¿Tenemos un lado malvado?
Pensamos que el asesino, el torturador, es un ser de mente perversa, que disfruta con la atrocidad y sufre alguna patología. Pero usted, yo o su mejor amigo, bajo ciertas circunstancias, podemos convertirnos en monstruos
ES | 18/11/2011 - 08:00h
CRISTINA SÁEZ
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Portada del suplemento ES del día 19 de Noviembre de 2011
HISTORIAS DEL MAL
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La tentación del mal sobreviene más fácilmente en situaciones desesperadas. Nuestro cerebro suele escoger la vía rápida, aunque tenga otras opciones a la vista, por desconocimiento o temor. Así se explican las grandes tragedias del siglo XX: todas, sin excepción, tuvieron un importante componente emocional. La maldad era la respuesta más sencilla ante la crisis étnica, social o económica. Repasamos siete momentos históricos en los que el lado más oscuro de la humanidad se manifestó en su forma más brutal.
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El horror nazi
Hitler no hubiera accedido al poder si la Gran Guerra no hubiese dejado a Alemania humillada. Los judíos sólo eran el 1%, pero al ser señalados como culpables de todo, la sociedad hizo la vista gorda ante su eliminación: seis millones murieron
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Jemeres rojos
El régimen macabro de Pol Pot (1975-79) se propuso la eliminación de todo rastro del pasado para crear una nueva sociedad. Dos millones de personas murieron: eran el “enemigo oculto” de la revolución, los detractores del nuevo orden social
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La Guerra Civil
A medida que avanzaba el conflicto (1936-39), ambos bandos se radicalizaron con un sólo objetivo: eliminar al adversario. En la posguerra, el régimen de Franco eliminó a alrededor de 200.000 enemigos políticos y propagó el odio hacia los vencidos
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Los crímenes estalinistas
Los enemigos de la URSS no estaban fuera de ella, sino dentro. Stalin provocó hambrunas, creó campos de concentración e instauró purgas dentro del partido. Causó decenas de millones de muertos, aunque hay discrepancias sobre las cifras
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La matanza de Ruanda
El genocidio se basó en un conflicto basado en una mentira: tutsis y hutus no tienen diferencias raciales ni lingüísticas. Los hutus asumieron el poder después del dominio tutsi, y se dedicaron a exterminarlos sin piedad: hasta un millón de muertos
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La masacre armenia
Considerado el primer genocidio sistemático moderno: el imperio otomano (actual Turquía) quiso solucionar la “cuestión armenia” porque eran cristianos. Se calcula que hubo dos millones de muertos
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Heridas balcánicas
El odio exacerbado entre serbios y bosnios tuvo su principal escenario en Srebrenica (1995). El conflicto se basó en cuestiones territoriales y religiosas. La limpieza étnica causó 8.000 muertes en un mes
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SERGIO DANIEL BOTE
En abril del 2004, los medios de comunicación de todo el mundo mostraron unas imágenes escalofriantes. En ellas se veía a un grupo de soldados estadounidenses, hombres y mujeres, sometiendo a presos iraquíes civiles a toda clase de vejaciones y torturas en la cárcel de Abu Graib. Algunas fotos enseñaban a una mujer soldado arrastrando a un prisionero del cuello, desnudo, atado con una correa, como si fuera un perro; en otras, los carceleros obligaban a los reclusos a masturbarse, a simular felaciones, a posar en posturas sexualmente humillantes. Incluso existe constancia documental de la violación de presas y de la sodomización con toda clase de objetos a reclusos.
Al saltar la noticia, el planeta entero se escandalizó. ¿Quiénes eran aquellos monstruos? ¿Cómo habían sido capaces de hacer algo así? Se hablaba demaldad extrema, de enfermos mentales, de psicópatas. ¿Cómo podían haber entrado en el ejército? La administración Bush rápidamente salió al paso afirmando que eran “manzanas podridas” y asegurando que aquello era un hecho aislado que no se repetía en todo el ejército estadounidense.
Es evidente que hay gente que comúnmente calificaríamos de mala. Podrían ser personas con enfermedades mentales que disfrutan viendo sufrir a los demás. Sin embargo, la mayoría del daño causado en el mundo no lo producen ellos, sino miles de personas, anónimas, normales y corrientes, que ante determinadas situaciones sucumben al lado oscuro.
