domingo, 1 de enero de 2012

Juan Rulfo nació en Jalisco (México) en 1918. Al comenzar sus estudios primarios murió su padre, y sin haber dejado la niñez, perdió también a su madre, y estuvo en un orfanato de Guadalajara.

Juan Rulfo nació en Jalisco (México) en 1918. Al comenzar sus estudios primarios murió su padre, y sin haber dejado la niñez, perdió también a su madre, y estuvo en un orfanato de Guadalajara.
En 1934 se radica en México, y comienza a escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista "América".
En 1953 publicó "El llano en llamas" (al que pertenece el cuento "Nos han dado la tierra") y en 1955 apareció "Pedro Páramo". De esta última obra dijo Jorge Luis Borges: "Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura", y que fuera traducido a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado "realismo mágico", y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.
Muchos de sus textos han sido base de producciones cinematográficas.
A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en la que realizó notables composiciones.
En 1947 se casó con Clara Aparicio, con la que tuvo cuatro hijos.
Fue un incansable viajero y participó de varios Congresos y encuentros internacionales, y obtuvo Premios como el Premio Nacional de Literatura en México en 1970 y el Premio Príncipe de Asturias en España en 1983.
Falleció en México en 1986.



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Juan Rulfo y su purgatorio a ras del suelo [1]

Por Mario Benedetti

[Marcha, Montevideo, 1955]


Fragmento de entrevista a Juan Rulfo

Los narradores hispanoamericanos que optan por refugiarse en los temas nativos, sólo por excepción construyen sus relatos sobre una estructura compleja. La abundancia de anécdotas, la sugestión e paisaje, la aspereza del diálogo, seducen lógicamente al escritor. Pero, a la vez, toda esa formidable disponibilidad suele inspirarle cierto recelo frente a cualquier ordenamiento que no sea el estrictamente lineal. Se cree, y a veces con razón, que el alarde técnico podría llegar a sofocar el patetismo y la vitalidad de un mundo aún no extenuado por lo literario.
Claro que a veces el tema criollo se agota por su misma sencillez, por esa desgana tan frecuente en el narrador campesino, que todo lo deja al brío del asunto, al interés y a la tensión que el tema pueda levantar por sí mismo. Las complejidades suelen dejarse para el novelista urbano, como si existiera una obligada correspondencia entre el tema y su desarrollo, entre las formas de vida y las formas de estilo.
Entre los últimos escritores aparecidos en México, Juan Rulfo (nacido en 1918) ha buscado evidentemente otra salida para el criollismo. Su tratamiento del cuento en El llano en llamas (1953) y de la novela en Pedro Páramo (1955), lo colocan entre los más ambiciosos y equilibrados narradores de América Latina. Por debajo de sus modismos regionales, de la anécdota directa y penetrante, aparece el propósito, casi obsesion, de asentar el relato en una base minuciosamente construida y en la que poco o nada se deje al azar. Pedro Páramo testimonia ejemplarmente esa actitud.
Pero también cada uno de los cuentos, aun de los más breves, demuestra la economía y la eficacia de un narrador, tan consciente del material que utiliza como de su probable rendimiento, y que, además, acierta en cuando al ritmo, el tono y las dimensiones que deben regir en cada desarrollo. En El llano en llamas hay cuentos excelentes, verdaderamente antológicos, y otros menos felices; pero todos sin excepción tratan temas de cuento, con ritmo y dimensiones de cuento.
Con la expceción de Macario, un casi impenetrable medallón, los otros relatos enfocan situaciones o desarrollan anécdotas, siempre con el mínimo desgaste verbal, usando las pocas palabras necesarias y logrando a menudo, dentro de esa intransitada austeridad, los mejores efectos de concentración y energía.
Conviene no perder de vista, a fin de valorar debidamente su madurez, que los cuentos de Rulfo constituyen su primer libro. Sólo el tulado En la madrugada, se manifiestan la indecisión y el desequilibrio característicos del principiante. En Algún otro (como Nos han dado la tierra, La noche que lo dejaron solo y Paso del Norte) la anécdota es mínima, pero tampoco el tono o la itención del relato van más allá del simple apunte, de modo que la estabilidad no corre riesgos.
Es cierto que algunos cuentos ponen en la pista de antecedentes demasiado cercanos (Faulkner en Macario, Quiroga en El hombre, Rojas González en Anacleto Morones) pero en general esos ecos se refieren más al modo de decir que al de ver o de sentir un tema. En la mayor parte de sus relatos, Rulfo es sencillamente personal; para demostrarlo, no ha precisado batir el parche de su propia originalidad. Se trata de un escritor que conoce claramente sus limitaciones y poderes. Tal vez una de las razones de su sostenida eficacia radique en cierta deliberada sujeción a sus aptitudes de narrador, en saber hasta dónde debe osar y hasta cuándo puede decir.
Por otra parte, Rulfo no es descriptivo. Ni en sus cuentos ni en Pedro Páramo el paisaje existe como un factor determinante. La tierra es invadida, cubierta casi, por mujeres y hombres descarnados, a veces fantasmales, que obsesivamente tienen la palabra. Detrás de los personajes, de sus discursos primitivos e imbricados, el autor se esconde, desaparece. Es notable su habilidad para trasmitir al lector la anécdota orgánica, el sentido profundo de cada historia, casi exclusivamente a través del diálogo o los pensamientos de sus criaturas. A veces se trata de una versión restringida, de corto alcance, pero que al ser expuesta en sus palabras claves, en su propio clima, adquiere las más de las veces un extraño poder de convicción.
Es que somos muy pobres, por ejemplo, cuenta la historia sin pretensiones de Tacha, una adolescente a quien su padre regala una vaca “que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos”; se la regala para que no salga como sus hermanas, que andan con hombres de lo peor. “Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita”. Pero es el río crecido el que se la lleva, y Tacha queda sin dote y sin consuelo. “El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajr por su perdición”. El asunto es poco, pero está metido en su exacta dimensión; es bastante conmovedor que toda la honra penda de una pobre vaca manchada, de muy bonitos ojos. Evidentemente, hay grados sociales en la honra, y ésta es la honra de los muy pobres.
En el cuento que da nombre al volumen, El llano en llamas, se describe un proceso de bandidaje, la reunión y dispersión de hombres que obedecen a Pedro Zamora; sus saqueos, sus crímenes y sus inicuas diver­siones. Son seres de un coraje sin énfasis, aguijoneados por una crueldad gratuita, pero siempre coherentes con su propio nivel de pasión. En La cuesta de las comadres hau una inocencia cachacienta que sirve para amortiguar el acto horrible que se está relatando. Hasta parece explicable que el narrador lleve a cabo un minucioso crimen (“por eso aproveché para sacarle la aguja de arriba del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón”) para defenderse de otro que no cometió. Por similares razones, el bienhumorado desarrollo de Anacleto Morones acaba pareciendo macabro. La ligeresa de la situación, las burlas certeras, aun el final casi vodevilesco, adquieren un espantoso sentido no bien el lector se entera que debajo de estas bromas y de aquellas piedras se halla el cadáver del Niño Anacleto.


