sábado, 3 de noviembre de 2012

Luis Harss


nen automóviles ni tractores. Se desplazan en unas típicas calesas negras y recurren a los caballos de tiro para la siembra, la cosecha y los trabajos pesados.
Quienes visiten el lugar con malicia tropezarán con detalles a contramano de la piedad y el fervor religioso del condado de Lancaster. Los silos parecen grandes falos amenazantes, coronados por cúpulas con inequívocas formas de glande. Y los suburbios más típicos llevan también nombres arriesgados: Bird-in-Hand (Pájaro en Mano), Intercourse (Cópula Sexual). Quien no lo crea, puede verificarlo en los mapas. Se lo comenté a Harss y ambos pensamos que esos signos son sin duda inocuos para los amish, que viven replegados en su mundo, con el pensamiento iluminado sólo por la familia y por Dios.
Mientras cubría los trescientos kilómetros que hay entre mi casa y Lancaster pensé que Harss no podía haber elegido un rincón más adecuado para ocultarse del mundo que esa pradera perdida en medio de la nada americana. Poco después sabría que Harss no se oculta, sino que en algún momento de su vida, hace poco menos de cuarenta años, se sintió expulsado de su país, la Argentina, y que a ese amor no correspondido le ha dedicado casi toda su obra.
Cuando lo conocí, acababa de publicar Los Nuestros en inglés, la lengua en que lo escribió. Su título era Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers, y dos novelas, The Blind ("Los ciegos", 1962) y The Little Men ("Los hombrecitos", 1963). En el barco de carga que lo llevaba desde Nueva York a Buenos Aires tradujo al castellano las 400 páginas que Sudamericana publicaría en noviembre de 1966. Después, mientras escribía reseñas ocasionales para Primera Plana, se entregó de lleno a la escritura de La otra Sara o la huida de Egipto, la novela que daría a conocer en 1968. El inesperado fracaso de ese libro es una de las mayores decepciones en la vida de Harss, y sin duda determinó el voluntario ostracismo en que se sumió desde entonces.
A comienzos de los años 70, ancló durante un año en Exeter, un colegio privado de New Hampshire. "Fue el único lugar donde conseguí trabajo porque no tenía doctorado", me dirá cuando le pido noticias sobre su vida. Después se recluyó durante seis años en la West Virginia University. El sitio le convenía porque no tenía grandes exigencias de publicaciones académicas y Harss quería regresar cuanto antes a su vocación mayor, la novela.
Fue un camino con varias estaciones previas. Tuvo de todos modos que prodigarse en cientos de artículos especializados, y en traducciones exigentes. Así dio a conocer una versión de los cuentos de Felisberto Hernández y una de Primero sueño, junto a otros textos de Sor Juana Inés de la Cruz.
Luis Harss era el más famoso e influyente cronista de la literatura latinoamericana cuando se perdió de vista en 1967. En noviembre del año anterior había publicado Los nuestros , un extraordinario libro sobre diez grandes narradores, que estableció -muy a pesar de Harss- el canon de lo que se conocería como el boom . La lista de nombres elaborada por Harss incluía a escritores que ya tenían reconocimiento internacional -Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y João Guimarães Rosa-, junto a otros que comenzaban a tenerlo, como Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. También asomaba allí un desconocido, Gabriel García Márquez, a quien Harss añadió después de haber leído las primeras páginas inéditas de Cien años de soledad.
Nunca explicó el autor por qué su selección dejó fuera del canon a figuras que la crítica europea ya mencionaba como protagonistas del renacimiento literario latinoamericano -Ernesto Sabato, Clarice Lispector, José María Arguedas, José Donoso, Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante- ni por qué eligió a los diez que eligió. Lo cierto es que su lista hizo historia. Aunque Los nuestros no se reedita desde hace más de treinta años, sigue leyéndose en las universidades de Francia y Estados Unidos como la carta de navegación sobre una cultura que en menos de tres décadas se liberó de la modorra regionalista y de la retórica pomposa para salir al encuentro de un público de lectores ávidos, a los que les hablaba en su lengua de todos los días y les contaba historias con las que podían identificarse fácilmente.
