domingo, 10 de abril de 2016

Mario Vargas LLOSA sobre Tirant lo Blanc y el Amor

«Es este el mejor libro del mundo» escribió Cervantes de Tirant lo Blanc y la sentencia parece ahora una broma. Pero lo cierto es que se trata de una de las novelas más ambiciosas, y, desde el punto de vista de su construcción, tal vez de la más actual entre las clásicas. Nadie lo sabe porque muy pocos la leyeron y porque ahora ya nadie la lee, fuera de algunos profesores cuyos trabajos de análisis histórico, vivisección estilística y cateo de fuentes suelen contribuir involuntariamente a acentuar la condición funeral de este libro sin lectores, ya que sólo se autopsia y embalsama a los muertos. Estos ensayos eruditos, y a veces admirables por su rigor e información, como el prólogo de Martí de Riquer a la edición de 1947, nunca demuestran lo esencial: la vitalidad de este cadáver. Ocurre que la vida de un libro —la vigencia de sus técnicas, la eficacia de su fantasía, su poder de persuasión que no disminuyó con los siglos— no se puede describir: se descubre por contaminación cuando se encuentran el libro y el lector. ¿Qué ha impedido hasta ahora que Tirant lo Blanc y los lectores se encuentren? Este drama no se explica sólo por el drama de la lengua en que la novela fue escrita (las lenguas en que se narraron las historias originales del Cid, de Beowulf, de Rolando o de Peredur son menos descifrables para el lector común de nuestros días y sin embargo esos héroes están más vivos que Tirant), sino, sobre todo, por el drama de un género: las novelas de caballerías. Un lugar común enseña que Cervantes las mató. ¿La solitaria mano de un manco pudo perpetrar genocidio tan numeroso? Las había condenado la Iglesia y perseguido la Inquisición, muchos escritores las vituperaron y por fin la sociedad las olvidó. ¿Qué temor inspiró esta conjura? He leído unos pocos libros de caballerías (¿dónde leer esos centenares de títulos catalogados por Pascual de Gayangos y Henry Thomas?) y pienso que fue el miedo del mundo oficial a la imaginación, enemiga natural del dogma y fuente de toda rebelión. En un momento de apogeo de la cultura escolástica, de cerrada ortodoxia, la fantasía de los autores de novelas de caballerías debió resultar insumisa, subversiva su visión sin anteojeras de la realidad, osados sus delirios, inquietantes sus criaturas fantásticas, sus apetitos diabólicos. En la matanza de las novelas de caballerías cayó Tirant y por la inercia de la costumbre y el peso de la tradición todavía no ha sido resucitado, vestido en su armadura blanca, montado en su caballo y lanzado en pos del lector, desagraviado. Pero más importante que averiguar la razón del olvido en que ha vivido esta novela es arrebatarla a las catacumbas académicas y someterla a la prueba definitiva de la calle. ¿Se derrumbará al salir a la luz como uno de esos fósiles que los museos conservan con sustancias químicas? No, porque este libro no es una curiosidad arqueológica sino una ficción moderna.
 
 
1. A imagen y semejanza de la realidad
 
Martorell es el primero de esa estirpe de suplantadores de Dios –Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner– que pretenden crear en sus novelas una «realidad total», el más remoto caso de novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo. ¿Qué significa que esta novela es una de las más ambiciosas? Que Tirant lo Blanc es el resultado de una decisión tan descabellada como la de aquel personaje de Borges que quería construir un mapamundi de tamaño natural. Lo más difícil es tratar de clasificarla, porque todas las definiciones le convienen pero ninguna le basta.
 
¿Es una novela de caballería? Sí, pero «distinta», como han señalado los críticos, porque es menos inverosímil que las otras ya que en ella casi no hay acontecimientos sobrenaturales ni personajes fabulosos, y acaso la única historia estrictamente fantástica, la aventura del caballero Espèrcius, sea un añadido de Martí de Galba que no figuraba en el proyecto inicial de Martorell. Abolido Espèrcius ¿puede hablarse de una «novela realista»? Habría que olvidar también el sueño en que la Virgen se aparece al rey de Inglaterra para aconsejarle que ponga al frente de su ejercito a Guillem de Varoic, las «magnificencias de la Roca», la mágica desaparición del Dios del Amor durante las fiestas de bodas del rey de Inglaterra, la insólita llegada del Hada Morgana a Constantinopla, la imposible presencia del rey Artús entre los vasallos del emperador bizantino, y la «claredat d’àngels» que baja del cielo a llevarse las almas de Carmesina y de Tirant, aparte de que ¿puede considerarse probable (ésta parece ser la condición del «realismo» en su concepción corriente) que Tirant haya «conquistat en quatre anys e mig tres centes setanta dues viles, ciutats e castells», matado a millares de hombres y convertido y bautizado a otros tantos? Admitamos que se trata de excesos de inventiva que no afectan el conjunto de la obra y que la masa principal de hechos, personajes y lugares son de naturaleza no fantástica. Ahora bien: ¿de qué clase de novela realista se trata?
 
¿De una novela histórica? Los críticos han rastreado los sucesos verídicos emboscados detrás de las hazañas de Tirant, comprobado que el sitio de Rodas por los sarracenos se basa en hechos que ocurrieron y adivinado cómo y a través de quién pudo documentarse Martorell, demostrado que la gesta de Tirant en el Imperio griego evoca con alguna fidelidad la odisea de Roger de Flor y su compañía catalana relatada por Ramon Muntaner, identificado entre los personajes de la ficción a un puñado de monarcas, reinas, príncipes y nobles que existieron, separado las acciones, sitios y hasta accidentes geográficos ciertos de los inventados. No hay duda: los materiales que Martorell usurpa a la historia son abundantes y ésta desempeña en Tirant lo Blanc una función más importante que en otras novelas medievales. ¿Pero cómo considerar documental un libro que acerca acontecimientos separados por siglos, arrima ciudades distantes, cambia ríos e iglesias de lugar, inventa imperios y reyes, y «describe» una invasión de Inglaterra por los árabes? ¿Cómo fiarse del testimonio de un libro que distorsiona el tiempo y el espacio, atropella la cronología y la estadística, que mezcla tan inextricablemente la verdad y la mentira, que no diferencia entre lo ocurrido y lo soñado o inventado, que está tan enraizado en el mundo objetivo de lo sucedido como en el mundo subjetivo de lo imaginado?
 