Tradicionalmente, se habían buscado respuestas a qué engendra la maldad desde las ciencias sociales. No obstante, de un tiempo a esta parte se empiezan a aplicar los últimos descubrimientos en neurobiología. Y es que a menudo, la línea que separa el bien del mal es sumamente fina y permeable.
El experimento de Stanford Por lo visto, antes de llegar a Abu Graib, aquellos jóvenes soldados eran chavales normales y corrientes según el estándar de EE.UU.: practicaban deporte, eran creyentes, disciplinados, patriotas, buenos hijos, buenos amigos… ¿Cómo es posible que gente normal y corriente sea capaz de cometer atrocidades? Esa es la pregunta que durante mucho tiempo le rondó por la cabeza a Philip Zimbardo, profesor de Psicología de la Universidad de Stanford, en California, quien lleva toda la vida estudiando el mal. Zimbardo creció en un gueto de Nueva York, en South Bronx, en el seno de una familia siciliana pobre. Y recuerda que allí veía la maldad por todas partes. Y también el fracaso. Quizás fue eso lo que lo impulsó a tratar de entender qué hace que una persona pase al lado oscuro. Para ello, decidió llevar a cabo un experimento junto con su equipo de colegas del departamento de Psicología de la universidad. En 1971 puso un anuncio en el periódico en el que se pedían estudiantes para participar en un estudio sobre la vida en la cárcel durante dos semanas. A cambio, recibirían 15 dólares al día. Se inscribieron cientos de personas y tras realizar test de personalidad y entrevistas, escogieron a 75 completamente normales. Luego, lanzando una moneda al aire, decidieron quiénes serían presos y quiénes, guardias. Los presos vivirían durante todo el experimento en celdas y los guardias rotarían en turnos de ocho horas.
“Mi objetivo era averiguar qué ocurre cuando pones a gente buena en un mal lugar”, explica Zimbardo en El efecto Lucifer (ed. Paidós, 2009). Para conseguir que el experimento fuera lo más real posible, incluso hizo que la policía arrestara a los chicos a los que les había tocado ser reclusos. Los detenían, los esposaban, los llevaban a la comisaría, los fichaban y tomaban sus huellas; incluso los chavales hablaban con un abogado de oficio y podían realizar una llamada. Luego, les vendaban los ojos y los trasladaban a la prisión, donde los esperaban los guardias.
No obstante, las cosas no sucedieron exactamente como Zimbardo esperaba. Y pronto tuvieron que detener el experimento. Apenas 36 horas después de haber comenzado, los chicos que hacían el papel de presos comenzaron a sufrir crisis nerviosas en respuesta al estrés al que estaban sometidos. De hecho, tres tuvieron que salir del experimento porque mostraban síntomas de ansiedad, depresión extrema, pensamiento confuso y rabia incontrolada. El resto se rebelaron y amotinaron, y empezaron a insultar a los guardias. Estos, por su parte, se metieron por completo en su papel, impusieron reglas a los reclusos, les obligaron a hacer trabajos sin sentido, como por ejemplo quitar todas las espinas de una sábana que previamente los carceleros habían restregado contra un arbusto con pinchos. Les hicieron insultarse entre ellos, maldecirse, limpiar los lavabos con sus propias manos, hacer cientos de flexiones, a veces con la bota de algún guardia encima. Y como la violencia física estaba prohibida, recurrieron a la tortura psicológica.
Incluso el propio Zimbardo, que en el experimento actuaba como gobernador de la prisión, cayó en la trampa y empezó a preocuparse por posibles revueltas en la cárcel y hasta por una hipotética fuga de presos. Estaba tan metido en el papel que era incapaz de ver la locura que estaba generando, hasta que otra investigadora –y compañera sentimental– le hizo abrir los ojos y darse cuenta de que aquello había llegado demasiado lejos. Seis días después de haber comenzado, Zimbardo decidió poner punto final al experimento.
Controvertido y polémico, el estudio de la cárcel de Stanford se ha convertido en una piedra angular de la psicología social. Con él se evidenció que las situaciones pueden pesar más que los rasgos de personalidad de la persona a la hora de determinar su comportamiento. “Nuestro experimento demostró que situaciones demenciales pueden generar comportamientos demenciales en gente normal”, afirma Zimbardo, que continuó estudiando y trabajando sobre el comportamiento social y años después asistió al juicio de algunos de los soldados que habían participado en la barbarie de Abu Graib. Zimbardo no podía dejar de asombrarse de las muchas similitudes entre su experimento y aquel episodio.
