domingo, 4 de noviembre de 2012

Traducida por fin al español 'Tomás Moro' la obra procatólica del genio inglés que indica que Shakespeare o fue católico o quiso serlo. No hay ni una sola prueba –material– de que Shakespeare fuera católico. Y sin embargo, en toda la obra del dramaturgo isabelino (quizá por isabelino, que aquellos fueron tiempos duros para la coherencia) hay un aliento católico, algo universal que no necesita pruebas para creer.


  • A Shakespeare lo que es de Shakespeare
    5 COMENTARIOS JOSÉ ANTONIO FÚSTER
    Traducida por fin al español 'Tomás Moro' la obra procatólica del genio inglés que indica que Shakespeare o fue católico o quiso serlo.
  • No hay ni una sola prueba –material– de que Shakespeare fuera católico. Y sin embargo, en toda la obra del dramaturgo isabelino (quizá por isabelino, que aquellos fueron tiempos duros para la coherencia) hay un aliento católico, algo universal que no necesita pruebas para creer.
    Ni una sola evidencia lo sustenta, es cierto, pero Shakespeare nació de madre católica –Mary Arden– y de un padre, John, que casi con total seguridad fue un católico recusante –vista la caída en desgracia de sus negocios en coincidencia con la persecución católica– y que se llevó a la tumba un certificado de “buen papista”. Shakespeare quizá tampoco fuera católico, pero creció en una atmósfera católica cargada de aroma a conjuras contrarreformistas que causaron cierta admiración (por ejemplo, la Conspiración de la Pólvora o el intento de levantamiento de los indignados provinciales católicos contra el rey Jacobo I a principios del XVII). Y eso marca.
    Insisten en Cambridge en la idea de que no hay una sola prueba a favor de que el más grande dramaturgo inglés fuera católico. Incluso se han presentado certezas en contra como que sus hijas no fueron bautizadas, que él vivió durante seis años con un hugonote (un calvinista francés) o que las referencias morales en muchas de sus obras son cuestionables…

    A seis manos
    Se les podría responder a los estudiosos ingleses que tienen razón: no hay una sola prueba, pero sí hay176 indicios. En concreto, las 176 páginas, incluidas las páginas blancas de respeto, de la edición española de Tomás Moro, un drama histórico sobre la figura del santo católico, erudito y hombre de Estado, que eligió ser fiel a su conciencia y decidió servir primero a Dios y disgustar a su rey, Enrique VIII, el gran decapitador.
    La historia de la autoría de Tomás Moro (Rialp, 2012), traducida al español por la profesora Aurora Rice Derqui y por el laureado poeta Enrique García-Máiquez, tiene algo de historia de intriga, como si hiciera falta jugar al Cluedo para encontrar al culpable. Es lógico que sea así porque la obra está escrita a seis manos.
    El dramaturgo nació de madre católica –Mary Arden– y de un padre –John– que se llevó a la tumba un certificado de “buen papista”
    La llamada Mano S, Anthony Munday, un poeta que gozó de cierto reconocimiento, aunque de pocas amistades. La Mano A: Henry Chettle, un dramaturgo menor, un escritor sin reputación. Mano B: Thomas Heywood, un prolífico dramaturgo y actor de la compañía de Los hombres del Almirante (los rivales de la de Los hombres del Rey de Shakespeare); Mano C: un escribiente desconocido. Mano D: William Shakespeare y Mano E: Thomas Dekker, otro autor laborioso pero inferior. Hay una séptima mano, la del maestro de festejos Edmund Tilney, censor oficial, empeñado en que la historia se reescribiera o, por lo menos, se censurara.
    Mano S, Mano A, B, C, D y E… ¿Quién tuvo la idea de escribir Tomás Moro, una obra que recorre el auge y la caída en desgracia del humanista católico que se opuso al divorcio del inmoderado Enrique VIII con Catalina de Aragón y que no quiso aceptar el Acta de Supremacía que convertía al rey inglés en la cabeza de una nueva Iglesia cismática? ¿Pudo ser Munday, Dekker, Heywood…? De nuevo, todo apunta a Shakespeare. Tomás Moro es una obra procatólica que fue escrita en tiempos isabelinos, cuando la sangre de los católicos era el alimento preferido del hacha del verdugo. Sólo la mano de Shakespeare podía ser, cuando menos, criptocatólica.
    La posibilidad de que el autor principal fuera Anthony Munday, tal y como cuenta el profesor Joseph Pearce en el prólogo del libro, es más que improbable. Citando a la investigadora Muriel St. Clare Byrne, a la mala bestia de Munday “le gustaba ver cómo colgaban y luego destripaban y descuartizaban jesuitas”. De los demás cabe decir poco menos que lo mismo. Joseph Pearce, como otros estudiosos de la obra, elucubra sobre la posibilidad de que Shakespeare usara al pérfido Munday y a los demás escritores protestantes para tratar de saltar la férrea censura de Tilney. La posibilidad, y sobre todo conociendo los graves problemas económicos que arrastraban Dekker y Chettle, es un hallazgo.
    Está certificado que el manuscrito contiene la letra de Shakespeare, y a la letra del genio se debe una de las mejores escenas del drama
    Lo anterior refuerza la idea de que sólo Shakespeare, el criptocatólico, podía alentar la creación de una obra que destila admiración hacia la figura de un católico (hoy, santo católico y santo anglicano) en tiempos protestantes. La obra, desde el principio y hasta la trascendente escena de la decapitación del estadista, presenta a Tomás Moro como una persona recta, íntegra, bienhumorada (rasgo católico, véase Chesterton), familiar y devota que resuelve de una manera limpia y en conciencia la gran cuestión de a quién se debe más, si a Dios o al César, y –sobre todo– en qué orden.

    Vacío de temorEstá certificado que el manuscrito contiene la letra de Shakespeare. Y a la letra del genio se le debe la escena en la que Moro aplaca los ánimos de la miríada de rebeldes (que quiere atacar a los inmigrantes) apelando a la caridad cristiana. Shakespeare es un hombre formado que conoce que –para los católicos– la caridad es la esencia y el centro mismo del cristianismo.
    En su acto más intenso, el autor niega la dignidad a los nobles protestantes (los condes de Surrey y Shrewsbury) que a una orden del rey se avienen a firmar el documento que les presenta sir Thomas Palmer. Los protestantes, según Shakespeare, se pliegan ante el poder en vez de aceptar la autoridad.
    Despreciados así los protestantes, la obra ensalza en su dignidad la decisión de Juan Fisher, el obispo de Rochester, rector de Cambridge y confesor de Catalina de Aragón, de negarse a suscribir los planes cismáticos y homicidas del Rey. Otro tanto ocurre con el canciller Tomás Moro, aunque en este caso, al contrario que con Fisher, no hay una posición tan tajante desde el primer segundo. Antes bien, Moro pide tiempo. Esto es lo que engrandece la lucha de Moro contra su conciencia, sabiendo que alejarse del rey significará acercarse por amor a Dios al cadalso y al filo del hacha del verdugo.
    Y sin embargo, qué hermosos tres últimos versos que dicen: “Que ningún ojo eche una triste lágrima. Nuestro nacer al Cielo tiene que ser así: vacío de temor”.
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