"¿Qué se ha hecho de Luis Harss? ¿Quién ha sabido algo de él?", preguntó García Márquez durante los fastos de su jubileo en Cartagena de Indias, a mediados de marzo último. Nadie lo sabía, aunque los diarios colombianos habían publicado repetidas veces que Harss fue el profeta que dio a conocer la buena nueva de Cien años de soledad antes de que nadie la leyera. Harss estaba por entonces escribiendo sus propias ficciones en Mercersburg, un pueblito de dos mil habitantes, 120 kilómetros al sudoeste de Harrisburg, la capital del estado de Pennsylvania.
Para quienes conocieron al brillante y erudito Harss en los años 60 es difícil imaginarlo convertido ahora en un ermitaño lejos de los ruidos del mundo. Y sin embargo, nada o casi nada ha cambiado en él desde 1966, cuando tenía 30 años y empezó a escribir críticas de libros en el semanarioPrimera Plana . En su pelo no hay canas y sólo su expresión es más sombría, acaso por las inevitables arrugas que le han surgido alrededor de los ojos. Si no me hubiera cruzado con él por azar en la calle Arenales una noche de octubre, sin duda lo habría perdido para siempre. Caminaba de la mano de su esposa Patricia Conway, y tuve la fugaz impresión de volver a ver la foto del momento en que hablamos por última vez, en 1968, cuando Patricia y él salían, recién casados, de una casona de la calle Ombú.
Los encuentros casuales están condenados a conversaciones triviales y breves. Aquella noche, Harss y yo sólo tuvimos tiempo de evocar la casa iluminada donde vivía, en Barrio Parque. "Mi familia la vendió hace tiempo" -contó con una tristeza que no se dejaba ver-. "Los nuevos dueños nunca la ocuparon. Las veces que pasé por ahí sólo vi una ruina que crecía. Si acaso las ruinas pueden crecer, en vez de regresar al polvo." Patricia anotó en una tarjeta la dirección y el teléfono de Mercersburg, y acordamos que nos encontraríamos a comienzos de noviembre, en su casa o en la mía. Pero el pueblo de Pennsylvania donde viven está a seis horas de Highland Park, en Nueva Jersey, y ninguno de los dos tenía tiempo para ir y volver en el mismo fin de semana. Así que decidimos reunirnos en la pintoresca ciudad de Lancaster -capital del piadoso reino de los amish-, que está a mitad de camino entre los dos.
Conviene detenerse unas pocas líneas en el paisaje que rodea Lancaster: colinas bajas, campos de labranza, incontables silos junto a las viviendas blancas. Desde que la película Witness("Testigo en peligro") hizo famosas las costumbres del lugar, abundan los turistas. Algunos van a comprar muebles de roble y artesanías. La mayoría, sin embargo, se interesa por las costumbres de los amish tradicionales, que han vuelto las espaldas a los avances de la técnica. En sus casas no hay electricidad ni teléfonos; las mujeres llevan vestidos a media pierna y el pelo largo recogido en un rodete, los hombres usan pantalones anchos sujetos con tiradores y barbas sin bigotes después que se casan. Los domingos no trabajan el campo ni abren ninguna de sus tiendas. Rezan desde el amanecer hasta la caída del sol en el dialecto alemán de Pennsylvania, que también emplean para la vida cotidiana. Por supuesto, no tienen automóviles ni tractores. Se desplazan en unas típicas calesas negras y recurren a los caballos de tiro para la siembra, la cosecha y los trabajos pesados.
Quienes visiten el lugar con malicia tropezarán con detalles a contramano de la piedad y el fervor religioso del condado de Lancaster. Los silos parecen grandes falos amenazantes, coronados por cúpulas con inequívocas formas de glande. Y los suburbios más típicos llevan también nombres arriesgados: Bird-in-Hand (Pájaro en Mano), Intercourse (Cópula Sexual). Quien no lo crea, puede verificarlo en los mapas. Se lo comenté a Harss y ambos pensamos que esos signos son sin duda inocuos para los amish, que viven replegados en su mundo, con el pensamiento iluminado sólo por la familia y por Dios.
Mientras cubría los trescientos kilómetros que hay entre mi casa y Lancaster pensé que Harss no podía haber elegido un rincón más adecuado para ocultarse del mundo que esa pradera perdida en medio de la nada americana. Poco después sabría que Harss no se oculta, sino que en algún momento de su vida, hace poco menos de cuarenta años, se sintió expulsado de su país, la Argentina, y que a ese amor no correspondido le ha dedicado casi toda su obra.