“Entre aquellos soldados estaba Ivan Frederick, que cuando cometió tales abusos tenía 37 años. Era hijo de un minero y muy americano: jugador de baloncesto, súper patriota, creyente. En Abu Graib, se deshumanizó. Trabajaba en turnos de doce horas, siete días a la semana, cuarenta días seguidos sin descansar; incluso dormía en una celda de prisión. Sucumbió a la presión del entorno para cometer actos de otra forma impensables”, recuerda este psicólogo especialista en el mal.
El monstruo que hay en mí Durante la II Guerra Mundial, el batallón de exterminio 101 llevó a cabo una de las más atroces masacres en Polonia. Mataron a 38.000 hombres, mujeres y niños, todos ellos judíos. El historiador estadounidense Christian Browning estudió aquel episodio y en su libro Ordinary men (sin edición en castellano) explica que los integrantes de aquel batallón eran personas de clase media trabajadora, de edades entre los 37 y los 42 años, con familias, con emociones normales. Muchos no eran ni siquiera miembros del partido nazi y seguramente una parte de ellos, en cambio, pertenecieron al partido comunista, al socialista o formaban parte de algún sindicato. No eran, dice Browning, hombres programados desde su nacimiento para ser asesinos. Cuando les ordenaron matar, la mayoría apretaron el gatillo con lágrimas en los ojos. Eran asesinos en masa pero también hombres corrientes.
Acabada la barbarie de Hitler, en 1961 se inició el juicio contra Adolf Eichmann en Israel, acusado de genocidio contra el pueblo judío y crímenes contra la humanidad. La filósofa Hannah Arendt asistió a aquel proceso judicial como enviada de la revista The New Yorker. Tras escuchar los muchos relatos e historias de nazis, Arendt tuvo una revelación. El mal, dijo, era a menudo banal. Para esta filósofa, Eichmann no era un monstruo ni tampoco un pozo de maldad, tal y como era considerado por la prensa. Pero tampoco era inocente. Según Arendt, no había cometido tales actos de crueldad porque fuese malvado, sino porque quería prosperar en su carrera profesional. “Bajo determinadas circunstancias, cualquier persona normal puede sucumbir y cometer actos ‘monstruosos’”, consideraba esta politóloga, que plasmó sus ideas en Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal(Debolsillo).
Los ingredientes del mal En la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), un grupo multidisciplinar formado por sociólogos, antropólogos, historiadores, psicólogos y neurocientíficos, han puesto en marcha el Campus por la Paz. Desde allí estudian conflictos, guerras, analizan qué los han causado, cuáles son los ingredientes que de confluir hacen que nos pasemos al lado oscuro y tratan de hallar maneras de lidiar con ellos, bien para resolverlos, bien para evitar que se produzcan de nuevo.
Xaro Sánchez, doctora en Psiquiatría y coordinadora del Centro de Investigación y Estudios de Conflictología de la UOC, explica que para entender cómo una persona es capaz de cometer atrocidades –sin sufrir ninguna patología– hay que tener en cuenta, en primer lugar, cómo funciona nuestro cerebro, que es el mismo desde hace 100.000 años y se formó cuando nuestros antepasados debían saber en fracciones de segundo si los individuos que tenían delante iban en son de paz o, por el contrario, eran enemigos que se debían combatir. Les iba su supervivencia en ello. De ahí que el cerebro desarrollara vías rápidas para detectar con un golpe de vista si alguien era o no amigo o enemigo.
“El cerebro necesita saber a qué grupo pertenece, en quién es mejor confiar, con quién va a sobrevivir más, por lo menos en teoría. De ahí que haya toda una serie de señales que identifiquemos de forma instintiva sin ningún tipo de aprendizaje: una persona que no es de tu país, que no habla tu lengua, que no es del color de tu piel o que es de otra cultura desarrolla prejuicios rápidamente en el cerebro. Son sesgos cognitivos, vías rápidas que tiene el cerebro para adquirir información. Y por eso en buena medida se desarrolla el conflicto, porque la primera reacción que tiene el cerebro es decir: esto es distinto, puede comportarme problemas”. Y se necesita un cerebro racional por el que pasar las emociones y desde el que analizar si la situación realmente comporta peligro.
