Un ensayo fulmina la figura de Freud
El francés Michel Onfray publica su demoledor ensayo contra el 'padre' del psicoanálisis | "Extendió al mundo entero sus neurosis para que fueran digeribles" | "Tumbó a su propia hija en el diván durante años, pese a las normas" | "Su método era para ricos, a los pobres la enfermedad les iba bien para huir de su vida" | "Es conservador, bajo una capa emancipadora nos somete a una nueva religión"
Libros | 09/05/2011 - 01:10h
XAVI AYÉN
Barcelona
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Escritores en el diván
Bajo la pretensión de edificar una ciencia, Sigmund Freud (1856-1939) erigió, en realidad, una construcción artística, una filosofía que ha ejercido enorme influencia en Occidente pero que tiene más que ver con la literatura y el pensamiento mágico que con un análisis del mundo que pueda ser universalmente compartido. Esa es, a grandes rasgos, la tesis nuclear del ensayo Freud. El crepúsculo de un ídolo (Taurus), que se puso a la venta el pasado viernes y que dibuja a un Freud megalómano y mentiroso, adicto a la cocaína durante diez años, con una relación insana con sus padres –y ya no digamos con su hija Anna– y “obsesionado en extender al mundo entero sus propias neurosis con el fin de hacerlas más digeribles”.
El libro –que llega a España precedido del debate que generó el año pasado en Francia– es obra del filósofo Michel Onfray (Argentan, 1959), conocido, sobre todo, por su Tratado de ateología (Anagrama / Edicions de 1984) de hace seis años, un inesperado superventas en el que reivindicaba un nuevo modo de ser ateo, positivo, hedonista y defensor de la vida terrena frente a todo tipo de trascendencia. Las críticas al psicoanálisis –cuya eficacia terapéutica Onfray equipara al efecto placebo– no son algo nuevo, existen casi desde que esta disciplina vio la luz y las han formulado, por ejemplo, autores como Wittgenstein, Popper o Sartre, pero sin duda la habilidad del ensayista normando como divulgador y agitador otorgan al tema una renovada actualidad.
Onfray establece los diez puntos clave del freudismo y les contrapone diez réplicas, que desarrolla a lo largo de las casi 500 páginas del volumen. Frente a la importancia que esta doctrina da a los lapsus, los actos fallidos y los sueños, por ejemplo, el autor sostiene que “es posible, en efecto, atribuir un sentido a estos sucesos, pero de ninguna manera desde una perspectiva estrictamente libidinal y edípica”. El psicoanálisis “procede, básicamente, de la biografía de su inventor y funciona a las mil maravillas para comprenderlo a él... y solo a él”. Freud, en efecto, sintió deseo sexual hacia su madre, un fuerte rechazo hacia su padre y tuvo deseos incestuosos y una situación familiar confusa, “con renuncia a la sexualidad conyugal incluida”. Sus teorías serían, así, “la extrapolación a la humanidad entera de nociones que a él sí le encajaban como un guante”, como el complejo de Edipo.
Asimismo, el retrato que haceOnfray de la relación de Freud con su hija Anna resulta estremecedor. “Desde los 13 o 14 años, la hace asistir a las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Sorprende que un padre exponga a su joven hija a debates sobre la sexualidad anal, el incesto o las más oscuras perversiones sexuales”. Hay más: “Pese a la deontología definida por el propio Freud, que exhorta al psicoanalista a no tender jamás en su diván a allegados o familiares, él sometió a su hija Anna a análisis desde 1918 a 1922 y luego de 1924 a 1929, a razón de cinco o seis sesiones semanales. Es decir, que su propia hija le tenía que contar sus fantasías sexuales, sus angustias, su vida íntima... Freud contribuyó a crear los fantasmas de su hija, como el deseo de ser pegada por el padre, y se mostró con ella como alguien celoso, posesivo y tiránico, alejándola de los hombres. Anna terminó por ser lesbiana, y Freud, ni corto ni perezoso, tumbó en su diván... ¡a la compañera de su hija!”.