Cuando lo conocí, acababa de publicar Los Nuestros en inglés, la lengua en que lo escribió. Su título era Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers, y dos novelas, The Blind ("Los ciegos", 1962) y The Little Men ("Los hombrecitos", 1963). En el barco de carga que lo llevaba desde Nueva York a Buenos Aires tradujo al castellano las 400 páginas que Sudamericana publicaría en noviembre de 1966. Después, mientras escribía reseñas ocasionales para Primera Plana, se entregó de lleno a la escritura de La otra Sara o la huida de Egipto, la novela que daría a conocer en 1968. El inesperado fracaso de ese libro es una de las mayores decepciones en la vida de Harss, y sin duda determinó el voluntario ostracismo en que se sumió desde entonces.
A comienzos de los años 70, ancló durante un año en Exeter, un colegio privado de New Hampshire. "Fue el único lugar donde conseguí trabajo porque no tenía doctorado", me dirá cuando le pido noticias sobre su vida. Después se recluyó durante seis años en la West Virginia University. El sitio le convenía porque no tenía grandes exigencias de publicaciones académicas y Harss quería regresar cuanto antes a su vocación mayor, la novela.
Fue un camino con varias estaciones previas. Tuvo de todos modos que prodigarse en cientos de artículos especializados, y en traducciones exigentes. Así dio a conocer una versión de los cuentos de Felisberto Hernández y una de Primero sueño, junto a otros textos de Sor Juana Inés de la Cruz.
Durante la tarde completa de un sábado y la mañana del día siguiente dialogué con él sobre las idas y venidas de esas historias. He preferido transcribir los tramos que importan de la conversación sin otros cambios que la supresión de inútiles vacilaciones verbales y lugares comunes sobre la temperatura templada, los carruajes amish que pasaban por la carretera cercana y el sabor de la comida.

EL CANON DE LOS NUESTROS

Tomás Eloy Martínez: -¿Con qué criterio elegiste a los diez escritores de tu libro? Antes de que empezáramos a grabar, me dijiste que la novela latinoamericana era para vos un universo inexplorado, y que lo fuiste descubriendo a partir de tus lecturas y de tu relación con Julio Cortázar en París.
Luis Harss: -Así fue. Muchas de las cosas decisivas en la vida suceden por azar. La culpa de todo la tuvo Kazuya Sakai, el pintor argentino-japonés que era muy amigo mío. Estaba por irme a vivir a París. En vísperas del viaje me recomendó que me pusiera en contacto con un escritor argentino llamado Julio Cortázar. Yo me había apartado totalmente del mundo argentino y no conocía a Cortázar ni de nombre. Dejé pasar un par de años. Un buen día, al salir del Médicis, el hotelucho de la rue Monsieur-le-Prince donde paraba, me detuve ante las vidrieras de la librería española que estaba en esa misma calle. Delante, como haciéndome señas, vi la portada de Rayuela. El título no significaba nada para mí, pero reconocí en el nombre del autor, Julio Cortázar, a la persona que me había recomendado Sakai. Tuve un impulso y lo compré. Desde chico admiré a los grandes escritores como Faulkner y Dostoievki. La lectura de Cortázar me dejó una marca parecida. Rayuela me enseñó que era posible escribir en castellano de otra forma. Es una obra que se alza contra la tradición española y contra la forma de escribir en español que regía entonces. Me impresionó muchísimo, me emocionó. De inmediato la quise traducir al inglés. Recuerdo que cuando conocí a Cortázar le llevé un capítulo que había empezado a traducir, y me dijo: "Qué lástima, ya tengo traductor " Era, como ya sabemos bien, Gregory Rabassa. Dicho sea de paso, la traducción de Rabassa no tuvo suerte en inglés. Creo que, por mi ignorancia y mi torpeza, le caí en gracia a Cortázar. Me recibió muy amablemente y me abrió las puertas de su casa.
T.E.M.: -En Los nuestros hay una excelente descripción de ese primer encuentro: "Cortázar se sienta con las largas piernas cruzadas, las manos entrelazadas en las rodillas, y espera. Es un hombre de pasiones intelectuales que habla poco de sí mismo". Sin embargo, cuando lo fuiste a ver todavía no pensabas en escribir sobre él.
L.H.: - No. En esos meses, un editor de Nueva York, Roger Klein, insistía en que hiciera una serie de entrevistas a escritores latinoamericanos. Me resistía diciéndole "No los conozco. No sé quiénes son". Cortázar me permitió pensar en serio que un libro así era posible.