Así pues, el primer paso para sacar la bestia que llevamos dentro es identificar al otro como enemigo que no pertenece a nuestro grupo, y el segundo paso es generar miedo respecto a él. “Con él se justifican actos de violencia, de represión e incluso guerras. Es una emoción fácilmente manipulable. Por ejemplo, si en las noticias en televisión nos explicaran que una persona de raza negra ha violado a una mujer de raza blanca y esa noticia la pasaran de forma repetida, se generaría miedo en la población hacia las personas negras”, explica Eduard Vinyamata, director del Campus por la Paz y profesor de conflictología. A comienzos de los años noventa, la tensión entre serbios y croatas iba en aumento, en parte debido a la televisión, que se usó como medio para generar miedo y odio. “Un episodio fue especialmente significativo –recuerda Vinyamata–. Se estaba celebrando un mitin político serbio, fuera del local había un grupo de croatas que aguardaban los resultados y también un grupo de activistas serbios que se hicieron pasar por croatas, que insultaron a los serbios y les lanzaron piedras. Esas imágenes de los supuestos croatas cometiendo actos de violencia contra los serbios se pasaron repetidas veces por televisión, lo que acabó generando pánico entre la población serbia. Quienes lo veían, sentían estrés y miedo ante la posibilidad de ser atacados por los que comenzaban a considerar sus enemigos y que hasta entonces habían formado parte de una misma sociedad. Aquel sentimiento en la población facilitó las cosas al Parlamento serbio para aprobar el inicio de la guerra”.
El miedo es una emoción básica que nos permite reaccionar rápidamente ante una situación, una estrategia evolutiva sin la que, seguramente, hoy no estaríamos aquí. Se genera en el sistema límbico, el llamado cerebro emocional, que comprende regiones como el hipocampo o la amígdala, encargadas de las emociones, desde la alegría, hasta la tristeza o el amor.El miedo es tan poderoso que bloquea al resto de procesos cerebrales. Por eso se usa como arma en las guerras.
El tercer ingrediente fundamental es la deshumanización. Nubla el pensamiento y potencia la percepción de que las otras personas son menos que humanos, por lo que merecen sufrir, torturas e incluso la muerte. Durante la dictadura militar en Chile las autoridades distinguían entre los humanos y los humanoides, quienes a pesar de tener forma de persona carecían de naturaleza humana; todos los males que padecía el país era culpa de ellos. “Al deshumanizar a alguien, le quitamos el identificador de que esa persona es alguien de nuestro grupo, de la especie humana, por lo que es más fácil hacerle daño”, apunta Vinyamata.
Para deshumanizar al enemigo nuevamente hay que tocar al cerebro emocional. Detectar qué cosas producen repugnancia, sensaciones desagradables, miedo, para ahondar en ellas y asociarlas a un colectivo determinado. Durante la II Guerra Mundial, Estados Unidos contrató a un grupo de científicos sociales para que les ayudaran a tejer una imagen sobre los japoneses y así poder justificar delante de la población el lanzamiento de la bomba atómica. Estos presentaron al pueblo nipón como seres que comían pescado crudo, algo que hoy en día es una delicatessen pero que en aquel momento se consideraba repugnante en Occidente.
Para convencer a los alemanes de que el genocidio de judíos europeos era necesario, Hitler comenzó modelando las creencias de los niños en las escuelas mediante las lecturas. En los libros escolares, los judíos eran representados en escenarios negativos. Detrás de aquellas acciones estaba Julius Streicher, editor del periódico semanal Das Sturmer, que solía diseminar propaganda antisemítica en sus páginas. Poco a poco fue creando una imagen de los judíos como una subraza que suponía una amenaza para Alemania. Usó tópicos y estereotipos como que los hombres mayores eran lascivos y trataban de seducir a jóvenes arias, que contaminaban su sangre mediante el sexo o que sus carnicerías estaban sucias o que los abogados judíos no tenían escrúpulos.
En la conquista del Oeste, mujeres y negros eran vistos como seres sin alma, inferiores. E historias parecidas se sucedieron en Ruanda, cuando se estableció la distinción –inexistente– entre hutus y tutsis; o en los Balcanes. Pero, ¿cómo pueden argumentos tan débiles generar conflictos? “Basta con que alguno de esos argumentos toque a la parte emocional de nuestro cerebro –explica Xaro Sánchez, psiquiatra e investigadora del Campus por la Paz de la UOC–. Esa parte proviene evolutivamente de emociones muy básicas, como el asco, la agresividad, el miedo. Nos sirvieron para sobrevivir en un momento determinado y ahora nuestro cerebro teje rápidamente redes alrededor de esas emociones a partir de las cosas que vivimos. Sin esas reacciones que hoy en día nos pueden parecer absurdas quizás no hubiésemos sobrevivido, por lo que no debemos infravalorarlas”. Ahora bien, hay que pasarlas por el tamiz de la razón.