Lo peor, en cualquier caso, es la falta de deontología de Freud, según el relato de Onfray, quien detalla manipulaciones flagrantes de sus casos clínicos –a los que “curaba solo sobre el papel”–, destrucción de correspondencia, falsificación o directamente invención de casos... “Se trataba de que nada desmintiera sus teorías”. Onfray lo hace responsable del sufrimiento de mucha gente, así como de “dos muertes directas” de pacientes, entre ellas “la de un amigo suyo que se inyectó cocaína siguiendo sus indicaciones, lo que luego él, cobardemente, negaría”. Algunos ejemplos parecen, contados por Onfray y con la distancia que da el tiempo, ciertamente risibles: a una mujer que tiene un eccema alrededor de la boca le diagnostica que su padre la obligó a una felación de niña; a un paciente que tiene pánico a afeitarse y no consigue beber cerveza, le dice que ello debe de ser a causa de que, en su infancia, vio a su niñera sentada con las nalgas desnudas en un tazón de afeitar lleno de cerveza “para hacerse lamer a continuación” (“¡situación muy probable, en efecto!”, se divierte Onfray, que ve intolerable que “un terapeuta envíe a casa a todos sus pacientes con el diagnóstico de que la heterogeneidad de sus males depende de una sola y la misma causa: un trauma infantil debido a un abuso sexual”). El mismo Freud abandonaría este radicalismo por un tiempo pero Onfray lo atribuye a que “los pacientes empezaron a desertarle”.
Todo ayuda al dibujo que persigue el autor de este Freud...: desde sus coqueteos con el ocultismo y la telepatía hasta su adicción a la cocaína (“necesito mucha”, le escribe a un amigo) pasando por la avidez por el dinero y la ascensión social, que lo condujo, según Onfray, “a idear un método que le permitiera hacerse rico, solo apto para los burgueses adinerados”, pues llegó “a rechazar a los pacientes pobres, argumentando incluso que para ellos la enfermedad era preferible a su triste vida cotidiana, una especie de vía de escape”. Onfray ha calculado que Freud cobraba el equivalente a 415 euros por sesión. Cada sesión duraba una hora, y llegó a tener hasta diez diarias, “con lo que al final del día se embolsaba no menos de 3.300 euros, y hay que decir que en las sesiones de la tarde se dormía con frecuencia, lo que llegó a justificar como algo que no afectaba a la terapia”.
Los capítulos finales se consagran a mostrar por qué, en opinión del autor, el psicoanálisis no es un movimiento liberal o progresista, sino conservador, pues lo que ha hecho es, “bajo una capa emancipadora, someternos a una nueva religión secular, cuyos mandamientos, como sucede en las sectas, no son nunca demostrados sino que basan su validez en la palabra del hechicero. La izquierda, al menos en Francia, se cree todavía la leyenda de Freud como liberador, judío progresista, amigo de las mujeres... pero en realidad tuvo simpatías por los cesarismos políticos del siglo XX, como testimonia una dedicatoria extremadamente afectuosa que le hizo a Mussolini en 1933... Fue misógino y falócrata”. Las opiniones homófobas de Freud –quien también vio la masturbación como una patología– son traídas a colación por Onfray para redondear su retrato.
El dato
El día que vino Marilyn
La hija del padre de todo, Anna Freud, trabajará –a pesar de que su título era el de maestra– como psicoanalista de niños. Pero su paciente más célebre será la actriz Marilyn Monroe. Onfray lo recuerda: “En 1956, un Rolls se detiene frente a la consulta de Anna Freud. La actriz está a punto de hundirse en otra depresión nerviosa y desaparece durante una semana de un rodaje en Londres para echarse en el diván de Anna. Marilyn le confiesa que ha leído La interpretación de los sueños y que le encanta desnudarse en público. Anna la sienta en el extremo de una larga mesa y le da unas canicas de vidrio para, en función de lo que haga con ellas, emitir un diagnóstico. Marilyn lanza las canicas una tras otra. La doctora emite su oráculo: eso es el deseo de un contacto sexual. En los archivos del centro está su ficha, que dice: ‘Impulsividad exagerada, necesidad constante de aprobación exterior, no tolera la soledad, tendencia a las depresiones...’”
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