T.E.M..: -¿Para qué sello editaba Roger Klein?
L.H.: Harper &Row. Yo había trabajado un mes con él en esa editorial y nos hicimos amigos. Tenía una vida secreta que yo no conocía. Era gay en una época en la que ser gay creaba problemas, y Klein sufría mucho por eso. Antes de que saliera Into the Mainstream se suicidó. De principio a fin el libro había sido escrito de acuerdo con él. Con su muerte cayó en un vacío y se perdió. Pero fue rescatado por la edición en idioma español.
T.E.M.: -Vamos a recapitular. ¿Cómo fuiste yendo de un escritor a otro? Y, sobre todo, ¿cómo fuiste descartando a unos y prefiriendo a otros?
L.H.: -La respuesta es muy simple y va a decepcionar a muchos. Existía la Mafia, como Fuentes, Cortázar y Vargas Llosa llamaban a su grupo de amigos; era una especie de trenza de escritores dispersos por México, París, Buenos Aires. Se leían los unos a los otros, y se admiraban. ...sa era la nueva novela latinoamericana de aquellos años. En realidad, antes no había existido en el nivel continental, como sí sucedió con los poetas. Toda esta gente vivía en el idioma más que en el país. Los unía la idea de que su país común era el idioma español, y ese idioma era un artefacto arcaico y rechinante que necesitaba ser revivido y renovado, reclamaba desesperadamente una transfusión de sangre y de vida. La Mafia, entonces. La primera punta de ese ovillo que conocí fue Cortázar. Cortázar me dijo: "¿Sabés que hay otro tipo, acá a la vuelta, que se llama Mario Vargas Llosa? Ha publicado un solo libro, no es muy conocido todavía, pero es un excelente escritor. Te lo recomiendo". Lo encontré en un cuartito oscuro y allí me senté con él ante un grabador. Y así con los otros. Los llamaba por teléfono o me presentaba en su casa, llamaba a la puerta, y decía: "Me dicen que has publicado una novela muy buena" Algunos de ellos me tuvieron que prestar sus libros. Así los fui conociendo.
T.E.M.: -¿Dirías que Cortázar te ayudó a seleccionar el canon de Los nuestros?
L.H.: -No de manera directa. Los autores mismos me fueron llevando de uno a otro. Cortázar, sí, me dio el envión y me aportó su criterio. Antes de escribir el capítulo sobre él, leí Rayuela y todos los cuentos que había publicado hasta ese momento. Le entregué mi texto y él hizo varias marcas. Me decía "acá está mal" o "no es así". El capítulo sobre Cortázar es el más confuso de mi libro, porque es el que escribí más a tientas. Pero desde otro punto de vista es el más completo porque tuvo la amabilidad de aclararme cada cosa que yo no entendía. De ahí pasé a Vargas Llosa, y a los demás.
T.E.M.: -A Carpentier, quizá. Entonces vivía en París.
L.H.: -Alejo Carpentier Estoy tratando de recordar cuál fue el nexo con él. Su nombre sonaba mucho. Se hablaba de él como un candidato al Nobel. No me gustó cuando lo conocí. Era untuoso, rimbombante. Me pareció un oportunista encabalgado en la montura de la revolución cubana. Un tipo muy pretencioso, pero erudito, musicólogo, historiador, un típico intelectual latinoamericano con aspiración a la trascendencia universal.
T.E.M.: -Quien ganó el Nobel antes que todos ellos fue, sin embargo, Miguel Ángel Asturias. Se lo dieron en 1967, cuatro años antes que a Neruda, quince antes que a García Márquez.
L.H.: -No recuerdo cómo di con Asturias. ...l no vivía en París, sino expatriado en Génova, en un palazzo derruido. Hice un viaje especial a Génova para entrevistarlo. Era un tipo muy simpático, uno de esos viejos que te adoptan en seguida, te cuentan sus cosas. Me llamaba "Luisito". Como hice con los demás, una vez que terminé el capítulo sobre él se lo di para que cambiara lo que quisiera. Asturias me lo devolvió sin corregir una palabra de las que él decía, pero había potenciado mis comentarios sobre él todo lo que yo decía de él. Donde yo escribía, por ejemplo, "un escritor guatemalteco del siglo XVIII", puso "un insigne escritor" Era muy grandilocuente. Todo el capítulo estaba inflado y, cuando lo terminé, me pareció un capítulo muy neumático. En realidad era un viejo farsante, y lo digo con cariño y admiración. Daba a entender que tenía un inconsciente maya, o maya quiché ¿no?, que reflejaba en su obra el inconsciente colectivo de los indios Era una fantasía, porque se trataba de un surrealismo adaptado a la ansiedad literaria por explotar esa mitología indígena descubierta cuando tradujo el Popol Vuh al francés junto con un etnólogo de la Sorbona. Todavía me gusta Hombres de maíz. En cambio El señor presidente, su novela más famosa, ha envejecido tanto como los esperpentos de Valle Inclán.