El cuarto ingrediente es el anonimato. Cuando las personas se sienten anónimas en una situación, que el resto de individuos desconoce sus verdaderas identidades, entonces les resulta mucho más sencillo comportarse de maneras poco sociables. “Anonimato significa: no soy responsable de mi comportamiento. Me pongo una capucha, una máscara, unas gafas y escondo mi identidad”, comenta Zimbardo. En Abu Graib, los soldados no llevaban uniforme cuando estaban de servicio. Los interrogadores y los visitantes entraban y salían a sus anchas de la prisión sin identificarse; de hecho, nadie que estuviera al cargo era identificable. “Si nadie sabe quién soy, nadie sabrá qué he hecho”, parecían pensar. Sus acciones estaba difusas en lugar de focalizadas en cada individuo. Y lo mismo ocurría en el experimento de Stanford. Durante el cambio de turno, los guardias que entraban a trabajar, les ponían una bolsa en la cabeza a los presos, les encadenaban los pies y les obligaban a caminar agarrados del hombro, entre insultos y empujones. Era el último momento en que se les permitía ir al lavabo y los guardias aprovechaban la oportunidad para abusar de los presos, quizás porque creían que nadie se iba a enterar.
Se ha demostrado que, además, cuando las personas cometen este tipo de actos, viven en un estado de presente expandido, que es la quinta y última circunstancia necesaria para la maldad. Ese presente dilatado hace que pasado y futuro sean irrelevantes. Los sentimientos se imponen a la razón y la acción, a la reflexión. Y los procesos emocionales, cognitivos y de motivación dejan de funcionar. No se miden las consecuencias y así resulta fácil entrar en guerra. Engañas, robas, matas, violas porque no piensas en el mañana. Para Zimbardo, “el mal consiste en personas que se quedan atrapadas en el presente y no piensan nunca en el futuro. No piensan al violar a una mujer cómo se va a sentir ella más tarde. Sólo buscan su propio placer aquí y ahora”.
Que una persona buena pueda sucumbir ante determinadas circunstancias no es excusa para ningún comportamiento atroz, ni mucho menos. En El efecto Lucifer, Zimbardo argumenta que “entender cómo alguien es capaz de actuar así nos permite identificar las fuerzas sociales corrosivas, las que tenemos que contrarrestar si no queremos ir por ese camino”. Para este experto, debemos dejar de dar vueltas sobre si somos buenos o malos por naturaleza. “Todos nacemos con la capacidad de ser afectuosos, indiferentes, creativos, bondadosos, crueles... y la misma mente es la que lleva a unos a convertirse en héroes y a otros, en villanos”.
Pero que nuestro cerebro funcione así no significa que haya que resignarse. La información, la comunicación, son las herramientas esenciales de que disponemos para contrarrestar losestereotipos y los prejuicios, y dejar de sentir así miedo ante lo desconocido, que es lo que conduce hacia la violencia. Si no sabemos quién es el otro, lo temeremos. Si lo conocemos, veremos que entre él y nosotros hay muchas más similitudes que diferencias. Y entonces nos será inimaginable hacerle daño.
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Movidos por el rencor
“En Sarajevo había francotiradores, cuyo cometido era producir terror entre la población –recuerda Eduard Vinyamata, director del Campus por la Paz de la UOC, y profesor de conflictología, que estudió el conflicto de los Balcanes in situ–. Las víctimas tenían tarifas. La más baja era para las personas mayores, los ancianos. Y la más alta, para los niños. Si los dejabas inválidos o lisiados, aún más alta, porque producías más dolor en los padres y en la población. Curiosamente, el mejor francotirador de Sarajevo era una mujer, que había sido campeona de tiro olímpico. Ella había visto morir a sus hijos de manera cruel a manos del ejército contrario. Actuaba movida por el rencor, el odio, el miedo. Las personas no son ni buenas ni malas. O más bien son buenas pero las circunstancias a veces les hacen ser agresivas y violentas”.
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