Leopoldo Marechal y Juan Rulfo

Este recuerdo guarda cierto paralelismo con el em­pleado por Richard Hughes en A High Wind in Jamaica: el lector es más consciente que el narrador del hecho tremendo que se relata. Sólo que Hughes usa el expe­diente de la infancia, y Rulfo, en cambio, el del primitivismo de los hombres; tal vez porque confía en que ese fondo de inocencia y de miedo pueda salvar al alma campesina.
Relatos como como Talpa y No oyes ladrar los perros merecen consideración especial. El primero, que sirvió para lanzar al mercado literario el nombre de Rulfo, cuenta la historia de Tanilo, un enfermo que insiste hasta conseguir que su mujer y su hermano lo lleven ante la Virgen de Talpa “para que ella con su mirada le curara sus llagas”. A mitad de camino Tanilo ya no puede más y quiere volver a Zenzontla, pero entonces su mujer y su hermano, que se acuestan juntos, lo convencen de que siga, porque sólo la Virgen puede hacer que él se alivie para siempre. En realidad, quieren que se muera, y Tanilo llega a Talpa, y allí, frente a su Virgen, muere.
Este proceso, que comienza en un simple adulterio y culmina en una tortura de conciencia, se vuelve fas­cinante gracias al ritmo que Rulfo consigue imprimir a su relato. Obsérvese que la culpa sólo arrincona a los actores cuando sobreviene la muerte dc Tanilo. El adulterio en sí no llega a atormentarlos. Unicamente cuando se agrega la muerte, ese primer delito adquiere una intención culposa y retroactiva. Es que, probablemente, hay grados dc conciencia (como de honra) y ésta del hermano y la mujer de Tanilo, es también la conciencia de los muy pobres. Con todo, es curioso anotar que en este cuento, cl adulterio es un acto y no remuerde; en cambio, en la última etapa del proceso, la infamia, que se limita a la intención, se vuelve a pesar de ello insoportable. Ningún hecho nocivo para reprocharse; sólo intenciones, palabras, pensamientos. Sin embargo, estos seres elementales, que no son conmovidos por su acto abyecto, se vuelven suficientemente sensibles como para sentirse agobiados por un destino que ellos sólo provocaron, pero que no ejecutaron con sus manos. “Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nos­otros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza. Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida”.
No oyes ladrar los perros es, sencillamente, una obra maestra de sobriedad, de efecto, de intelección de lo humano. Uno de esos cuentos que no es preciso anotar en la ficha para recordarlos de por vida. En verdad, Rulfo desenvuelve su materia (trágica, oprimente) en tan reducido espacio y en estilo tan desprovisto de estridencias, que en una primera lectura es difícil acostumbrarse a la idea de su perfección. No obstante, es posible advertir con qué economía plantea el autor desde el comienzo una situación casi shakespiriana. Obsérvese, además, la difícil circunspección con que deja transcurrir el diálogo, la carga de pasión que soporta toda esa pobre rabia, y sobre todo, el final magistral, que estremece en seguida todo el relato que llevaba hasta ese instante el lector en su mente, y lo reintegra a su verdadera profundidad. ¿Qué más puede pedirse a un cuento de seis páginas? Casi podría tomársele por una definición del género.
En una de sus narraciones, Luvina, no precisamente de las mejores que reúne El llano en llamas, Rulfo ya adelantaba algunos ingredientes (la mayoría, exteriores) que iba luego a emplear en su novela: Pedro Páramo. Pero en tanto que el cuento sólo planteaba una situación de aislamiento y resignación (con algunos buenos impactos verbales: “¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno? ... Nosotros también lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno”), sin que pareciera suficientemente motivada y creíble, la novela desarrolla, partiendo de un clima semejante, pero tirando intermitentemente de diversos hilos de evocación, una historia fronteriza entre la vida y la muerte, en la que los fantasmas se codean desapren­sivamente con el lector hasta convencerlo de su provisoria actualidad.
Si no fuera por su sesgo fantástico, esta primera novela de Rulfo traería, con mayor insistencia aun que alguno de sus cuentos, el recuerdo de Faulkner. Y aun con esa variante, el Sutpen de Absalom, Absalom! no puede ser descartado en cualquier investigación de fuentes que se propusiera integrar una genealogía de este Pedro Páramo, encarnado a través de varias despiadadas memorias y a través de sí mismo. No obstante, conviene anotar que en Absalom, Absalom!, Faulkner asienta su mito sólo como excusa en una zona geográfica determinada. En cambio, Rulfo, pese a su andamiaje intelectual, sigue siendo, y esto es importante, un novelista valederamente regional.
Comala, algo así como un Yoknapatawpha mexicano, es una aldea, más bien un esqueleto de aldea, cuya sola vida la constituyen rumores, imágenes estan­cadas del pasado, frases que gozaron de una precaria memorabilidad, y, sobre todo, nombres, paralizados nombres y sus ecos. De todos ellos, y, además, de muchas épocas barajadas, ordenadas y vueltas a barajar, el autor ha construido la historia de un hombre, una suerte de cacique cruel, dominador, y en raras ocasiones impresionable y tierno. Páramo es una figura menos que heroica, más que despiadada, cuya verdadera estatura se desprende de todas las imágenes que de él conserva la región, de todas las supervivencias que acer­ca de él acumulan las voces fantasmales de quienes lo vieron y sintieron vivir. Esa creación laberíntica y frag­mentaria, esa recurrencia a un destino conductor, ese rostro promedio que va descubriendo el lector a través de incontables versiones y caracteres, tiene cierta filiación cinematográfica, cercana por muchos conceptos a Citizen Kane. En la novela de Rulfo la encuesta necesaria para reconstruir la imagen del Hombre, es cumplida por Juan Preciado, un hijo de Páramo, mediante sucesivas indagaciones ante esas pobres, dilaceradas sombras que habitan Comala.