¿Por qué no llamarla, más bien, una «novela militar»? Martorell conoce todos los secretos de la brutalidad de su época, su libro es (también) una exposición sobre el arte abyecto de la guerra y suministra en torno a la violencia medieval una información minuciosa, caudalosa y brutal. La crítica ha advertido que en tanto que otros héroes caballerescos son casi siempre combatientes solitarios, Tirant capitanea ejércitos; titán de la lucha singular como el Amadís o el Palmerín, es asimismo un estratega genial. Aquí también aparece esa ambición cuantitativa, ese apetito sin fronteras, esa emulación envidiosa de la realidad que caracteriza al suplantador de Dios. Martorell pretende saberlo y decirlo todo sobre los duelos, los torneos y las formas de la guerra en el mar, el campo y la ciudad. ¿Cómo aprende el caballero cristiano a soportar el castigo, a odiar, y a respetar las reglas del juego de la muerte? El hijo de Guillem de Varoic aparece en tres momentos furtivos de su «educación»: recién nacido, es golpeado para que llore por la partida de su padre y comparta la tristeza de su madre; niño, su padre lo hace rematar a un árabe malherido y lo enjuaga en la sangre del muerto; joven, se presta a las armas invictas de Tirant para participar en un torneo y derrota a sus adversarios. ¿Cuál es la formación guerrera de un infiel? Los hombres de la tierra de Enedasi, que combaten en el ejército del rey de Jerusalén, tuvieron el siguiente aprendizaje: «com és d’edat de deu anys, li mostren de cavalcar e de jugar d’esgrima; com sap dé d’açò, posenlo ab un ferrer perquè los braços li tornen asits e forts e sàpien colpejar en les armes com mester ho han; aprés los fan demostrar de lluitar e de tirar llança, e tota cosa que bona sia per les armes; e lo darrer ofici que els mostren és carnicers, perquè s’aveen a esquarterar la carn e no hagen temor de menjar la sang, e ab tal ofici tornen cruels». Hay duelos individuales y colectivos, a pie y a caballo, deportivos y a «tota ultrança». Dos requisitos les son comunes: igualdad aparente de fuerzas (Tirant arroja sus armas y lidia con el alano del duque de Gales con uñas y dientes hasta matarlo de un mordisco) y una «mise en scène» estricta que, como en e duelo entre Tirant y Tomás de Muntalbà, suele constar de cuatro actos o tiempos: 1) antes del duelo físico, los adversarios protagonizan un duelo oral o escrito en el que cruzan insultos y cumplimientos; 2) discuten las armas, el lugar y las características del combate, eligen los jueces y entregan prendas; 3) se abrazan y besan, y 4) luchan hasta que uno muere. Todo está puntualizado: las circunstancias de cada torneo y sus escenarios y ritos, el tenor de las cartas de desafío, las armas, vestiduras y símbolos adecuados para cada ocasión, cómo se establece y se rompe el cerco a una ciudad, y las tácticas y horrores específicos de cada batalla. ¿Cuánto ganan los soldados que van a Constantinopla con Tirant? «Al ballester donaven mig ducat lo dia, e al home d’armes un ducat». ¿Y los hombres del Gran Turco y del Soldán? «E cascun dia los donaven mig ducat per llança, e als de pue, mig florí». Hay batallas de a mentiras, como la que se lleva a cabo para tomar el castillo de la Roca; de pocos combatientes como la que enfrenta a Tirant y dieciocho moros en las afueras de Rodas, y multitudinarias; con intervención de máquinas de guerra, o sólo de infantes, o sólo ecuestres o mixtas. El repertorio estratégico es inagotable; una batalla se puede ganar cambiando por jabón blanco y queso los proyectiles de las ballestas enemigas y hasta el instinto sexual de las bestias puede ser aprovechado para el triunfo: Tirant acerca una manada de yeguas cristianas al campamento del Gran Turco y del Soldán y en la estampida rijosa de caballos musulmanes que se produce, ataca y vence. La violencia es alternativamente idealizada y descrita con detalles naturalistas atroces: los habitantes de Todas comen gatos y ratas durante el asedio, a menudo los sesos de las víctimas se chorrean por «los ulls e per les orelles», hay cabezas cercenadas y clavadas en lo alto de una pica, heridas que tardan meses en cerrar. En apariencia (y la apariencia, ya lo veremos, lo es todo en este mundo), los nobles guerrean porque aman ese deporte viril  ambicionan la gloria; pero bajo esos brillos se agazapan a veces la codicia y el tráfico: lo señores de Malveí se han enriquecido con la guerra, Tirant recibe luego de su primera victoria en Grecia quince ducados por cada prisionero (ha capturado cuatro mil trescientos), y al emperador bizantino le ofrecen por el rescate de sus rehenes, el Gran Caramany y el rey de la soberana India, tres veces el peso en oro del primero y el peso y medio del segundo. Sí, se trata de una «novela militar», en el sentido que lo es «La guerra y la paz», y Martorell tal vez hubiera reclamado como Tolstoi el título de historiador castrense, ¿pero cómo llamar sólo militar a un libro que dedica tantas páginas al reposo de los guerreros, que se demora en las alcobas y salones de los palacios, que se interesa en las conductas privadas de los personajes tanto como en sus hazañas públicas? ¿No sería mejor novela «costumbrista, social»? Aunque probablemente Martorell sólo conoció Inglaterra de todos los países donde transcurre su novela –su tierra no es escenario de ningún episodio, la única alusión a Valencia es lateral– Tirant lo Blanc aprisiona la sociedad de su tiempo con una envolvente mirada balzaciana y el sociólogo puede recoger en sus páginas un oceánico repertorio de datos sobre las clases sociales, las instituciones y las costumbres de esa Edad Media que, al aparecer el libro en 1490, está ya, como la Francia de La Comedia Humana, la Inglaterra de Dickens, la Rusia de Tolstoi y el Deep South de Faulkner, condenada a morir. Buitre que se alimenta de carroña histórica, sepulturero y rescatador verbal de una época, como todo novelista total, Martorell es también un maniático y perverso entomólogo. Aunque los personajes principales pertenecen a la aristocracia, o acceden a ella en el transcurso de la acción, como Plaerdemavida o Hipòlit, aquí el mundo plebeyo no es el borroso y promiscuo horizonte contra el cual centellean las gestas de los nobles, como ocurre en otras novelas de caballería. Leemente aparecen representados varios estratos de la sociedad –monarcas, nobles, religiosos, soldados, abogados, médicos, heraldos, pajes, dueñas, sirvientes, esclavos– y se dan indicios sobre sus pugnas externas y sus contradicciones internas. El furor temeroso del señor feudal ante esa burguesía naciente en la que adivina una rival, se transparenta en el episodio en que el Duc de Lencastre ahorca a seis juristas («e no es partí d’allí fins que hagueren trameses les miserables ánimes en infern»), en la expulsión de todos los abogados, salvo dos, de Inglaterra, en la naturalidad con que Diafebus destroza la cabeza del médico que tarda en curar a Tirant. La disputa de herreros y tejedores que perturba las bodas del rey de Inglaterra ilustra las rivalidades entre gremios y corporaciones de artesanos que alborotaban de cuando en cuando la Edad Media, y hay indicaciones constantes sobre los aspectos puramente económicos y sociales de las guerras: soldados, botines, rescates, tratamiento de prisioneros según su condición, invasiones y conquistas, sufrimiento de la población civil, rapiñas y crímenes. El material informativo sobre las instituciones es muy prolijo es lo relativo a la orden de caballería, pero abarca también al Estado, la administración social y el dictado y la aplicación de las leyes. Cargos, títulos, jerarquías nobiliarias, son explicados, documentados los entretenimientos, descritas las ceremonias religiosas y profanas, consignados las creencias y los mitos. Vista desde esta perspectiva no es abusivo afirmar que Tiran lo Blanc es un tratado sobre usos y costumbres, ¿porque acaso no lo es también La Comedia Humana? No sólo se describen procesiones, matrimonios, entierros, banquetes, cacerías, fiestas; también se precisa cuándo se saludan los caballeros abrazándose y cuándo besándose en la boca, y a quiénes besan la mano y el pie y por qué lo hacen. La moda es primordial, y no sólo se menciona el material y los colores y formas de los vestidos y de las joyas, sino incluso su precio: «E loRei ixqué ab una roba de brocat sobre lo brocat carmesí, forrada d’erminis, e hagué deixada la corona, e portava en lo cap un petit bonet de vellut negre ab un fermall que estimaven valer cent cinquanta mília escuts». El detallismo en la pintura de los fastos es moroso, y en lo que se refiere a las comidas a veces hay datos implacables: después de tomar un baño, la princesa Carmesina, criatura de catorce años que debía ser una belleza rubensiana, devora «un parell de perdius ab malvesia de Candia e aprés una dotzena d’ous ab sucre e ab canyella». Hasta aparecen observaciones sobre dietas terapéuticas : la carne de faisán, dice el emperador, es buena para el corazón. Pero sobre todo este vasto material sociológico pesa la misma duda que sobre el contenido histórico de la novela: ¿dónde termina la observación, dónde comienza la invención? El libro muestra un cuerpo macizo en el que no se distingue el miembro natural del postizo, lo tomado de la realidad objetiva y lo fabricado por la imaginación del creador, y precisamente esa perfecta fundición de elementos de filiación diferente, su integración sin cesuras , la apariencia de verdad que la coherencia del todo imprime a cada una de las partes de la novela, es el obstáculo mayor para la utilización científica de sus informaciones . Estas son cuantiosas, pero siempre relativas, porque el poder de persuasión de la novela puede hacer pasar gato por liebre con la mayor facilidad. Y en el gaseoso dominio de los usos y costumbres, el censo de lo cierto y lo falso es mucho más arduo que en el de la historia y la geografía.
