David Brierley recuerda la primera vez que, de niño, fue a Old Trafford a ver su equipo, el Manchester United. "Era una zona muy deprimida, donde la gente vivía solo para ir el sábado a ver el partido". Le conmovió ver a 50.000 personas cantando; y aquello del fútbol se convirtió en una pasión que le dura hasta hoy.
La Tahona. Madrid
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Este experto en enseñanza emocional pide cambios para salvar la democracia
¿Es esa la clase de pasión que hay que perseguir en la escuela? Piensa un poco y contesta: "Por supuesto". "La emoción es imprescindible para aprender. Se recuerda lo que siente, y eso se convierte en experiencia". Brierley (Inglaterra, 1947), experto en el fomento de valores y habilidades humanas en el aula, profesor y formador de profesores desde hace 40 años, estuvo en Madrid la semana pasada.
Era la primera vez que visitaba la ciudad. Cuando llega a la comida, solo le había dado tiempo a conocer el hotel y el Palacio de Congresos, donde acaba de dar una conferencia en el Encuentro Internacional de Educación Emocional, Social y de la Creatividad, organizado por la Fundación Botín. Así que el restaurante es elegido solo por estar cerca del encuentro. Cuando se sienta, lo hace con ganas de algo ligero, pero resulta que lo que tiene delante es un asador y un camarero que insiste en recomendar el lechazo. Al final, como tiene buen carácter y está enredado en la conversación, elige el periodista para los dos. Brierley, profesor de la Universidad Rudolf Steiner de Oslo, habla despacio, deteniéndose en la reacción que provoca en su interlocutor.
Cada vez menos gente vota, dice, los políticos no se sienten servidores de lo público, el miedo atenaza a Europa. "Creo que todos estos cambios [en la educación] deben hacerse para salvar la democracia". No hay dramatismo ni grandilocuencia en sus palabras; solo la certeza de que lo que se enseña a los niños hoy en la escuela está demasiado volcado en el pasado, en transmitir lo que se sabía hasta ahora, en unos contenidos que luego se pueden medir en pruebas y exámenes; pero se deja de lado la otra parte, la que ayuda a descubrir a cada niño su propia individualidad, su forma de responder a los nuevos retos y las nuevas situaciones.
Ha llegado a ese punto hacia el final de la comida, con una chuletilla de cordero en la mano. Antes, con el salmón en escabeche, dijo que habría que eliminar la cultura de los exámenes que estrangula la labor de los profesores en la escuela y condena cada vez a más alumnos al fracaso; que cada niño tiene su propio potencial y que la labor del profesor es encontrarlo. Habla de la lucha en la que se encuentra Europa entre el miedo y la esperanza, de cómo por ahora va ganando el primero. Y conecta todo ello con esa manera de entender la educación solo como conservación y repetición del pasado en lugar de dar espacio a la creatividad individual que encuentre nuevas oportunidades en cada dificultad.
No habla de cambiar asignaturas, sino de que cada cosa que se enseñe se haga de esa manera. Pero el cambio que propone no vendrá desde arriba; en un siglo XXI en el que todas las revoluciones llegan desde abajo, solo podrán hacerlo "jóvenes profesores con ganas de hacer las cosas de otra manera". ¿Confía en que ocurrirá? Sonríe, levanta las cejas y se encoge de hombros. No hay tiempo para postre ni café. Tiene que volver al congreso a contestar las preguntas que le lancen. Cuando responda, intentará causar algún tipo de sensación en su interlocutor, dice.
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