejo de una época turbulenta. Y una de ellas, Londres, brilla con luz propio por su dinamismo y diversidad. Este fue el escenario —de resonancias tan actuales— donde el escritor Charles Dickens encontró la inspiración para una obra que será celebrada el año que viene, cuando se cumple el bicentenario de su nacimiento.
El escritor británico (1812-1870) fue siempre un adicto a la gran ciudad y un concienzudo cronista de la vida de sus habitantes. Era sonámbulo, y su llamada a las Musas la hacía en infinitas caminatas nocturnas por el Londres victoriano, un paisaje brumoso, portuario y canalla poblado por las prostitutas, miserables, niños explotados, huérfanos y familias pobres de solemnidad que pueblan novelas como «Oliver Twist», «Casa desolada» y «Grandes esperanzas».
Su curiosidad hacia el género humano y su atención al detalle es la de los mejores periodistas, profesión que ejerció desde los 20 años después de una corta experiencia trabajando en un despacho de abogados. De aquella época guardaría su saña contra la corrupción y falta de Humanidad del sistema judicial de la época. Dickens aspiraba a contar «las gestas sociales de la era moderna, buenas y malas». Y para ello no dudaba en salir de patrulla nocturna con rudos agentes de policía que terminaban fundiéndose en el caos de las sombras de la gran ciudad.
Cárcel por deuda
«El Londres del siglo XIX es la capital de un Imperio, el paradigma de la Revolución Industrial. Y su obra nos interpela porque escribía de cosas que todavía nos interesan: la pobreza, la exclusión social, el problema de la deuda o los gobiernos corruptos», explica a ABC Alex Werner, responsable de Colecciones del Museo de Londres y comisario de la exposición «Dickens y Londres», que se inaugura mañana. Esta muestra sobre la íntima relación entre el escritor y la capital británica inaugura el que será en 2012 el «año Dickens», con motivo del bicentenario de su nacimiento.
Dickens nació en el sur de Inglaterra en una familia de ocho hermanos, y pasó unos años de infancia felices en Kent hasta que, cuando el escritor tenía diez años, sus padres se mudaron a Londres por apuros económicos. Su padre pasó varios meses en la cárcel de Marshalsea, un conocido penal para quienes no podían pagar sus deudas. Charles, con doce años, se puso entonces a trabajar en una fábrica de pulir zapatos. Una traumática experiencia en la que acumuló el rencor suficiente y el retrato vivo de los descastados de su época con los que escribiría novelas como «David Copperfield», considerada como la más autobiográfica. «Dickens aprendió de primera mano lo que significaba ser pobre», explica Anthony Robbins, responsable de comunicación del Museo de Londres.
La dependencia del escritor con la ciudad era total. «Tengo que volver a Londres», dijo una vez durante un viaje a Italia, incapaz de juntar siquiera unas líneas fuera de su medio. Dickens —«un persona de una energía excepcional», según Werner— fue un moderno amante de la tecnología. Viajó en tren siempre que pudo y usaba el telégrafo en sus giras por EE.UU. Su modernidad la llevaba a la estructura de sus novelas, concebidas en capítulos y escenas cortas hiladas a través del suspense con el que atrapaba a sus lectores, que leían sus obras serializadas en los periódicos. Un cronista fascinante de una época que nos cautiva, y nos asusta, por los ecos «dickensianos» que podría adquirir la Europa de la austeridad si se cumple el sombrío vaticinio que lanzaban esta semana desde «The Guardian»: que el Londres de 2017 será una «antiutopia urbana neovictoriana».
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