¿Una novela erótica? Salvo en el plano sexual, donde la verificación de lo posible y lo imposible resulta más fácil. Y como en Tirant lo Blanc el sexo tiene un papel esencial –lo ha destacado el profesor Frank Pierce en un trabajo muy atinado– tal vez el calificativo que mejor le calce sea el de «novela erótica». En la novela el amor es tan importante como la guerra, e incluso el elemento heroico se halla subordinado al erótico, como lo subraya el emperador de Grecia: «Per cert jamés se féu en lo món negun bon fet d’armes si per amor no es fes». Tirant aspira a que la posteridad lo recuerde como enamorado, no como guerrero, ya que pide que su tumba lleve la siguiente inscripción: «Aquí yace Tirante el Blanco que murió por mucho amar» (su deseo no se cumple). El sexo aparece tardíamente en el libro; es casi invisible en lo que puede considerarse la primera parte de la historia, pero desde que asoma, en el instante en que casualmente toca Tirant los pechos de la bella Agnés al quitarle el relicario, su presencia ya no cesa y va paulatinamente creciendo hasta ocupar el primer plano de la acción durante la estancia de Tirant en la corte de Constantinopla . Pierde ímpetu durante los episodios africanos, pero reaparece con gallardía al final, y, de hecho, cierra la novela, cuando la emperatriz e Hipòlit coronan con un matrimonio sus amores adúlteros y subjetivamente incestuosos. El tratamiento del amor por Martorell no sólo es de una libertad poco frecuente; es sobre todo múltiple, complejo e imparcial. También aquí tiene el lector la sensación de que el suplantador de Dios ha alcanzado su soberbio designio de decirlo todo: desde el amor cortés de ritos matemáticos, lánguidas maneras y barroca retórica, que Tirant y la princesa representan (a ratos), hasta el ayuntamiento sin ceremonias, la pura fiesta del instinto, que celebran la emperatriz e Hipòlit, muchas formas y variedades intermedias aparecen, con su teoría y su práctica, sus desviaciones y sus fantasías. El novelista total es, como Dios, neutral. Martorell no toma partido entre el «amor tímido» y sentimental que Tirant considera el mejor, y el «amor vicioso» que alaba Estefanía y predica la casta Plaerdemavida: presenta ambos y deja que el lector juzgue por sí mismo. Los cuadros amorosos se suceden hasta constituir una verdadera exposición erótica: fiestas sensuales, fetichismo, lesbianismo, adulterios, amagos de violaciones, un incesto simbólico, «voyeurismo», técnicas de alcahuetería, juegos erógenos . Y también: el delicado simbolismo de la pasión, la idealización más refinada del deseo, las proyecciones míticas del amor, sus misterios, sus tormentos y goces secretos, sus impactos físicos, su críptico lenguaje. Es verdad que en el elenco de la novela no figura ninguna prostituta, pero sucede que en Tirant lo Blanc el amor tiene casi siempre implicaciones mercenarias. Los amantes cambian caricias y dinero indiferentemente: un escribano posee a la «honesta señora de Rodas» porque le arroja a las faldas unas joyas y un puñado de monedas, después de la primera noche de amor la emperatriz gratifica a su amante con una joya que vale más de cien mil ducados, la princesa Carmesina distrae dinero del Imperio para regalárselo a Tirant. El culto cristiano a la virginidad está puntillosamente descrito, y asimismo las complicaciones que origina y los sustitutivos que engendra. Los suspiros, sollozos, desmayos y lamentaciones poéticas del amor cortés se entrelazan inseparablemente con crudas exigencias de la carne, y así como un personaje ante el solo recuerdo de su amada cae al suelo de bruces malherido de amor, hay un beso que demora exactamente lo que un hombre en caminar una milla. El sexo contamina la guerra, la política, la moda, y hasta traumatiza la religión: Diafebus besa a Estefanía en la boca tres veces en honor a la Santísima Trinidad. Hay amores a primera vista como el de Tirant por Carmesina, graduales como el del infante Felip por la princesa Ricomana, sin éxito como el de Plaerdemavida por Hipòlit y el de la reina Maragdina por Tirant, fantásticos como el de Espèrcius por la doncella encantada de la isla de Llango, delictuosos como el de la Viuda Reposada por Tirant, y «transferidos» en el sentido psicoanalítico, como el de la emperatriz por Hipòlit. Una «novela erótica», desde luego, pero ¿sólo erótica?
¿Una novela psicológica? También podría ser una «novela psicológica» «avant la lettre», al menos porque en la caracterización de los personajes Martorell emplea sutilezas y matices desconocidos en las narraciones de caballería. En éstas, la riqueza de la acción suele contrastar con la monotonía subjetiva del protagonista, que es exclusiva superficie, como la figura de un tapiz, repetición mecánica de cualidades y defectos abstractos e inmutables. Capaz de empresas descomunales, el héroe caballeresco carece, sin embargo, de dimensión interior, y su psicología suele ser tan compleja como la de su caballo. En Tirant lo Blanc, en cambio, se advierte un afán de profundización en algunos personajes, una voluntad de atravesar su presencia sensible para descubrir el origen, las motivaciones de sus actos en su invisible vida interior. Esta averiguación de la intimidad, esta descripción de la psicología individual no es nunca forzada. El autor no la impone al personaje y al lector a fuerza de adjetivos: las personalidades se van dibujando de manera objetiva y gradual, a través de los comportamientos. Es cierto que un maniqueísmo convencional preside básicamente la acción de la novela: en las guerras, los cristianos encarnan la verdad y la justicia, y los musulmanes la mentira y la injusticia, y por ejemplo los genoveses siempre están en el lado de los malos. Pero este esquematismo se atenúa y la visión es menos rústica cuando la anécdota se aleja del campo de batalla. Por lo pronto, que los cristianos pertenezcan a la facción de la verdad, no significa que individualmente valgan lo mismo: hay entre ellos avaros como el infante Felipm envidiosos, traidores y asesinos como el duque de Macedonia, inescrupulosos y codiciosos como Hipòlit. Y entre los infieles de la «secta mahomética» hay seres generosos y dignos como Escariano y Maragdina (pero infaliblemente se convierten). En las novelas de caballería proliferan los sueños y su función es clarísima : son las puertas de entrada a la maravilla y el milagro. Aquí también hay sueños de esta índole, pero, además, hay dos sueños falsos que son puertas de entrada a la intimidad secreta del protagonista: el que inventa Plaerdemavida sobre las bodas sordas en el castillo de Maleví, y el que la emperatriz se atribuye luego de su noche de amor con Hipòlit . Ambos sueños falsos descubren la raíz, la razón profunda de la singular conducta de ambos personajes frente al sexo. La inhumanidad del personaje de la novela primitiva proviene de su rigidez: son seres previsibles, idénticos a sí mismos. En Tirant lo Blanc algunos personajes evolucionan, cambian de manera de pensar y de actuar, su personalidad aparece no como envoltura de una esencia fatídica, sino como resultado de un proceso. Antes de conocer a Carmesina, Tirant desdeña a las mujeres, las tiene por vanas cotorras («sabuda cosa és que tot l’esforç de les dones és en la llegua», dice) y se burla de los enamorados («Bé son folls tots aquells qui aman»); luego, las diviniza y antepone el amor a todas las cosas. Antes de conocer a Hipòlit, la emperatriz parece haber sido una esposa fiel, y la Viuda Reposada una dueña inmejorable antes de enamorarse de Tirant: esas experiencias las cambiaron. Pero, fuera de cambiar, los personajes también se contradicen y a veces se descubren abismos entre lo que aquellos creen o dicen que son y lo que sus actos muestran que realmente son. Esos conflictos y desajustes de que el personaje es sede, lo enriquecen y lo humanizan, porque aparece en él ese elemento privativo de lo humano que es la ambigüedad. Tirant, por ejemplo, parece en un momento querer dar de sí mismo la imagen de un seductor: «No acostume io de combatre donzelles sinó en cambra secreta, e si és perfumad e algaliada més me plau.» Pura fanfarronería: en realidad es un tímido. Su timidez se disimula con la máscara de la modestia, al principio de la novela, cuando no se atreve a decir al ermitaño que él fue «el mejor de los vencedores» durante el torneo de Inglaterra y cuando se retira avergonzado al comenzar a contar Diafebus sus hazañas a Guillem de Varoic, pero en la corte griega aparece al desnudo en sus vacilaciones y escrúpulos con Carmesina, lo que exaspera a Plaerdemavida, que es partidaria de la osadía y la violencia amorosa. Tirant sabe que en cuestión de amor es un ser inhibido, porque trata de justificar esta limitación personal con una teoría, la defensa intelectual que hace del «amor tímido» ante la infanta Ricomana . Pero, curiosamente, esta timidez que lo maniata cuando ama, desparece y es reemplazada por la mayor audacia cuando se trata de amores ajenos: no sólo es un habilidoso forjador de matrimonios, sino que recurre a la fuerza de sus brazos para ayudar a Felip cuando éste trata de violar a Ricomana. El caso de Plaerdemavida es parecido, y ya Menéndez y Pelayo señaló la contradicción que hay en ella: es el personaje que emplea el lenguaje sexual más atrevido, el que trama y refiere los sucesos eróticos más imaginativos de la novela, pero al mismo tiempo es relativamente casta. Sus juegos con la princesa la muestran como una moderada, inconsciente lesbiana. En todo caso, es innegable que goza viendo, oyendo, fomentando el amor y no practicándolo. Lo que puede significar que ver, oír y fomentar el amor ajeno sea su manera de practicarlo, y un indicio de esto es su reacción la noche que espía las bodas sordas del castillo de Malveí; se inflama tanto, confiesa, que tiene que correr a mojarse. Estefanía es menos ambigua, más consecuente: teoriza favorablemente sobre el «amor vicioso» ante Carmesina y la noche de las bodas sordas pone en práctica sus convicciones. Pero el personaje de mayor complejidad psicológica es, desde luego, la emperatriz, que parece concebida para servir de ejemplo a Freud. Gracias a ella, Tirant lo Blanc llega, si no a incorporar plenamente, por lo menos a insinuar, dentro de su construcción de una realidad total, la existencia del mundo subconsciente. Al principio, su amor con Hipòlit parece un adulterio trivial. Pero pasada la primera noche de amor, la emperatriz describe al emperador un sueño falso en el que hace una curiosa identificación entre su amante y su hijo muerto, una transubstanciación mental. Sus relaciones con Hipòlit le descubren a ella misma (en todo caso al lector) una tendencia incestuosa reprimida que se objetiva gracias a una sustitución. Esta transferencia está destacada durante toda la relación de los amores de la pareja: la emperatriz llama a Hipòlit «mon fill», y un día, ante el emperador, Tirant y las doncellas, toma a aquél de la mano y proclama: «E puic aquell que tant he amat no puc haver... aquest será en lloc d’aquell, e prenc a tu per fill, e tu preu a mi per mare». ¿Se da realmente cuenta la emperatriz de lo que ocurre? Tanto impudor ya no es impudor, sino probablemente ignorancia. Pero Hipòlit sí sabe muy bien lo que pasa, ya que, al morir la emperatriz, calcula «tota vergonya a part posada» que la emperatriz se casará con él por esta sorprendente razón: «car acostumada cosa és de les velles que volen llurs fills per marits esmenar les faltes de llur jovent volent-ne fer aquella penitencia».