Pero no todo es evocación, no todo es censura de ultratumba. También el narrador (que nunca levanta la voz; que se oculta, como un ánima más, detrás de su propio mito) toma a veces la palabra y dice su versión, cuenta simplemente, y su acento no desentona en el corrillo. Hay en todo el libro una armonía de tono y de lenguaje que en cierto modo compensa la bien pensada incoherencia de su trama. Por lo general no se da ningún dato temporal que sirva de asidero común para tanta imagen suelta. Sorprende, por ejemplo, hallar en pág. 113, un párrafo que empieza: “Muchos años antes, cuando ella era una niña...”, ya que éste o cualquier otro procedimiento de fijación expresa de una época, resulta inopinado en la modalidad corriente de esta narración. En tal sentido, el lector debe arreglarse como pueda, y por cierto que puede arreglarse bien, ya que Pedro Páramo no es una novela de lectura llana, pero tampoco un inasible caos. Por debajo de la aparente anarquía, del desconcierto de algunos pasajes, existe, a poco que se preocupe el lector por descubrirlo, un riguroso ordenamiento, un fichaje de caracteres y de sus mutuas correspondencias, que mantiene la cohesión, el sentido esencial de la obra.
Es cierto que la imaginación de Rulfo especula con la muerte, se establece en su momentáneo linde, pero autor y personajes parecen dejar sentada una premisa menos cursi que verdadera: que la única muerte es el olvido. Estos muertos se agitan, se confiesan, pero, en definitiva ¿son ellos o sus recuerdos?, ¿meros fantasmas asustabobos o probadas supervivencias?
Frente a tanta huella de su unicidad, de sus varios enconos, de su ternura sin réplica, se levanta Pedro Pá­ramo para afrontar el juicio y volver a caer, desmoro­nándose “como si fuera un montón de piedras”. “¿Quién es? —volví a preguntar. Un rencor vivo —me contestó él”. La respuesta de Abundio a Juan Preciado define en cierto modo la novela. Es, sencillamente, la historia de un rencor. “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, dice, agonizante, Dolores Preciado a su hijo en la primera página. Y Juan Preciado, siguiendo desde allí el itinerario de ese rencor, llega a Comala junto a la sombra de Abundio, que también era hijo de Pedro Páramo y también sostiene su rencor propio. Desde su llegada a casa de Eduviges Dyada hasta su propia muerte (“acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo”), Juan Preciado arrostra sombras, escucha voces. “Me mataron los murmullos”, dice a Dorotea, y eran murmullos que partían de di­versos rencores. También Miguel Páramo los siembra y el padre Rentería los recoge y Pedro Páramo hace de todos ellos su gran rencor, su inquina hacia ese des­tino que le ha hecho esperar toda una vida antes de hacerle hallar a la Susana de su infancia y entregár­sela deshecha, trastornada y ajena. “Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. «Puñadito de carne», le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan”.
Todo el episodio que se refiere a Susana es de gran eficacia narrativa, sin duda el pasaje más tenso de la novela. Ella, cerrando los ojos para recuperar a Flo­rencio, en inagotable sucesión de sueños; él, desvelán­dose, contando “los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho”, concentran en sí mismos la gran desolación que propaga el relato, el notorio símbolo que difunde el título. “¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Esa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber”.
La complejidad en que se apoya la trama, no se refleja empero en el estilo, el cual, como en los cuentos de El llano en llamas, es sencillo y sin complicaciones. Los amodorrados fantasmas de la novela emplean en su lenguaje el mismo irónico dejo que los campesinos de Es que somos pobres o ¡Díles que no me ma­ten! Las cosas más absurdas o las más espantosas son dichas en su genuina cadencia regional. En ciertos pasajes decididamente macabros (como algunos de los diálogos entre Juan Preciado y Dorotea) la excesiva vulgaridad resulta ínapropíada y hasta chocante. Del mismo modo, algún rasgo humorístico vinculado a las inquietudes de los muertos en el camposanto, produce un desacomodo en el lector: “Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de tablas”; “haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados”. Por lo común, una visible alteración de los padrones de verosimilitud provoca una sacudida mental a la que, por otra parte, es fácil sobreponerse. También es fácil sobreponerse al trato descarado de la literatura con los muertos. Pero en el riesgoso juego de Rulfo con sus fantasmas, en ese purgatorio a ras de suelo, hay que reconocer que pide demasiado a su lector: esa promis­cuidad de muerte y vida, esa habla chistosa de tumba a tumba, suscita a veces la previsible arcada. Por lo demás, el humorismo no es una variante preferida de Rulfo. Pero así como en algunos de sus cuentos, especialmente en Anacleto Morones, había recurrido a él para extraer del asunto el máximo provecho, también en Pedro Páramo suele emplearlo en función de algún efecto, de alguna ironía.
Es de confiar que la aparición de Rulfo abra nuevos rumbos a la narrativa hispanoamericana. Por lo me­nos, estos dos primeros libros alcanzan para demostrar que el relato en línea recta, que la porfiada simplicidad, no son las únicas salidas posibles para el enfoque del tema campesino. No es, naturalmente, el primero en llevar a cabo esa módica proeza, pero su actitud literaría implica una saludable incitación a sobrepasar este presente, algo endurecido en cierta abulia del estilo. De todos modos, convengamos en que ya venía resultando peligrosa para el mejor desarrollo de una narrativa de asunto nativo, esa endósmosis de lo llano con lo chato, ese abandonarlo todo al ímpetu del tema, al buen aire que respiran los pulmones del novelista. Rulfo, que también lo respira, ha construido, además, quince cuentos, la mayoría de ellos de una excelente factura técnica; ha levantado, sin apearse de lo literario y pagando las normales cuotas de realismo y fantasía, una novela fuerte, bien planteada, y ha preferido apoyarla en una sólida armazón. Es satisfactorio comprobar que, después de este alarde, el tema criollo no queda agostado sino enriquecido, y su esencia, sus mitos y sus criaturas, se convierten en una provocativa disponibilidad para nuevas empresas, con destino a más ávidos lectores.
(1955)