FELISBERTO Y LOS QUE QUEDARON FUERA


Durante la tarde completa de un sábado y la mañana del día siguiente dialogué con él sobre las idas y venidas de esas historias. He preferido transcribir los tramos que importan de la conversación sin otros cambios que la supresión de inútiles vacilaciones verbales y lugares comunes sobre la temperatura templada, los carruajes amish que pasaban por la carretera cercana y el sabor de la comida.

EL CANON DE LOS NUESTROS

Tomás Eloy Martínez: -¿Con qué criterio elegiste a los diez escritores de tu libro? Antes de que empezáramos a grabar, me dijiste que la novela latinoamericana era para vos un universo inexplorado, y que lo fuiste descubriendo a partir de tus lecturas y de tu relación con Julio Cortázar en París.
Luis Harss: -Así fue. Muchas de las cosas decisivas en la vida suceden por azar. La culpa de todo la tuvo Kazuya Sakai, el pintor argentino-japonés que era muy amigo mío. Estaba por irme a vivir a París. En vísperas del viaje me recomendó que me pusiera en contacto con un escritor argentino llamado Julio Cortázar. Yo me había apartado totalmente del mundo argentino y no conocía a Cortázar ni de nombre. Dejé pasar un par de años. Un buen día, al salir del Médicis, el hotelucho de la rue Monsieur-le-Prince donde paraba, me detuve ante las vidrieras de la librería española que estaba en esa misma calle. Delante, como haciéndome señas, vi la portada de Rayuela. El título no significaba nada para mí, pero reconocí en el nombre del autor, Julio Cortázar, a la persona que me había recomendado Sakai. Tuve un impulso y lo compré. Desde chico admiré a los grandes escritores como Faulkner y Dostoievki. La lectura de Cortázar me dejó una marca parecida. Rayuela me enseñó que era posible escribir en castellano de otra forma. Es una obra que se alza contra la tradición española y contra la forma de escribir en español que regía entonces. Me impresionó muchísimo, me emocionó. De inmediato la quise traducir al inglés. Recuerdo que cuando conocí a Cortázar le llevé un capítulo que había empezado a traducir, y me dijo: "Qué lástima, ya tengo traductor " Era, como ya sabemos bien, Gregory Rabassa. Dicho sea de paso, la traducción de Rabassa no tuvo suerte en inglés. Creo que, por mi ignorancia y mi torpeza, le caí en gracia a Cortázar. Me recibió muy amablemente y me abrió las puertas de su casa.
T.E.M.: -En Los nuestros hay una excelente descripción de ese primer encuentro: "Cortázar se sienta con las largas piernas cruzadas, las manos entrelazadas en las rodillas, y espera. Es un hombre de pasiones intelectuales que habla poco de sí mismo". Sin embargo, cuando lo fuiste a ver todavía no pensabas en escribir sobre él.
L.H.: - No. En esos meses, un editor de Nueva York, Roger Klein, insistía en que hiciera una serie de entrevistas a escritores latinoamericanos. Me resistía diciéndole "No los conozco. No sé quiénes son". Cortázar me permitió pensar en serio que un libro así era posible.
T.E.M..: -¿Para qué sello editaba Roger Klein?
L.H.: Harper &Row. Yo había trabajado un mes con él en esa editorial y nos hicimos amigos. Tenía una vida secreta que yo no conocía. Era gay en una época en la que ser gay creaba problemas, y Klein sufría mucho por eso. Antes de que saliera Into the Mainstream se suicidó. De principio a fin el libro había sido escrito de acuerdo con él. Con su muerte cayó en un vacío y se perdió. Pero fue rescatado por la edición en idioma español.