Una «novela total». Novela de caballería, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos. Objeto verbal que comunica la misma impresión de pluralidad que lo real, es, como la realidad, objetividad y subjetividad, acto y sueño, razón y maravilla. En esto consiste el «realismo total», la suplantación de Dios. ¿Es menos real lo que los hombres hacen que lo que creen y sueñan? ¿Las visiones, pesadillas y mitos existen menos que los actos? La noción de la realidad de los autores de caballería abraza en una sola mirada varios órdenes de lo humano y en ese sentido su concepto del realismo literario es más ancho, más completo que el de los autores posteriores. Pero hay que reconocer que, a menudo, en sus libros el elemento legendario, mítico e irracional acaba por sumergir y borrar al histórico, objetivo y racional. La originalidad de Martorell reside en que en su novela ocurre lo contrario, la proporción en que están representadas esas dos caras de lo real en Tirant lo Blanc es más bien la inversa. Esta ha llevado a algunos a aplicarle la estrecha definición de realismo literario que excluye de lo real aquello cuya existencia no es racionalmente demostrable. En Tirant lo Blanc la dimensión fantástica de lo real aparece al igual que en el Amadís de Gaula o en el Caballero Cifar, aunque en una dosis mucho menor. Además, en Martorell se advierte un suave escepticismo frente a la credulidad de su época: usa pero no abusa de los milagros, la magia no lo entusiasma en absoluto, sus supersticiones son discretas, los mitos que acepta son literarios. Es un imaginativo irredimible y, al mismo tiempo, un racionalista esforzado. Trata de explicar las infalibles victorias de Tirant por su resistencia física, «que li dura tant com vols», y permite que Tirant caiga herido muchas veces, lo que prueba que es vulnerable, y que tenga accidentes tan banales como caerse de una ventana y de un caballo y que muera de enfermedad, lo que indica que, pese a sus proezas, no es ontológicamente distinto de cualquier hombre vulgar. Diafebus, luego de enumerar a Guillem de Varoic los prodigios que contiene el palacio de la Roca –por ejemplo, una doncella esmaltada en oro que orina vino blanco–, trata de convencerlo de que estas maravillas no son obra «de nigromancia», sino de «artificio». Las explicaciones son poco convincentes, a veces la racionalización de lo fantástico resulta todavía más fantástica. Pero esto no debilita el realismo del libro, sino lo robustece, pues significa que el autor ha logrado inocular a los fantasmas de su mundo una vida propia tan poderosa que no consigue destruirla ni su propia inteligencia. Cada época tiene sus fantasmas, que son tan representativos de ella como sus guerras, su cultura y sus costumbres: en la «novela total» esos elementos vertiginosamente coexisten, como en la realidad. La Edad Media de Tirant lo Blanc, como la Francia de La Comedia Humana, la Rusia de La Guerra y la Paz, el Dublín del Ulises y el condado de Yoknapatawpha de las novelas de Faulkner, ha sido erigida a imagen y semejanza de la realidad. Pero de lo que conocían de la realidad los hombres de una época dada: ese enjambre de verdades y mentiras confundidas, ese cúmulo de observaciones e invenciones tienen fecha y lugar de nacimiento; fueron elaboradas con materiales que el creador recogió en alguna parte y que imaginó en algún momento: en otro lugar y en otro tiempo no hubieran sido los mismos. Es verdad que todo lo existente le sirvió de alimento; pero no lo que todavía no existía. Se valió de todo lo que la inteligencia y la fantasía de los hombres habían descubierto o puesto en la realidad: pero no de lo que los hombres venideros desecharían, agregarían o modificarían. Es en este sentido y sólo en éste que Tirant lo Blanc (la novela en general), además de creación autónoma, es también testimonio fiel de su época. Sus datos históricos pueden estar equivocados como los de La guerra y la paz, sus observaciones sobre la vida social ser exageradas y caricaturales como las de La comedia humana: pero esas equivocaciones, exageraciones y caricaturas son también rasgos distintivos de una época y reflejan tan válidamente como un hecho histórico o un documento social las características de un mundo. Las acciones desmedidas de Tirant lo Blanc, sus personajes inusitados, sus reinos ficticios, delatan una mentalidad: las creencias que estimulaban a los hombres medievales, los tabúes que los frenaban, el alcance de sus conocimientos y la frontera de sus sueños.
Hurtos, plagios, invenciones. Creación de una «realidad total» a imagen y semejanza de la realidad total de su época, Tirant lo Blanc es por lo mismo el producto más cabal de ésta, una representación de su modelo. Martorell utilizó todos los materiales que le ofrecía su tiempo: la vasta realidad fue su cantera al mismo tiempo que su paradigma. Aprovechó hechos históricos, experiencias personales y, desde luego, ajenas, saqueó vidas y muertes pasadas y contemporáneas. También saqueó libros: los críticos han localizado un rosario de plagios que comienzan en la dedicatoria de Tirant lo Blanc (copiada de la de Enrique de Villena en Los doze trabajos de Hércules) y terminan en las páginas finales de la novela (donde el segundo epitafio de Tirant y Carmesina reproduce el de dos personajes del valenciano Johan Roiç de Corella). En una novela, la procedencia de los materiales de creación importa menos que el uso que haga de ellos el autor; todo depende del provecho que les saque, pues en la creación literaria el fin justifica los medios. El novelista crea a partir de algo; el novelista total, ese voraz, crea a partir de todo. Los plagios de Martorell interesan en la medida que constituyen indicios de su ambición totalizadora, de su voluntad de servirse sin exclusiones y sin escrúpulos de toda la realidad como instrumento de trabajo, y en la medida en que muestran sus poderes omnímodos de creador, pues al no aparecer nunca como advenedizos, al estar tan perfectamente asimilados a su mundo verbal, esos hurtos literarios resultan tan necesarios a su ficción como los hurtos que perpetró en la historia, la geografía y los demás dominios de lo real y como sus propias invenciones. Es decir, interesan en la medida que esos plagios confirman su genio.
Una creación desinteresada. Todopoderoso porque se vale de todo para su empresa, omnisciente porque su mirada abarca desde lo más infinitamente pequeño hasta lo más infinitamente grande, ubicuo porque está en lo más recóndito y en lo más expuesto de su mundo, Martorell es también un novelista desinteresado: no pretende demostrar nada, sólo quiere mostrar. Lo que significa que, aunque está en todas partes de esa realidad total que describe, su presencia es (casi) invisible. La ignorancia que reinaba en torno a la novela de caballería hizo posible que se tuviera a Flaubert por el fundador de la noción de objetividad en la creación novelística. En realidad, el solitario de Croisset resucitó, perfeccionó, modernizó algo que se insinuaba ya en las novelas de caballería y que aparece más notoriamente que en otras en Tirant lo Blanc: la ficción como realidad autosuficiente, la desaparición del narrador del mundo de lo narrado. La novela total es una representación de la realidad a condición de ser una creación autónoma, un objeto dotado de vida propia. Si el espectador percibe al apuntador asomando entre bambalinas para dictar sus papeles a los actores la ilusión de la representación se rompe; si el lector divisa al autor interviniendo, actuando vicariamente, agazapado detrás de los personajes, la ficción se derrumba, porque quiere decir que esos seres no son libres y que la libertad del lector tampoco es respetada, que se le quiere hacer cómplice de un contrabando, imponerle ideas y credos que para que le resulten más digeribles vienen disfrazados de fábulas. Flaubert fue el primero en razonar lúcidamente sobre la necesidad de abolir al autor para que la ficción parezca depender sólo de sí misma y comunique al lector la perfecta ilusión de la vida, el primero en buscar conscientemente una técnica narrativa destinada a tal fin: «EL autor debe estar en su obra como Dios en el Universo, presente en todas partes y visible en ninguna parte», escribió a Louise Colet el 9 de diciembre de 1852. Pero cuatro siglos antes Martorell ya intuyó que la autonomía de su ficción era la condición de su existencia, que para que su mundo viviera ante el lector, él debía desterrarse, por lo menos esconderse. La realidad creada por él debía parecer desinteresada. El primer requisito para que un autor sea invisible es que sea imparcial frente a lo que ocurre en el mundo de la ficción. Martorell, ya lo vimos al hablar del amor en la novela, mantiene por lo general una actitud neutral respecto de lo que cuenta. Sus opiniones personales están tan hábilmente incorporadas a la anécdota que es difícil detectarlas. Resulta evidente que a veces un sentimiento de clase es más fuerte en él que la «conciencia profesional», como cuando rompe su estratégica reserva de autor para manifestar su odio a los juristas solidariamente con el Duc de Lencastre, y está claro también que participa del resentimiento de sus compatriotas contra los genoveses, pues además de colocarlos siempre en el bando de los infieles, en contra de la verdad histórica, no vacila en meter la cabeza en la novela para llamarlos «malos cristianos». Pero esas «intromisiones de autor» son escasas, y la mayoría se concentran en la última parte del libro, sobre todo durante los episodios africanos, lo que pudiera significar que la responsabilidad principal de ello incumbe a Martí de Galba. Incluso en el plano religioso, en el que para un autor medieval es muy difícil simular una actitud neutral, Tirant lo Blanc resulta sumamente equilibrada: los infieles tienen tantas ocasiones como los cristianos de exponer sus ideas, y sus discursos, desafíos y cartas de batalla no son nunca caricaturales, o lo son en la medida en que lo son también los de los cristianos. Es verdad que aquéllos pierden más batallas, pero Martorell consigue hacer creer al lector que las cosas ocurren así no por la voluntad del autor, sino por culpa de los propios árabes.
Ahora bien, ser imparcial no es ser indiferente: en el caso de Martorell quiere decir exactamente lo contrario. Si hay algo de lo que podemos estar seguros respecto de él a través de su novela es de su pasión narrativa. El placer de contar que se transparenta en esta selva de historias (y que contagia a los personajes, que no cesan de contarse historias unos a otros) es otro de los motivos de la relativa invisibilidad de Martorell, otra clave de su éxito en la creación de una realidad sino hilos, no empañada por la presencia intrusa del autor. Ávido de contar, no tiene tiempo para opinar; al abandonarse al placer de narrar, se extravía en la selva que su pluma va creando hasta desaparecer en ella, y sólo lo divisamos de cuando en cuando (por ejemplo, cuando interviene en primera persona para indicar que «deixe de recitar per no tenir prolixitat» las cosas que hablaron el Mestre de Rodas, el Rei, Felip y Tirant), reapareciendo un instante en medio de un claro, perdiéndose de nuevo en la maraña.
 