Notas
[1] Hoy Juan Rulfo es un clásico de la narrativa hispanoamericana; sus libros han sido traducidos al inglés, a francés, italiano, alemán, sueco, checo, holandés, danés, noruego, yugoeslavo y eslovaco; su obra ha sido objeto de numerosos y profundos estudios. Sin embargo, cuando el trabajo que aquí se incluye apareció, en 1955, en el semanario Marcha, Montevideo, acababa de publicarse Pedro Páramo y el nombre y la obra de Rulfo eran totalmente desconocidos en el Cono Sur. (Aún en 1958, no figura ningún cuento suyo en la buena Antología del cuento hispanoamericano, de Ricardo Latcham). No señalo esto, por cierto, para inventarle méritos a mi trabajo de hace doce años, sino más bien para pedir excusas al lector (y a Rulfo) por una interpretación que, debido a la razón apuntada, no tiene en cuenta toda esta vasta bibliografía posterior. (1967)



A 50 años de Pedro Páramo

Escriben: Martín De Ambrosio - Héctor Tizón - Mempo Giardinelli.

El desierto y su semilla

Por Martín De Ambrosio

A punto de cumplirse 50 años de la publicación de Pedro Páramo, Radar reconstruye el contexto en el que la novela apareció por primera vez y la repercusión que fue alcanzando hasta nuestros días. Reina Roffé (dos veces biógrafa de Rulfo), Héctor Tizón y Mempo Giardinelli dan testimonio acerca de la obra breve y la personalidad peculiar de un escritor consecuente con la tristeza y el desierto.

El escritor mexicano Juan Rulfo escribió dos libros, y no en sentido figurado (como se dice cuando se quiere menospreciar la obra de un escritor: “escribió sólo dos libros”). Rulfo escribió, literalmente, sólo dos libros: El llano en llamas, volumen de cuentos publicado en 1953, y Pedro Páramo, novela publicada en marzo de 1955, hace 50 años. Entre la publicación de Pedro Páramo y su muerte en 1986 (el mismo año de la muerte de Borges), Rulfo no entregó nada a publicación. Nada. Existieron una serie de versiones, alimentadas por el propio autor y su círculo, acerca de varios proyectos comenzados. Pero Rulfo o finalmente no los escribió o creyó que eran indignos de su creciente fama (como sucedió con Días sin floresta y La cordillera). Rulfo escribió esos dos libros, esos dos grandes libros, y dijo para qué más. Y se dedicó a la fotografía, donde también descolló, con obras que –entre paréntesis– parecen el exacto complemento visual de su literatura.