T.E.M.: -Vamos a recapitular. ¿Cómo fuiste yendo de un escritor a otro? Y, sobre todo, ¿cómo fuiste descartando a unos y prefiriendo a otros?
L.H.: -La respuesta es muy simple y va a decepcionar a muchos. Existía la Mafia, como Fuentes, Cortázar y Vargas Llosa llamaban a su grupo de amigos; era una especie de trenza de escritores dispersos por México, París, Buenos Aires. Se leían los unos a los otros, y se admiraban. ...sa era la nueva novela latinoamericana de aquellos años. En realidad, antes no había existido en el nivel continental, como sí sucedió con los poetas. Toda esta gente vivía en el idioma más que en el país. Los unía la idea de que su país común era el idioma español, y ese idioma era un artefacto arcaico y rechinante que necesitaba ser revivido y renovado, reclamaba desesperadamente una transfusión de sangre y de vida. La Mafia, entonces. La primera punta de ese ovillo que conocí fue Cortázar. Cortázar me dijo: "¿Sabés que hay otro tipo, acá a la vuelta, que se llama Mario Vargas Llosa? Ha publicado un solo libro, no es muy conocido todavía, pero es un excelente escritor. Te lo recomiendo". Lo encontré en un cuartito oscuro y allí me senté con él ante un grabador. Y así con los otros. Los llamaba por teléfono o me presentaba en su casa, llamaba a la puerta, y decía: "Me dicen que has publicado una novela muy buena" Algunos de ellos me tuvieron que prestar sus libros. Así los fui conociendo.
T.E.M.: -¿Dirías que Cortázar te ayudó a seleccionar el canon de Los nuestros?
L.H.: -No de manera directa. Los autores mismos me fueron llevando de uno a otro. Cortázar, sí, me dio el envión y me aportó su criterio. Antes de escribir el capítulo sobre él, leí Rayuela y todos los cuentos que había publicado hasta ese momento. Le entregué mi texto y él hizo varias marcas. Me decía "acá está mal" o "no es así". El capítulo sobre Cortázar es el más confuso de mi libro, porque es el que escribí más a tientas. Pero desde otro punto de vista es el más completo porque tuvo la amabilidad de aclararme cada cosa que yo no entendía. De ahí pasé a Vargas Llosa, y a los demás.
T.E.M.: -A Carpentier, quizá. Entonces vivía en París.
L.H.: -Alejo Carpentier Estoy tratando de recordar cuál fue el nexo con él. Su nombre sonaba mucho. Se hablaba de él como un candidato al Nobel. No me gustó cuando lo conocí. Era untuoso, rimbombante. Me pareció un oportunista encabalgado en la montura de la revolución cubana. Un tipo muy pretencioso, pero erudito, musicólogo, historiador, un típico intelectual latinoamericano con aspiración a la trascendencia universal.
T.E.M.: -Quien ganó el Nobel antes que todos ellos fue, sin embargo, Miguel Ángel Asturias. Se lo dieron en 1967, cuatro años antes que a Neruda, quince antes que a García Márquez.
L.H.: -No recuerdo cómo di con Asturias. ...l no vivía en París, sino expatriado en Génova, en un palazzo derruido. Hice un viaje especial a Génova para entrevistarlo. Era un tipo muy simpático, uno de esos viejos que te adoptan en seguida, te cuentan sus cosas. Me llamaba "Luisito". Como hice con los demás, una vez que terminé el capítulo sobre él se lo di para que cambiara lo que quisiera. Asturias me lo devolvió sin corregir una palabra de las que él decía, pero había potenciado mis comentarios sobre él todo lo que yo decía de él. Donde yo escribía, por ejemplo, "un escritor guatemalteco del siglo XVIII", puso "un insigne escritor" Era muy grandilocuente. Todo el capítulo estaba inflado y, cuando lo terminé, me pareció un capítulo muy neumático. En realidad era un viejo farsante, y lo digo con cariño y admiración. Daba a entender que tenía un inconsciente maya, o maya quiché ¿no?, que reflejaba en su obra el inconsciente colectivo de los indios Era una fantasía, porque se trataba de un surrealismo adaptado a la ansiedad literaria por explotar esa mitología indígena descubierta cuando tradujo el Popol Vuh al francés junto con un etnólogo de la Sorbona. Todavía me gusta Hombres de maíz. En cambio El señor presidente, su novela más famosa, ha envejecido tanto como los esperpentos de Valle Inclán.

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