2. UNA REALIDAD «DISTINTA»
 
Pero además de parecernos soberana, emancipada de su creador, la realidad de Tirant lo Blanc nos convence de que está viva; refleja la realidad que le sirvió de modelo no como un cuadro, sino como un espectáculo, es una representación viviente. El poder de persuasión de un creador está en relación directa con su poder de convicción, su capacidad de convencer depende de su capacidad de creer. Martorell, este imparcial, cree ciegamente en lo que cuenta (en el peor de los casos hace creer que cree, pero aquí importa lo mismo). ¿Cómo ha conseguido transmitir esa fe que da movimiento, vibración, imprevisibilidad, espontaneidad, a ese mundo verbal liberado de él, en qué forma ha dotado a esa propia realidad de palabras de un poder de persuasión propio? ¿Por qué goza su ficción de vida autónoma? Porque es diferente de su modelo, porque se ha alejado de aquello que representa hasta convertirse en algo distinto. En Tirant lo Blanc se ve admirablemente esa relación dialéctica entre literatura y realidad, que exige de la ficción un distanciamiento de aquello que expresa para expresarlo vívidamente. La condición de la fidelidad en este caso es la traición. Porque la representación de la realidad total que puede dar una novela es ilusoria, un espejismo: cualitativamente idéntica, es cuantitativamente una ínfima partícula imperceptible confrontada al infinito vértigo que la inspira. Da la impresión de ser un caos tan vasto como el real, pero no es ese caos; representa la realidad porque tomó de ella todos los átomos que componen su ser, pero no es esa realidad. Su diferencia es su originalidad. Ya hemos visto cómo Martorell recogió todos los materiales para su obra de la realidad total de su tiempo; veamos ahora cómo los seleccionó, combinó y adulteró para crear una realidad total única, original. Única, original: provista de unas leyes, unas maneras, unos significados, una coherencia y un orden que le son propios. ¿Cuáles son las características más sobresalientes de esta realidad «distinta»? En el mundo de Tirant lo Blanc es natural que un león haga de mensajero y lleve entre sus colmillos una carta de batalla al rey, y que haya muchachas tan blancas que se ve pasar el vino por su garganta, como la infanta de Francia. Un vistazo en la penumbra basta a un hombre para saber que las dueñas y doncellas que están en el aposento son ciento setenta, ni una más ni una menos; un caballero puede lidiar solemnemente con un perro, pero jamás con un plebeyo; no es sorprendente que la estatura de alguien (Tomás de Muntalbá) sea tal que un ser normal como Tirant le llegue a la cintura. Un temperamento sentimental y sanguíneo es el más común: los guerreros lloran como criaturas y se desmayan de amor, o los arrebatan cóleras que les «revientan la hiel» y los matan, como a Kirieleison de Muntalbá y al Duc d’Andria. Aquí pasa el tiempo pero los seres no parecen envejecer ni perder su lucidez ni su fuerza, y aunque beben y se reproducen, los hombres aparentemente nunca se embriagan ni crece el vientre de las madres, porque ni la embarazada ni el borracho aparecen jamás. Se vive para gozar y se goza matando, adornándose y fornicando, en este orden de importancia. Los hombres gozan tanto o más que las mujeres adornándose; violentos en el campo del honor, impetuosos en las alcobas, son también unas damiselas de una coquetería aterciopelada que aman los trapos, las joyas y los afeites casi tanto como la matanza. Pero, por encima de todo, aman los ritos, el ceremonial: la forma justifica o invalida su mundo, ella da sentido a los actos. Antes de un duelo, Tirant simula proponer a su adversario «pau, amor e bona amistad» y hace eso «per guanyar a nostre Senyor de sa part»; como Tirant vence y Dios conoce las intenciones ocultas bajo las palabras, cabe entender que aquí hasta la divinidad se interesa exclusivamente por las apariencias. El señor de Agramunt ha jurado que todos los infieles de la ciudad de Montágata «pasarán bajo su espalda», pero éstos se convierten al cristianismo gracias al ingenio de Plaerdemavida: ¿qué hará para cumplir su juramento sin volverse un genocida de cristianos? Él y Tirant sostendrán en alto la espada y los habitantes de Montágata desfilarán bajo el arma: la promesa queda así (formalmente) cumplida. Al llegar a Grecia Tirant estima impropio que «la filla qui es succeïdora en l’Imperi sea nomenada Infanta» y pide al emperador que en adelante se la llame princesa: el cambio de apelativo es en realidad un cambio del ser. En este mundo ritual no es el contenido el que determina la forma, sino ésta la que crea el contenido. Por eso la condesa golpea al niño recién nacido para que llore por la partida de su padre, Guillem de Varoic; no importa que la criatura no sienta tristeza alguna: su llanto es la tristeza. Por eso todas las doncellas que aparecen son «las más bellas del mundo», por eso la emperatriz es llamada incluso en sus noches adúlteras «señora virtuosa», por eso a cada momento los ojos de los personajes «destilan vivas lágrimas». Las palabras no nos dicen a nosotros lo que quieren decir en ese mundo. Allá ser doncella es ser siempre la más bella del mundo, y si se es señora se es fatalmente virtuosa, se haga lo que se haga, y la única manera posible de emocionarse es destilando vivas lágrimas por los ojos. Si los personajes hablan tanto, si los adversarios se eternizan cambiando desafíos escritos y orales antes de pasar a la acción (como le ocurrió en vida a Martorell) y los enamorados postergan la consumación física del amor con interminables discursos, es porque, en esta realidad formal, el lenguaje es una fuente inagotable de felicidad, el instrumento primordial del rito, la materia con que se fabrican las fórmulas: él embellece o afea los actos, él funda los sentimientos. También la religión importa por razones estéticas y hedonistas; suministra procesiones, misas, acciones de gracias, bautizos, conversiones: multitud de ceremonias, multitud de goces. Uno de los oficios más dignos de este mundo es la alcahuetería. La alcahueta principal de la novela es la joven, bella, inteligente Plaerdemavida, amada por todos los que la rodean; pero también son alcahuetas en algún momento todos los personajes importantes. Tirant, por ejemplo, practica la tercería en grados diversos con Felip y Ricomana, Escariano y Maragdina, Justa y Melquisedec, Plaerdemavida y el señor de Agramunt, y Diafebus u Estefanía colaboran con Plaerdemavida en facilitar la conquista de Carmesina por Tirant. ¿Por qué es un oficio tan practicado la alcahuetería? Porque es una forma de estrategia y de este modo se parece a la guerra, la diversión principal de este mundo: Tirant forja el matrimonio del avaro Felip con la infanta Ricomana mediante astucias y emboscadas semejantes a las que emplea para derrotar a sus enemigos. Casar y guerrear son para él una manera de gozar.
 
 
3. LA ESTRATEGIA NARRATIVA
 
Seleccionar dentro de los materiales de la realidad aquellos que serán la materia prima de la realidad que creará con palabras, acentuar y opacar las propiedades de los materiales usurpados y combinarlos de una manera singular para que esa realidad verbal resulte original, única, es el aspecto irracional de la creación de una novela, una operación condicionada por las obsesiones del novelista, el trabajo que realizan sus demonios personales. Hacer brotar la vida en el material seleccionado y preparado por los fantasmas de su vida interior es, en cambio, el aspecto racional de la creación, lo que depende únicamente de la inteligencia, la terquedad y la paciencia del novelista (estos dos aspectos de la creación no son, desde luego, separables en la práctica). La vida brota en la ficción gracias a una distribución, a un orden, a una manera de presentación de esa materia prima: es lo que se llama la «técnica» de un novelista, lo que el vocabulario de moda denomina la «estructura» de una novela. Si en Martorell se encuentra ya formulada la ambición totalizadora del suplantador de Dios, esa concepción de la novela total que ha originado las más osadas creaciones novelísticas, desde el punto de vista de su construcción, Tirant lo Blanc es todavía más actual, porque los procedimientos y métodos de organización de la materia narrativa de Martorell anuncian casi toda la estrategia de la novela moderna.
 
Los cráteres activos. A diferencia con lo que ocurre en un poema plenamente logrado, que su contenido emocional y sus tensiones internas (sus vivencias) se hallan parejamente distribuidas desde su iniciación hasta su fin, las corrientes anímicas de una novela (sus vivencias) siguen una línea fluctuante, desigual, debido a los irremediables «tiempos muertos», aquellos episodios indispensables, pero que tienen un valor puramente relacional, porque carecen de vida propia y sólo sirven para esclarecer o emparentar a los episodios esenciales, que sí la tienen. Estos últimos son los «cráteres activos» de una novela, aquellos puntos donde se registra una fuerte concentración de vivencias. Focos ígneos, derraman un flujo de energía hacia los episodios futuros y anteriores, impregnándolos de vitalidad cuando no la tienen, entonándolos cuando sus vivencias son débiles. Ninguna novela mantiene una misma sostenida vivencia de principio a fin: su grandeza consiste en la existencia de un mayor número de «cráteres activos» en el espacio narrativo, o si no, en la intensidad de sus núcleos de energía.
 
Episodios a imagen y semejanza de la novela. En Tirant lo Blanc, la formidable pretensión del conjunto de la obra –imponerse como una realidad total única que a la vez es representación de la realidad total, a la que refleja ilusoriamente en sus enormidades y minucias y a todos sus niveles– tiene su réplica o equivalencia en las partes esenciales que la componen. Novela concebida a imagen y semejanza de la realidad, sus «cráteres activos» están concebidos a imagen y semejanza de la novela. El emblema de su construcción podría ser un gran círculo que hospeda sucesivos círculos concéntricos, o, tal vez, una espiral. Cada «cráter activo» es una imagen reducida de la complejidad y multiplicidad del todo, porque cada episodio esencial es una pluralidad que representa un fragmento de realidad total, con sus contradicciones, ambigüedades y varios niveles, tan eficazmente como el todo a la realidad total. En dos de los episodios esenciales de Tirant lo Blanc puede observarse el funcionamiento de los procedimientos técnicos de Martorell que me parecen decisivos en su novela: aparición de Carmesina y enamoramiento de Tirant y las bodas sordas. Estos dos episodios no son, naturalmente, los únicos cráteres activos del libro, pero pueden servir de indicio suficiente para descubrir el mecanismo que mueve al conjunto, porque en ambos esos procedimientos operan de la manera más eficiente y porque en ellos se aprecia más llamativamente que en otros la seguridad, la sutileza y la pericia con que Martorell organiza su materia narrativa para que brote en ella la vida. Tienen en ese sentido un valor ejemplar en relación con los demás. Conviene señalar, de paso, que la división real de la novela en episodios esenciales y relacionales, en cráteres activos y tiempos muertos, no corresponde a la división en capítulos con que fue editada. ¿Fue Martorell el que impuso esa división en capítulos caprichosa y a veces disparatada, o fue Martí de Galba o fue el editor?
 