El por qué de la esterilidad de Rulfo después de 1955 fue tema de controversia y debate en el medio literario mexicano, y dio para todo tipo de especulaciones. Por ejemplo, las de algunos maledicentes que afirmaron –no sin ingenio– que la obra rulfiana era el producto de “un burro que un día tocó la flauta”. Otro que lo detestaba era el insigne Octavio Paz, quien competía con Rulfo por el trono de las letras mexicanas; ambos representaban modelos contrapuestos de escritor, uno erudito, universal, formado y reflexivo (Paz), y el otro más intuitivo, de despareja ilustración y con mucho de folklórico (Rulfo).

Para Reina Roffé (autora de dos biografías de Rulfo: Juan Rulfo: autobiografía armada y Las mañas del zorro) hay más de un motivo que explica la esterilidad rulfiana, aunque cree que el principal era su angustia ante la página en blanco: “Hay muchas leyendas y teorías sobre lo que podríamos llamar la agrafía de Rulfo. Una es la que vincula su alcoholismo con su silencio editorial. Otra se reafirma en la idea de que dejó de publicar porque ya había dicho todo lo que tenía que decir y de forma insuperable en sus dos obras de ficción”. El otro posible culpable, para Roffé, pudo haber sido el éxito. “La fama lo enredó en una trama de compromisos, viajes y congresos que lo alejaron de la mesa de trabajo. Es posible que el reconocimiento de los lectores de su entorno, primero, y después el requerimiento internacional hayan producido en él una fuerte inhibición, se sintió más responsable, más exigido como escritor. La fama pudo haber funcionado en él como si se tratara de un castigo ejemplar”, comentó la biógrafa desde España, donde reside desde hace muchos años.

Más allá de polémicas y especulaciones, seguramente el argumento definitivo acerca de la esterilidad rulfiana lo haya dado el escritor guatemalteco –y amigo– Augusto Monterroso en el cuento “El zorro es más sabio”. Allí, un zorro escribe un buen libro y después otro mejor, y con eso se da por satisfecho. Los otros le piden más, pero él, que sabe por zorro, se dice “lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.

Como fuese, parece fácil hacer una especulación acerca de por qué tanta animosidad y tantas acusaciones contra Rulfo: los escritores mexicanos siempre tuvieron ahí su desierto y su historia, al alcance de la mano, pero ninguno nunca pudo escribir sobre ellos como Rulfo.

La novela

Pedro Páramo (que tuvo un título que Rulfo supo cambiar a tiempo, Una estrella junto a la luna, y otro que desechó, Los murmullos) es también una ficción clave para entender no sólo la vida cotidiana en el desierto mexicano sino también las consecuencias de las traiciones que sufrió la revolución mexicana, golpeada no sólo desde la contrarrevolución cristera (religiosa: su lema era “¡Viva Cristo Rey!”) sino también desde sus propias filas, con Pancho Villa fusilado y Emiliano Zapata asesinado. ParaRoffé, “el telón de fondo de Pedro Páramo lo constituye la revolución mexicana, la revuelta de los cristeros y los desmanes que causaron en los pueblos de Jalisco. Hay una preocupación social y política muy notoria, y un hilo emocional fuerte cuyo tensor principal es la soledad y el desamparo de los hijos que deben crecer huérfanos, sin apoyo de ningún tipo, en un mundo convulso, injusto, violento. Esto tiene mucho que ver con la historia personal de Rulfo, con su historia primigenia, la de su infancia”.

La historia que cuenta Pedro Páramo es conocida: un hombre se acerca a Comala en busca del padre que no conoce, obligado por la promesa que le hizo a su madre en el lecho de muerte. Camino al pueblo se encuentra con un arriero, quien le pregunta qué viene a hacer a un pueblo al que nunca llega nadie. El le dice que va a buscar a Pedro Páramo, un padre a quien no conoce. El arriero le responde que Pedro Páramo es “un rencor vivo” y lo sorprende diciéndole: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”. Pero Pedro Páramo, como el pueblo mismo, ya está muerto. Sin embargo, el hombre se queda en el pueblo, conviviendo con viejas que habían conocido a su madre y espectros varios. Lentamente lo empiezan a cercar las voces de ese pasado feudal y las broncas que había juntado el señor de las tierras -desde luego Pedro Páramo, padre de casi tantos hijos como tenía Comala– merced a crímenes, violaciones y atropellos varios.

Y, sin duda, Pedro Páramo puede ubicarse en una línea de relatos típicos latinoamericanos que alcanzó la cúspide de la fama con Cien años de soledad; pero a la vez es universal porque la forma que suele tomar la injusticia es más o menos igual en todo el mundo (como mero ejercicio, podrían trazarse las similitudes entre los crímenes de Comala en la década del ‘40 y los de Santiago del Estero no hace tanto). Desde luego, la Comala de Rulfo es una versión previa, más densa y más tétrica, de la Macondo de García Márquez. En Rulfo el trato con los muertos es un trato grave, distante y lejos de cualquier jocosidad.

