El pleito de las lenguas en Catalunya se produce en el contexto de la segunda Gran Depresión de la historia. Si en los recientes años de vacas gordas, la escalada retórica del conflicto identitario parecía inocua, ahora, en plena crisis, podría convertirse, junto con la inmigración, en una de las mechas más inflamables.
El catalanismo no podía sino responder con gran firmeza y unanimidad a los intentos jurídicos de cuestionar el sistema de inmersión. Era inevitable una respuesta política unívoca e inflexible a un ataque exterior no convencional. Los jueces pretenden cambiar un sistema que, contando con amplísimo consenso político, nunca hasta ahora había sido motivo de discordia civil en Catalunya. El fundamentalismo judicialista, tan característico del viejo estado al que pertenecemos, aducirá, en respuesta a mi afirmación anterior, todos los tópicos posibles. De la fría defensa de la legalidad (dura lex, sed lex), a la exigencia de la igualdad cívica que los jueces supuestamente garantizan (Del rey abajo, ninguno), sin olvidar el severo recordatorio de la fuerza (el peso de la ley). Conocemos todos estos barrocos tópicos, pero, sin pretender cuestionar el sistema jurídico, no puede olvidarse que muchas veces ha sido instrumentalizado políticamente. De manera incluso obscena, los más altos tribunales –Constitucional y Supremo– se han mostrado en los últimos años muy sumisos a la presión política. Habiendo traicionando los propios jueces a Montesquieu, no es exagerado afirmar, por lo tanto, que el sistema judicial ha perdido, no peso y fuerza, pero sí capacidad de dar lecciones de estado. No pretendo, con este argumento, relativizar todas las decisiones judiciales. Intento situar el pleito español contra la inmersión del catalán en su exacta correlación de fuerzas. Una judicatura políticamente escorada intenta cambiar por arriba un sistema que cuenta por abajo, en Catalunya, no sólo con un gran consenso político, sino con un tradicional acuerdo social. Es justo y necesario que el catalanismo trace una línea roja para intentar oponerse a este intento de revertir con sentencias lo que las urnas y la sociedad avalan.
Ciertamente, minorías críticas contra la inmersión las ha habido siempre en el interior de Catalunya. Minorías poderosas e influyentes. Intelectuales, burgueses, funcionarios. El partido Ciudatans entró con fuerza en el ágora catalana discutiendo precisamente el consenso catalanista. Por supuesto, también el PP de Catalunya ha combatido la inmersión. Con mayor o menor intensidad debido a los constantes cambios de liderazgo y línea, ha oscilado entre el pragmatismo catalán (Fernández Díaz) y el tremendismo españolista (Vidal-Quadras). Pero el hecho es que los sectores anticatalanistas no han conseguido cambiar el consenso catalán de fondo.
Pero podrían estar en condiciones de conseguirlo, en virtud del salto que el PP está dando en Catalunya. Al margen de haberse convertido en caballo ganador electoral, la penetración del PP en Catalunya tiene dos causas. El declive del PSC, que no consigue transmitir sus valores a los jóvenes de la conurbación barcelonesa. Y la impotencia del catalanismo para penetrar en las zonas de Catalunya en las que se habla en castellano. Durante 30 años, los catalanes que se expresan en castellano han aceptado la hegemonía del catalanismo. No han participado del mismo, pero no lo han combatido. Dos almas han coexistido en Catalunya. En paralelo. Sin enfrentarse, pero sin abrazarse. Una de ellas ha dirigido el país; la otra lo ha aceptado con indiferencia.
Mientras el catalanismo recalentaba sus emociones encerrado en TV3, el acatalanismo calentaba las suyas a la luz de Tele 5 y Antena 3. La agonía del PSC, que actuaba de airbag, deja ambas almas catalanas en áspero contacto. El choque parece inevitable. No sólo porque cierto españolismo lleva décadas buscando la manera de que el choque se produzca, sino porque el catalanismo persiste en no darse por enterado de la doble alma catalana. El PP se debate de nuevo entre el pragmatismo de la conllevancia (Rajoy, Fernández Díaz) y el asalto a la fortaleza catalana (Aznar-Faes, Sánchez Camacho). En cambio, el catalanismo no muestra intención alguna de afrontar el enorme reto de la división interna.
El catalanismo sigue fantaseando que el choque es entre España y Catalunya. Soñar es gratis, pero hacer política soñando es suicida. ¿No ha llegado el momento de replantear las bases románticas, herderianas, del catalanismo para incorporar a los sectores castellanohablantes al consenso transversal? Para ello, el catalanismo debería dar a entender que la defensa a ultranza de la lengua catalana no puede implicar de ninguna manera el menoscabo de la castellana. El catalanismo no puede dirigirse a los castellanohablantes de Catalunya como si fueran miembros del Supremo o del Constitucional. Lo ha estado haciendo en estos últimos meses. Olvida el catalanismo que el castellano es lengua propia de muchísimos catalanes. Y que es un valor cultural de primer orden. Olvida que es la lengua que más se expande en la sociedad global (con el inglés, el árabe y el chino) y que, por lo tanto, seguirá ofreciendo a las industrias culturales catalanas grandes oportunidades.
El PP se ha impuesto el reto de articular a un sector de la sociedad catalana que ha estado 30 años conjugando la política en voz pasiva. ¿Atrapado en su visión romántica, el catalanismo le dejará el paso libre?
No hay comentarios:
Publicar un comentario