Aparición de Carmesina y enamoramiento de Tirant: la muda o salto cualitativo y los vasos comunicantes. Este episodio se inicia al final del capítulo CXVI («que un matí se trobaren davant la ciutat de Constantinoble») y termina con el primer párrafo del CXIX («...porem donar remei a la vostra novella dolor»). Su materia es la siguiente: recién llegado a Constantinopla, Tirant es recibido solemnemente por el emperador, que lo nombra capitán imperial y lo lleva al palacio donde la emperatriz y la infanta Carmesina guardan luto estricto por la muerte del príncipe heredero. Tirant ve a Carmesina y se enamora de ella, luego ordena que se levante el duelo y después se retira a su posada herido de amor. Allí lo encuentra su primo y compañero de armas Diafebus, a quien confiesa su pasión y quien lo consuela y anima. Esta materia está descompuesta en la narración en planos cualitativamente distintos que se cruzan y descruzan hasta constituir una perspectiva múltiple y contradictoria, cambiante, alternativamente vertical y horizontal, poliédrica, que agota (parece agotar) todas las direcciones, secretos y sentidos de lo narrado. A lo largo del episodio el eje de la narración rota imperceptiblemente por cuatro comarcas de lo real, lleva y trae al lector por cuatro estratos u órdenes de realidad, de modo que ese discreto, pero constante trajín, le permita atrapar ese fragmento de realidad en su complejidad y diversidad: en su totalidad. La narración ha integrado en una indiferenciable fluencia, en una unidad, cuatro planos, cuatro dimensiones de lo real:
 
a) Un nivel retórico, que puede llamarse también general, abstracto o filosófico, y que asoma en los momentos impersonales del episodio, cuando la narración es pura voz. Lo componen los discursos: el del emperador celebrando la llegada de Tirant, el de Tirant agradeciendo su nombramiento de capitán de las armas y de la justicia, el de Tirant en el palacio sobre las razones que tienen deprimida a la población del Imperio y el de Diafebus exhortando a Tirant a vencer el abatimiento en que lo ha sumido el amor. En ninguno de estos momentos hay narración de hechos; la acción ha sido reemplazada por consideraciones que adoptan siempre el carácter más general y convencional: con el pretexto de dar la bienvenida a Tirant, el emperador discurre sobre la nobleza del caballero que acuda en socorro de quien necesita de su brazo; al urgir a la familia imperial a abandonar el luto para animar a la población, Tirant reflexiona, en realidad, sobre la unión visceral que existe entre el monarca y sus súbditos y sobre los deberes de aquél para con éstos, y consolar a Tirant es el subterfugio que permite a Diafebus glosar a Aristóteles y hablar sobre la fatalidad del amor y las tácticas del varón en la guerra amorosa. Aquí los personajes no dialogan, en cierto modo ni siquiera hablan: recitan. No son personajes: sólo voces, en verdad una sola voz. No expresan opiniones personales; mientras pronuncian esos discursos se desindividualizan, adoptan una postura, un registro sonoro común en el que se disuelve su personalidad y adquieren otra, general y ruidosa, que los indiferencia y desvanece como individuos. Sus discursos son canjeables, partes de un solo largo, desmembrado, salpicado discurso, y en el instante de decir la parte que les toca, todos los personajes son uno, es decir ninguno, es decir todos: son la época, el momento histórico que viven, el mundo que los alberga. Y esa voz sin matices que habla a través de ellos, que por momentos los convierte en ventrílocuos, dice lo que siente, piensa, cree la comunidad: esta abstracción populosa es la que opina, dogmatiza, pontifica a través de la voz. La misma voz que, a lo largo de la novela, dicta las alambicadas frases de las cartas de batalla y de los desafíos orales, la que arma los artificiosos razonamientos que se emiten durante las ceremonias, la que fabrica las enredadas fórmulas de la vida cortés, la que se explaya sobre asuntos religiosos y cuenta la historia y explica los símbolos de la caballería. Es la ideología oficial de un mundo, las convenciones religiosas, culturales, sociales y morales que la sociedad ha entronizado y legitimado (y que no son necesariamente en la práctica las convicciones de los individuos de esa sociedad, como la novela lo muestra, al describir conductas que contradicen las ideas que dicen profesar los personajes), la superestructura espiritual lo que se expresa en este nivel retórico en el que se sitúa por momentos la novela. Es el nivel más fácilmente perceptible, porque se encarna casi siempre en formas dadas, como el discurso o el documento, y además porque cuando llega a él el lenguaje adquiere características muy precisas: estiramiento, erudición, inmovilidad, frondosidad, chatura conceptual. Siempre que es proyectada a ese nivel, la acción de la novela se generaliza y descarna, se vacía de sangre y de emoción, la recorre un frío glacial que, por un momento –hasta que se produce la muda o salto cualitativo a otro plano de realidad–, debilita hasta casi anularlo su poder de persuasión y amenaza con helar a los personajes. Pero que el nivel retórico sea el menos vital, el más mecánico de los niveles de realidad entre los que se mueve la narración, no significa que sea el menos real: esa pura emisión de conceptos convencionales es el telón de fonda contra el cual se dibujan las individualidades, el que permite establecer diferencias entre los personajes, el factor gracias al cual es posible medir, por contraste o parecido con los modelos ideales instituidos por la sociedad, la conducta personal: el grado de rebeldía o conformismo de cada cual, la manera como administra cada uno el margen de libertad que le dejan esas coordenadas entre las que se mueve. En este episodio, el contraste entre el nivel retórico y los otros es más fuerte, por la impetuosa carga emocional que contienen estos últimos. Ese contraste es revelador: exhibe el desajuste que hay entre la teoría y la práctica, entre los fetiches y los hombres en la sociedad de Tirant.
 
b) Un nivel objetivo, que se manifiesta en los momentos en que la narración describe la realidad como pura exterioridad. Los personajes se convierten en ojos y oídos, el relato en fotografía y grabadora, el mundo se reduce a lo visual y lo auditivo. Este nivel asoma cuando Tirant, guiado por el emperador, entra a la cámara de la emperatriz, que «era mol escura sens que ni hi havia llum ni claredat neguna». Se oyen unas voces (distintas de la voz, diferenciables entre sí): la del emperador, la desmayada voz de la emperatriz, la de Tirant pidiendo una «antorxa encesa». Al igual que Tirant, el lector flota un momento sin rumbo entre los ruidos humanos que brotan en la oscuridad, pero luego, en un largo párrafo de una objetividad implacable, es instalada en los ojos de Tirant y con éste, al chisporreteo de la antorcha, «véu un papalló tot negre... véu una senyora vestida tota de drap gros... véu un llit (donde la infanta) estava gitada... ab brial de setí negre...», y al pie de su cama «véu estar cent setanta dones e donzelles». La precisión numérica final no sólo indica la facultad de Tirant de averiguar con una simple ojeada el número exacto de personas que componen una multitud; sobre todo, subraya la voluntad de objetividad que anima en este momento al narrador. El lector se entera de lo que se ve y se oye en el cuarto, nada más; ignora los pensamientos y los sentimientos que inspiran a Tirant las imágenes y las voces que percibe. En este momento (y en todos los momentos en que se sitúa en el nivel objetivo) la novela es realidad sensorial compacta, mundo conformado por objetos y seres que son sólo forma, color, gesto, tamaño. Luego el eje de la narración se aparta de Tirant y el lector ve, de lejos, que aquél hace una reverencia a la infanta, que le besa la mano, que abre las ventanas de la cámara. Y en ese instante la narración cambia sutilmente de nivel, el lector es precipitador a través de esa superficie que era el mundo a una dimensión íntima, no conformada por actos, sino por sensaciones, sentimientos y emociones.
 
c) Un nivel subjetivo. Al abrirse las ventanas «aparegué a totes les dames que fossen eixides de gran captivitat por ço com havia molts dies que eren posades en tenebres per la mort del fill de l’Emperador.» Una frase como un breve fogonazo ha provocado un cambio cualitativo en la realidad, ésta ha mudado de naturaleza, ha saltado a una dimensión hasta entonces oculta. Pero inmediatamente después de esta frase la narración regresa al nivel retórico, en un nuevo salto o muda, y el lector oye a Tirant, convertido en la voz impersonal, razonar sobre la tristeza del pueblo y aconsejar a la familia imperial que cese el duelo, y la voz pasa entonces por unos segundos a la boca del Emperador para decir que estima bueno el consejo. Entonces, nuevamente, tiene lugar otro salto o muda, la narración cambia una vez más de nivel, regresa a esa dimensión subjetiva que había aparecido y desaparecido y ahora reaparece: «Dient l’Emperador tals o semblants paraules les orelles de Tirant estaven atentes a les raons, e los ulls d’altra part contemplaven la gran bellesa de Carmesina.» Tirant era un oído y una mirada indivisibles al entrar a la cámara, luego una voz que se confundía con las convenciones de su tiempo, ahora es dos coses a la vez: una oreja atenta al emperador, unos ojos que espían a la infanta. Ha ocurrido en él una duplicidad, un desgarramiento, y por esa resquebrajadura de su ser, que hasta ese instante era sólo presencia física, acto, sentidos y vehículo de la voz, porque sólo estaba descrito en los niveles retórico y objetivo, el lector va a irrumpir en su mundo interior y va a descubrir si vida afectiva. Orejas pendientes del emperador, ojos pendientes de los pechos desnudos de Carmesina, Tirant es dos: uno para el emperador, otro para el lector. Hasta entonces, lo que Tirant hacía, oía, veía y decía era advertido por el lector y también por el emperador y la demás gente que se halla en la cámara del palacio. A partir de ahora, ya no: algo sucede en Tirant que permanece escondido para todos los presentes, que sólo el privilegiado lector comparte con él; algo que no se puede oír ni ver, que pertenece a un estrato impalpable de lo real: lo que Tirant siente. La subjetividad se ha instalado en este mundo, la realidad ha crecido. Los hombres ya no sólo son acto, percepción y ventriloquía; ahora son también asiento de procesos misteriosos que los abruman o exaltan, víctimas de fuerzas incontrolables que los hacen gozar o sufrir. Procesos subjetivos que sólo se pueden expresar subjetivamente: los pechos de Carmesina son «dues pomes del paradís que crestallines parien, les quals donaren entrada als ulls de Tirant, que d’allí avant no trobaren la porta per on eixir, e tostemps foren apresonats en poder de persona lliberta, fins que la mort dels dos féu separació».
 