Según cuenta Reina Roffé en la biografía Juan Rulfo: Las mañas del zorro, Rulfo empezó a escribir Pedro Páramo en marzo de 1954 y le llevó unos cuatro meses de trabajo inicial, al que le siguió un intenso trabajo de depuración, ya que de las 300 páginas que tenía inicialmente la obra, dejó sólo 150. “Eliminé toda divagación y borré completamente las intromisiones del autor”, confesó el propio escritor. Rulfo no sabía si presentar o no la novela a la editorial dada su proverbial inseguridad. Fue el argentino Arnaldo Orfila, uno de los directores de la prestigiosa colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, quien le insistió para que entregara la obra a imprenta. Finalmente, los primeros 2000 ejemplares de Pedro Páramo vieron la luz en marzo de 1955. La recepción inicial de la novela no fue precisamente extraordinaria: esa primera edición vendió poco y el propio Rulfo regaló cerca de mil ejemplares entre amigos y conocidos. Como pasa con los argentinos que tienen que triunfar primero en el extranjero para después ser reconocidos aquí (Borges, Puig, Piazzolla, para no excederse en la lista), Rulfo tuvo que conquistar primero el exterior para que esos ecos terminaran repercutiendo en territorio mexicano. Recién a mediados de la década del ‘60 empezaron a agotarse sucesivas ediciones, después de su traducción al alemán en 1958, y luego al inglés, al francés, al holandés, al sueco, al noruego, al danés, al italiano, al polaco, al portugués, al ruso y al chino en una seguidilla inolvidable. Desde esa plataforma internacional ingresó sin escalas al Panteón de las letras mexicanas.

A todo esto, ¿qué dijo el propio Rulfo de la que sería su única novela? “Es el relato de un pueblo: una aldea muerta, en donde todos están muertos, incluso el narrador, y sus calles y sus campos son recorridos únicamente por las ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio”.

Qué vida

Una serie de declaraciones de Rulfo pueden dar una idea del carácter del escritor nacido en el estado de Jalisco. “Yo sé que todos los hombres están solos, pero yo más”, le dijo una vez a Elena Poniatowska. Otra vez la preguntaron qué sentía al escribir. “Remordimientos”, fue la respuesta. Genial y atormentado, Rulfo tenía detrás una vida que explicaba esas reacciones. Al padre lo asesinaron cuando el pequeño Juan tenía 6 años, y apenas cuatro años después no pudo ir al entierro de su madre a causa de las guerrillas que había en la zona. Por entonces Juan Rulfo y su hermano Severiano estaban en un internado de Guadalajara en el que se comía francamente poco y mal. Más tarde, Rulfo logró casarse con quien aparentemente fue el único amor de su vida (amor que tampoco fue ninguna maravilla, según los testimonios), y después fue alcohólico y se recuperó cambiando la adicción a las bebidas blancas por la adicción a la CocaCola.

Y, pese a que pasó sus últimos años, los años de celebridad, hablando de sí mismo, muchos momentos de la vida de Rulfo están cubiertos por un manto oscuro. Incluso las confusiones –como las que tienen que ver con su exacto lugar de nacimiento– fueron alimentadas por el propio escritor. En cambio, sí se pueden hacer afirmaciones generales: fue un hombre tímido, huraño, al que le disgustaba sobremanera hablar en público y que nunca creyó demasiado en sus posibilidades (literarias o de cualquier tipo). Está claro que no le gustaba para nada trabajar y lo hubieran echado mucho más seguido de sus ocupaciones (fue funcionario estatal y trabajó en una fábrica de neumáticos) si no hubiera sido sostenido por influyentes familiares, según señala una y otra vez Roffé en su biografía. En más de una ocasión, Rulfo –por aquellos cuestionamientos a su obra– tuvo que salir a decir que en su obra no había nada de autobiográfico. Pero innegablemente algo de su vida quedó plantado en su obra: la tristeza.


El día que conocí a Rulfo

Por Héctor Tizón

Conocí en México a Juan Rulfo casi al mismo tiempo que a Martínez Estrada, ambos tan distintos entre sí se convirtieron, a poco del trato inicial, en amigos muy queridos; entre ambos sólo se parecían en lo esencial, por lo demás, nada más distinto. El uno caudaloso y breve hasta el hueso el otro. Ambos con un alto sentido del papel de la literatura como instrumento esencial de conocimiento y comunicación entre los hombres, y con una versación literaria que en el caso de Rulfo tendía a disimular, quizá por innata timidez. Su pasión fue la literatura, pero también la fotografía y los viajes por su tierra como vendedor de neumáticos, creo. Recuerdo con emoción y aún con gratitud las largas charlas –él hablaba poco y yo también, el resto lo prodigaba con bonomía y hospitalidad Miguel León Portilla, dueño de casa en el Instituto Indigenista de México–, cuando Rulfo trabajaba allí y yo concurría de vago nomás. Por aquel tiempo, Rulfo, con la publicación de sus cuentos de El llano en llamas era seguramente el escritor más respetado de México y ya había empezado a escribir Pedro Páramo cuando el presidente de la república, licenciado López Mateo, le otorgó una beca de mil pesos mexicanos con lo cual quedó despreocupado del bastimento diario y se quedó a escribir en su casa de Polanco o en Tepoztlán, adonde lo visitaba asiduamente Pedro Coronel, gran pintor y bebedor cuyo nombre fue usado por Rulfo para su principal personaje de la inmortal novela. Ya, también ahora, Pedro Coronel se ha convertido en prominente alma habitante de Comala, como el propio Juan, a quien había dejado de ver durante años hasta que me enteré de su muerte súbita leyendo la noticia en el periódicomientras viajaba en un tren italiano. Nunca más lo vería. Ni podré olvidarlo.


Juanito Rulfo a lo lejos

Por Mempo Giardinelli

El aniversario de Pedro Páramo me resulta absolutamente conmovedor. Y no sólo por lo que significó y seguirá significando para todos nosotros esa novela fundacional, sino porque Juan Rulfo fue mi amigo. Maestro y amigo.

Lo conocí durante mi exilio en México y lo frecuenté hasta que murió en 1986. Nos encontramos casi todos los viernes durante cinco años, solos o con amigos comunes, y sostuvimos largas charlas en México y Buenos Aires.

Se dice que Juanito, como lo llamábamos, ya no escribía. No es verdad. Yo leí varios cuentos que tenía en borrador. Y también una versión de La cordillera, su novela frustrada. Pero si escribía, no publicaba. Por alguna íntima decisión que nunca me atreví a cuestionar, había decidido un silencio que no le agradaba ni hacía feliz, pero todos debíamos respetar y para mí, conjeturalmente, era un modo de su rebeldía.

Hoy creo entender su empecinado silencio, su devastadora autoexigencia. Juan tenía absoluta conciencia de la calidad de sus primeros textos. Sabía el valor y el significado de sus dos libros fundacionales: El llano en llamas y Pedro Páramo. Y no se permitía publicar nada que pudiera ser inferior; detestaba las mediocridades y fue implacable con la que él habrá supuesto que era la suya.
Tampoco era tímido. Era, por el contrario, osado, dicharachero, juguetón, mordaz y malhablado. Su ironía era capaz de despedazar aun a sus amigos, con quienes era tan exigente. Era apasionado, necio incluso. Fue el hombre menos influenciable que conocí en mi vida, y la química de sus afectos y desafectos era arbitraria como él mismo.

El que yo conocí fue un Rulfo en el ocaso de su vida, trajinado pero no vencido, necesitado de afectos pero absolutamente incapaz de pedirlos. Había que quererlo serenamente, comprendiéndolo en su orfandad afectiva antes que esperando que cumpliera roles sociales imposibles.

Juan creía, con Ezra Pound, que cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar que se debe describir un apocalipsis, es imposible –y vano– pretender la descripción de un Paraíso. Por eso en sus cuentos y en Pedro Páramo advertimos el combate silencioso de la extraña moralidad de sus personajes, siempre enfrentados a lo que los griegos llamaban “decisiones trágicas”. Es decir, aquellas cuya resolución feliz es imposible y en las que todos los resultados han de ser nefastos.

Susana San Juan descree del cielo con la misma exactitud con que cree en el infierno, pero aspira al cielo. Las presencias fantasmales, los rencores vivos, los aires desgarradores que recorren Comala son expresiones de una ética desesperada. Creo que esa era la filosofía de Juan Rulfo.

No hay esperanzas en su obra, porque él mismo no era hombre de ilusiones. Tampoco práctico, más bien parecía resignado, siempre adolorido. La pena y el dolor eran, para él, una constante. Y ya se sabe que ética y dolor siempre se cruzan.

El día en que murió –el 8 de enero de 1986– yo me encontraba en México. Días antes lo había visitado en su casa de la Colonia Guadalupe Inn, donde tenía su lecho de enfermo en un cuarto despojado, cuya cama tenía un cabezal arqueado, alto y oscuro, en el que sólo parecían brillar las sábanas blancas. Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos papeles con su letra menuda y un infaltable lápiz amarillo, de mina 2B, que eran los que prefería. Había estado escribiendo. Esa noche la Funeraria Gayosso estaba llena de gente. Escritores y amigos, y gente del pueblo, desfilaban ante el cajón. Ahí estaban Arreola con su gran capa negra entrevistado por la tele, y Tito Monterroso con Barbara Jacobs, y Edmundo Valadés con su esposa Adriana, y Elenita Poniatowska y tantos más. Era un desfile incesante de gente que lloraba con íntima congoja, con ese respeto reverencial que los mexicanos le tienen a la muerte. Cuando salí hacía frío, y quizá llovía. Lo que es seguro es que soplaba un viento hablador que parecía venir de los Altos de Jalisco. Pensé, y pienso ahora, que todos éramos –y quizá seguimos siendo– y para siempre, irremediable y completamente rulfianos.

Rulfo y la crítica
Ladran, Sancho

Imaginemos un mundo sin críticos. Un mundo en que estuviesen prohibidos los papers académicos y las revistas culturales, los suplementos literarios y las reseñas de libros, las monografías y las notas bibliográficas. Imaginemos un mundo en que el único lugar destinado a la crítica fuese el arte mismo, lejos de las citas, las notas al pie y los ensayos que engendran más ensayos. Un lugar donde el “imperio de la segunda mano” tuviera un fin inevitable, y en que la inmediatez entre libros y lectores fuese una ley establecida.

La fantasía antes glosada pertenece a George Steiner. En ese mundo, la “crítica de la crítica” sería la primera desterrada. Pero si la idea es sobrevolar los cincuenta años de lecturas de Pedro Páramo (y tal es el objeto de estas líneas), más vale disipar pronto esa quimera que la imaginación de Steiner nos propone. Sobre todo si se tiene en cuenta que entre los trabajos escritos sobre Rulfo –que superan el millar holgadamente, entre libros, monografías, recopilaciones de artículos, reseñas y entrevistas– hay varios en los que se oye la insistencia de un eco: el de la crítica hablando de la crítica.