d) Un nivel simbólico o mítico. Luego de describir alegóricamente el intempestivo, fatídico enamoramiento de Tirant y de indicar que se ha levantado el duelo, la narración traslada al lector, junto con el emperador, la emperatriz, Carmesina y Tirant a otra habitación del palacio, y este cambio de lugar es importantísimo, porque implica una nueva muda o salto cualitativo, esta vez a un nuevo plano de realidad. ¿Qué tiene de particular esta habitación? No que esté «molt ben emparamentada», sino que está «tota a l’entorn hestoriada de les següents amors: de Floris e de Blanxes-flors, de Tisbe e de Píramus, d’Eneas e de Dido, de Tristany e d’Isolda, e de la reina Ginebra e de Lancalot, e de molts altres». Esos enamorados mitológicos, esas parejas arquetípicas de la literatura medieval, están en las paredes de la habitación como elementos decorativos, pero en la narración cumplen otra función: son símbolos premonitorios. Tirant acaba de enamorarse de Carmesina; no es casual que un momento después él y la infanta se hallen rodeados de las imágenes de esas parejas que encarnan ante la mente medieval la pasión inefable, la idea misma del amor. Esa breve frase está llena de sobrentendidos proféticos, de contraseñas mágicas, y su mensaje oculto es el siguiente: el amor que acaba de nacer está llamado a inscribirse también, como esos amores pintados en las paredes, en el mundo eterno del mito y la leyenda, a perdurar fuera del tiempo, a convertirse a su vez en símbolo. Ha aparecido así la dimensión simbólica o mítica de lo real, que ya se había hecho visible en la novela antes, cuando el ermitaño Guillem de Varoic evocó a los «valentíssim cavallers, los quals foren Lancelot del Llac, Galvany, Boors e Perceval, e sobre todo Galeàs, qui per virtut de cavalleria e per sa virginitat fon mereixedor de conquistar lo Sant Greal» y con los episodios de la Roca, y que más tarde volverá a instalarse en la novela con la llegada de Morgana y la aparición del Rey Artús en la corte de Bizancio, y con la aventura del caballero Espèrcius en la isla del Llango. Ahora la realidad no sólo está hecha de convenciones (nivel retórico), de acciones (nivel objetivo), de sentimientos (nivel subjetivo), sino también de un nivel intemporal (simbólico o mítico), al que ciertas acciones y sentimientos se elevan por su cualidad inusitada y grandiosa para durar eternamente en las mentes, los corazones y las creencias de los hombres.
Así, la realidad ha ido extendiéndose a lo largo del episodio, descubriendo los diversos planos que la componen, y éstos, al cruzarse y descruzarse mediante mudas o saltos, han ido modificándose, enriqueciéndose mutuamente, porque las tensiones y cualidades propias de cada uno circulaban por los otros como el líquido por un sistema de vasos comunicantes. Porque lo que sucede en cada uno de estos planos sólo es plenamente inteligible desde la perspectiva de los otros planos, y esta interacción dinámica que encadena a convenciones, actos, sentimientos y símbolos hace de ellos elementos de un todo inseparable: de su alianza surge la vida. La maestría técnica de Martorell restituye en el momento de la narración esa perfecta unidad de la diversidad, esa diversidad de la unidad que caracteriza lo real, gracias al empleo simultáneo de los dos procedimientos: la muda o salto cualitativo, que separa, aparta, distingue en la realidad los diferentes planos que la componen, y los vasos comunicantes, que unifica, reúne, integra los elementos de una sola fluencia: de esa doble operación brota la vivencia como la chispa del frote de dos piedras. La narración pasa de un nivel a otro de una manera que sólo registra la lectura calculadora, desconfiada y cirujana del crítico; pero en la lectura desprevenida, desinteresada e inocente del lector, esas idas y venidas no se advierten. Se advierten, sí, las consecuencias de esos tránsitos: el movimiento, la ambigüedad, la profundidad, la animación de que dota al episodio esa perspectiva móvil. Las mudas o saltos generan átomos de energía que los vasos comunicantes distribuyen por los diversos planos, y al chocar entre sí y fundirse en unidades de energía cada vez mayor que siguen desplazándose al compás de esta perspectiva itinerante, estos átomos desatan el incendio generalizado que imprime a ese fragmento de realidad esa cálida fluencia interior que se llama la vida. Los cambios de perspectiva obedecen a una estricta necesidad, están graduados de tal modo que resultan siempre iluminadores, reveladores, porque aportan un elemento nuevo o introducen una modificación indispensables a la comprensión total de la realidad descrita. Eso da coherencia al relato, verosimilitud a lo narrado, precisión y transparencia a la dicción.
El procedimiento de la muda o salto cualitativo es frecuente en la novela de caballería, donde la realidad pasa constantemente de un nivel racional a un nivel irracional, de un plano histórico a un plano maravilloso, pero en ninguna obra caballeresca es utilizado con la eficacia que en Tirant lo Blanc. Alterar imperceptiblemente la naturaleza de una realidad, someter a mudas silenciosas una situación, reemplazando su contenido inicial por otro distinto sin que la apariencia exterior del relato registre la sustitución o la registre cuando el lector está ya empapado por la nueva materia, desarmado, sin fuerzas para rechazar esa distinta dimensión de lo real que le ha sido comunicada sin anuncio, es la estratagema más empleada por los autores del género fantástico, el recurso gracias al cual el lector acepta el destino de pesadilla de los personajes de Kafka, cree que el hombrecillo de Cortázar que visita el Jardín des Plantes acaba por convertirse en una bestiecilla acuática, admite que el mareo singular del héroe sórdido de Céline que cruza el Canal de la Mancha se propague y se transforme en un gran vómito universal en el que la humanidad entera parece arrojar las entrañas. En Martorell esta organización de la materia narrativa tiene ya la flexibilidad, la funcionalidad que tendrá más tarde en manos de los maestros de lo insólito, que harán de la muda o salto cualitativo el procedimiento básico para conseguir el asentimiento del lector hacia sus alucinadas criaturas y sus macabras visiones.
En cuanto al principio de los vasos comunicantes, aplicada a la ficción, ha llegado a ser tan corriente en la narración moderna, a identificarse tanto con la técnica de la novela, desde que Flaubert lo empleó en el célebre capítulo de «Los comicios agrícolas» de Madame Bovary, narrando simultáneamente el diálogo amoroso de una pareja y la farsa electoral que ambos observan al pie del balcón donde se hallan, hasta su utilización por Faulkner, que llegó a montar toda una novela sobre este procedimiento –The wild palms, donde las historias entrelazadas e independientes de la pareja adúltera y del presidiario se convierten, por obra de la construcción, en el anverso y reverso de una sola misteriosa historia–, que la crítica olvida con frecuencia señalar que ya aparece en la novela clásica. Asociar, dentro de una unidad narrativa, episodios que ocurren en tiempo o/y espacio diferentes, o que son de naturaleza distinta, de modo que las tensiones y emociones particulares a cada episodio pasen de uno a otro, iluminándose, esclareciéndose mutuamente, para que de estas mezclas brote la vivencia, es uno de los recursos que ya utilizó Martorell.
 