Gerald Martin, quien recorre las principales lecturas de Pedro Páramo en la voluminosa edición de la Colección Archivos, señala que en 1955 –el año en que aparecen los primeros dos mil ejemplares de la novela en el Fondo de Cultura Económica– la recepción inmediata fue mucho más elogiosa de lo que algunos luego recordaron. “En la Revista de la Universidad -escribió Rulfo, hablando de las reseñas negativas que tuvo el texto–, Alí Chumacero comentó que le faltaba un núcleo al que concurrieran todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero que trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo Alí: ‘Eres el jefe de producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno’. Alí me contestó: ‘No te preocupes, de todos modos no se venderá’. Y así fue: unos 1500 ejemplares tardaron en venderse cuatro años. El resto se agotó, regalándolos a quienes me lo pedían”.

Más allá de que algunas reseñas objetaron del texto su “intrincada” estructura, la aparición en 1953 de El llano en llamas y la notoriedad que hacía tiempo Rulfo se venía agenciando entre sus colegas sirvieron para que Pedro Páramo fuese el trampolín hacia la canonización que le llegó a su autor en la década del ‘60 con el “boom” latinoamericano. Así, una reseña que Carlos Fuentes publicó en Francia a fines del ‘55 (en que elogia cómo el lenguaje popular es incorporado a la novela) no sólo fue la primera de otras lecturas que el autor de Aura realizó con los años, sino también el inicio de la proyección internacional de la literatura deRulfo. Un escritor que –según García Márquez– componía “los nombres de sus personajes leyendo lápidas en los cementerios de Jalisco”.

Pero si Fuentes lleva a cabo uno de los abordajes más controvertidos (e interesantes) de Pedro Páramo, es porque junto con Octavio Paz y Julio Ortega propicia los “estudios míticos” del texto: esa zona de la crítica que piensa sus personajes como arquetipos, y que ve en el ingreso de Juan Preciado al mundo de los muertos, en el tópico de “la búsqueda del padre”, y en el parricidio que comete el personaje de Abundio, la traza de los mitos de Orfeo, Telémaco y Edipo. En un brillante ensayo de 1983, Fuentes escribe: “Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las “emes” que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte”.

El universalismo que las lecturas míticas le otorgaron a la novela (el que se apoyó, por otra parte, en cómo ésta fue situada en la gran tradición novelística del siglo XX, en especial vínculo con Faulkner) fue puesto en entredicho por una serie de estudios que enfocaron los aspectos regionalistas y el realismo social de la obra de Rulfo. Así, en 1975, Angel Rama bregaba por una “americanización” de la novela que permitiera relacionarla con mitos autóctonos y despegarla de “los mitos prestigiosamente helénicos”. Pero fue el crítico Jorge Ruffinelli –en un notable ensayo de 1977– uno de los que contribuyó a trascender el debate cuando reconoció tanto la validez de ese “edén invertido” que Paz veía en la aridez de Comala, como la necesidad de pensar la novela a la luz de su contexto histórico y del modo en que la Revolución Mexicana aparece en ella.

Pierre Bourdieu afirmó alguna vez que “un libro cambia por el hecho de que no cambia mientras el mundo cambia”. ¿Qué dirán, pues, de Pedro Páramo cuando cumpla cien años? Imposible saberlo: los plumerazos que dan las efemérides a la literatura nunca remueven el mismo polvillo. Lo seguro es que el polvo de muchos que han escrito o escribirán sobre Rulfo se seguirá amontonando con los años. Y es que los clásicos devienen inmortales en parte por chupar la sangre de sus críticos. Por eso los “murmullos” repiten por lo bajo: “la mordida de Rulfo es irresistible”.


Sobre El Llano en llamas

Juan Rulfo lleva a cabo en la década de 1940 la escritura de sus primeros textos literarios. El primero, fragmento de un proyecto que nunca concluiría, lo publica en la revista América, de la capital del país, y en ésta y Pan, editada en Guadalajara, dará a conocer un total de siete cuentos. Rulfo mismo cuenta la historia:

En 1942 apareció una revista llamada “PAN”, que por su peculiar sistema me dio la oportunidad de publicar algunas cosas. Lo peculiar consistía en que el autor pagaba sus colaboraciones. Allí aparecieron mis primeros trabajos. Y si no fueron muchos se debió únicamente a que carecía de los medios económicos para pagar mis colaboraciones.

Más tarde pasé a colaborar en “América”, revista antológica, donde al menos no cobraban por publicar… En 1952 obtuve una beca de la Fundación Rockefeller, establecida en México un año antes. Mediante esa beca y con el apoyo generoso de Margaret Shedd, directora del Centro Mexicano de Escritores, logré dar forma y publicar el libro de cuentos titulado El Llano en llamas…

A los siete cuentos publicados en las revistas mencionadas agregó Rulfo ocho para la edición que resultó de su beca en el Centro Mexicano de Escritores; posteriormente agregó un par más, constando finalmente la colección de 17 cuentos.

El cuento “Luvina” ha sido considerado un precursor de Pedro Páramo, mientras “Diles que no me maten” o “No oyes ladrar los perros” son incluidos por muchos lectores entre las obras maestras de la cuentística universal. Otros admiran la complejidad de “El hombre” o la ironía de “Nos han dado la tierra”, “El día del derrumbe” o “Anacleto Morones”, y en todos los cuentos de la colección está presente esa peculiar mezcla de habla popular, poesía y alta literatura que es característica, desde este libro, de la escritura de Juan Rulfo.

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