Las bodas sordas y el sueño de Plaerdemavida: la caja china y los vasos comunicantes. Las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina, Diafebus y Estefanía en un aposento del castillo de Malveí, espiados por Plaerdemavida (el episodio comienza a la mitad del capítulo CLXII, «Com fon nit e l’hora fon disposta...», y termina a la mitad del CLXIII, «Per cert, fort dolor és al despertar qui bon somni somia»), constituye uno de los episodios más logrados de la novela, por la riqueza de su materia, su lujosa, alborozada sensualidad, su libertad moral, y por la sabiduría de su composición. Una imaginación osada se alía aquí a un dominio excepcional de la técnica narrativa. Martorell cruza los planos temporales, modifica el punto de vista de la narración, combina los elementos eróticos, sentimentales, humorísticos y psicológicos con una inteligencia sin falla para sacar el máximo provecho de los contenidos anímicos de la materia utilizada.
Es preciso desmontar y armar el episodio para comprobar la habilidad con que está concebida su estructura. La materia es la siguiente: Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y a Diafebus en un cuarto del castillo cuando la demás gente está dormida. Allí, sin saber que Plaerdemavida las espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos, anodinos en el caso de Tirant y Carmesina, definitivos en el de Diafebus y Estefanía. Al amanecer, los amantes se separan y, horas después, Plaerdemavida revela a Carmesina y Estefanía que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
El orden cronológico real de los sucesos es: 1) Introducción de Tirant y Diafebus en el aposento (pasado); 2)Juegos amorosos (presente), y 3) Revelación de Plaerdemavida (futuro). Ahora bien, en la novela el episodio está referido de manera discontinua, según un ordenamiento temporal distinto del real. La narración relata los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en el aposento para decidir «quin remei porien pendre en llurs passions», explica como Plaerdemavida, viendo que la princesa no se quiere acostar y sintiéndola luego perfumada, sospecha que «s’hi havia de celebrar festivitat de bodes sordes», y simula dormir, y cómo Estefanía, cuando cree que todas las doncellas están dormidas, hace entrar a los dos amantes sigilosamente. El relato prosigue, hasta ahora dentro del orden real de los sucesos, refiriendo el deslumbramiento de Tirant al divisar a la princesa bellamente ataviada, y cómo aquél cae de rodillas a sus pies y les besa las manos. Y aquí, bruscamente, se produce una ruptura temporal: «E passaren entre ells moltes amoroses raons. Com los paregué hora de poderse’n anar prengueren llur comiat, e tornaren-se’n en la llur cambra.» El relato salta al futuro, dejando el abismo silenciado del presente una ambigua y sabia interrogación: «¿qui pogué dormir aquella nit, uns per amor, altres per dolor?» Martorell no olvida al lector: esta distorsión temporal está destinada a crear una expectativa, una ansiedad, un apetito, a interesar más profundamente en el relato al que lee, estimulando su imaginación y excitando su impaciencia. Luego la narración lleva al lector a la mañana siguiente. Plaerdemavida se levanta, entra al aposento de la princesa y halla a Estefanía «asseita en terra, e les mans no li volien ajudar a lligar lo capell: tan estava de bona gana tot plena de lleixau-me estar». He aquí un nuevo aguijón en el espíritu del lector, una nueva ambigüedad para azuzar su curiosidad y su malicia: ¿qué ha ocurrido, por qué ese voluptuoso abandono de Estefanía? Plaerdemavida demora todavía un rato el instante de la confidencia, bromea con suave perversidad, ¿qué siente Estefanía?, ¿por qué ese semblante?, ¿y si fuera a morirse?, ¿no le duelen los talones? Ya que Plaerdemavida ha oído decir a los médicos que a «nosaltres, dones, la primera dolor nos ve en les ungles, aprés al peus, puja als genolls e a les cuixes, e a vegades entre en lo secret, e aquí dóna gran turmen e d’aquí se’n puja al cap, torba lo cervell, e d’aquí s’engendra lo mal de caure.» Alusiones, indirectas que van enardeciendo la atmósfera, impregnándola de un vaho excitante y malsano, de relentes pecaminosos. Y, por fin, Plaerdemavida, valiéndose de un ardid, revela a las dos mujeres que ha sido testigo de lo ocurrido la noche anterior. Ha tenido un sueño, dice, y en él vio venir a Estefanía con un «estadal encès» e introducir a Tirant y a Diafebus en el aposento. He aquí la segunda ruptura temporal. El relato retrocede del futuro al presente, los juegos amorosos son revelados al lector a través del supuesto sueño que Plaerdemavida refiere a las dos princesas. Así, pues, la distribución de la materia es: 1) Introducción de Tirant y Diafebus (pasado); 2) Revelación de Plaerdemavida (futuro), y 3) Juegos amorosos (presente).
A esta primera complejidad en la construcción se añade otra: el cambio del punto de vista, la modificación del nivel de la narración. Todos los preliminares y lo que sigue a los juegos amorosos está contado por el narrador, corresponde al plano objetivo de la realidad, en tanto que el núcleo del episodio, los incidentes en el aposento –las caricias que cambian las parejas, las infructuosas tentativas de Tirant para poseer a Carmesina, el doloroso desfloramiento de Estefanía– no son contadas por el autor al lector, sino por un personaje, Plaerdemavida, a otros personajes de la novela, Carmesina y Estefanía. La narración se ha trasladado al plano subjetivo de la realidad. Entre el lector y la materia narrativa ha surgido un intermediario: el plano objetivo desaparece, se cruza un plano subjetivo a través del cual pasa la materia antes de llegar al lector. En ese tránsito, como es lógico, la materia sufre modificaciones, se carga de elementos emocionales que no le son propios, que pertenecen al intermediario. Esta mezcla sutil es otro de los recursos más viejos de la novela y podría llamarse de «la caja china». Así como en esas cajas que, al abrirlas, aparece una caja más pequeña que a su vez contiene otra, etc., en las ficciones construidas según el sistema de la caja china, un episodio contiene a otro y a veces éste a otro, etc. Las mil y una noches son un ejemplo mayor de utilización de este procedimiento –Scherezada cuenta al sultán el cuento del mercader ciego en el que el derviche cuenta a otros personajes el cuento de en el que, etc.–, y es significativo que Martí de Riquer haya descubierto que el cuento del filósofo de Calabria, narrado en el capítulo CX de Tirant lo Blanc, es muy parecido al relato de la noche 459 de Las mil y una noches. Martorell se vale del procedimiento de la caja china varias veces: las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra son reveladas al lector a través del relato que hace Diafebus al Comte de Varoic; la captura de Rodas por los genoveses es narrada a través de la relación que de ese episodio hacen a Tirant y al duque de Bretaña dos caballeros de la corte del rey de Francia; la aventura del mercader Gaudebí es contada a través de una historia que cuenta Tirant a la Viuda Reposada. En el episodio de las bodas sordas el empleo de este recurso es más perfecto que en los otros, y más complejo, porque se combina con el empleo simultáneo de la muda o salto temporal: cruce de planos temporales (pasado-futuro-presente) y cambio de nivel de realidad (objetivo-objetivo-subjetivo).
Si el empleo del primer procedimiento tiene como finalidad manipular el ánimo del lector, prepararlo psicológicamente, sorprendiéndolo, intrigándolo, impacientándolo (esos trastornos anímicos del lector se vuelcan en la ficción, la materia narrativa se alimenta de esas emociones, extrae de ellas su propia vivencia) para el momento culminante del episodio, el segundo –la presencia del intermediario– tiene por objeto en este caso atemperar la crudeza de la materia, que, entregada directa y brutalmente a la experiencia del lector, podría provocar en éste un movimiento de rechazo, de incredulidad frente a lo que ocurre en la ficción: se rompería el asentimiento del que depende la vida del relato. ¿En qué forma atempera la crudeza este intermediario, de qué modo salva la verosimilitud de lo narrado esquivando las prevenciones del lector? Gracias al humor, el elemento más disolvente y conformista, el contemporizador por excelencia. El largo monólogo de Plaerdemavida está lleno de la risueña desenvoltura, de la empecinada alegría que este personaje desplaza en todos sus actos y, gracias a su naturalidad, a las bromas y disfuerzos con que acompaña su relato, el «saborós plant» de Estefanía, sus gemidos durante el desfloramiento, pierden carácter dramático, adquieren un aire ligero, superficial y admisible. El paso del nivel objetivo al subjetivo no es, sin embargo, absoluto; durante la evocación por Plaerdemavida de lo ocurrido la noche anterior, Martorell es lo bastante hábil para impedir que el lector olvide que simultáneamente está desarrollándose la acción en otro plano del relato, que ese presente (juegos amorosos) es evocado, que está visto desde un futuro, que Plaerdemavida está contándolo, y este plano objetivo aparece y desaparece en ciertos resquicios del plano subjetivo, a través de la princesa, que, muerta de risa, interrumpe a Plaerdemavida y la exhorta a seguir contando o a dar más precisiones sobre su sueño.
Cruce de planos temporales, cambio de nivel de realidad: a esto hay que agregar aún la dosificación, la combinación sutil de los contenidos anímicos. Martorell recurre al humor en éste y en otros episodios (casi siempre en los más osados), pero no deja que aquél «irrealice» los hechos, que los debilite hasta matar la vivencia. Por eso, en este episodio equilibra la función debilitadora del humor con la vigorosa energía de la sensualidad, con las exageraciones eróticas. El elemento erótico del episodio está dado no sólo por los hechos que suceden, es decir, por lo que Plaerdemavida «ha visto» en su sueño, sino también por lo que «ha sentido» (plano subjetivo): se inflamó tanto con el espectáculo, confiesa, que tuvo que correr a echarse agua en «lo cor, los pits e lo ventre» y luego no pudo dormir recordando lo soñado. De este modo queda revelado un rasgo esencial de la personalidad de Plaerdemavida. En el mismo episodio, la descripción de los juegos amorosos enjuicia, mostrando su infectividad, su carácter artificial e inhumano, uno de esos valores que en el plano retórico aparecen con más frecuencia y que, si uno tomara al pie de la letra los discursos de los personajes, sería el fundamento moral más sólido de su mundo. El «honor» que tan tenazmente opone Carmesina al deseo de Tirant impide que le entregue su virginidad, pero la autoriza a aceptar todas sus otras fantasías sexuales. La existencia meramente retórica de ese valor, su encanallamiento y burla cuando pasa de la voz a los actos o a los sentimientos, queda así subrayada.
Al igual que la mudo o salto cualitativo, el procedimiento de la caja china es utilizado según un sistema de vasos comunicantes que integra todas las partes del episodio en una unidad vital. Las tensiones y emociones de los diversos planos se funden en una sola vivencia, y las variaciones temporales adoptan la apariencia de una continuidad sin ruptura, de una totalidad cronológica, gracias a ese sistema de distribución de la materia, gracias a esa cuidadosa planificación. La caja china es también uno de los procedimientos más usuales de la novela moderna, en la que el intermediario, el testigo, es personaje esencial: él establece la ambigüedad y la complejidad de lo narrado, él multiplica los puntos de vista, él matiza, profundiza y eleva a una dimensión subjetiva los actos que refiere una ficción. Para citar sólo un ejemplo mayor, conviene recordar que casi todas las historias de Faulkner no están contadas directamente al lector, sino que son historias que se van estructurando a través de historias que se cuentan entre ellos los personajes de ficción.
 
Que en Martorell aparezca la ambición de escribir una novela total que caracterizará más tarde a los mejores narradores; que en su libro apunten técnicas que luego serán frecuentes en la novela, tendría un interés sólo anecdótico, si esta ambición y estas técnicas no le hubieran servido (a él solo, o a él y a Martí Joan de Galba, si es que la intervención de este último en la elaboración de la novela fue importante, lo que a mí me parece dudoso) para escribir un libro de la grandeza de Tirant lo Blanc. No son esta ambición y estas técnicas las que dan grandeza a esta creación, es esta creación la que da grandeza a esa ambición y a esas técnicas. Porque aquí, una vez más, se comprueba que una técnica no existe ni vale por sí misma, sino en función de la materia que organiza y que esta materia adquiere autonomía, representatividad y poder de persuasión suficientes para vivir por cuenta propia, cuando ha sido organizada del único modo posible para que brotara en ella la vida. Tirant lo Blanc, ese cadáver, está ahí, en su injusta tumba de olvido, esperando que entren por fin los lectores a su mundo de vida hirviente y prodigiosamente conservada.
 
 
Mario Vargas Llosa
Juan les Pins, agosto 1968

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