domingo, 15 de enero de 2012

Dickens y los Escritores Españoles

Dickens y los escritores españoles

El crítico Ricardo Senabre rastrea la huella del autor inglés en la narrativa de Baroja y Galdós



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Ricardo SENABRE | Publicado el 06/01/2012

La literatura española actual no ofrece un narrador plenamente “dickensiano” como es posible hallar en las letras anglosajonas, con obras tan sobresalientes como El quincunce, de Charles Palliser. Pero la influencia del autor de Pickwick ha dejado numerosas y significativas huellas entre nosotros a lo largo de siglo y medio, aunque rastrearlas con algún detenimiento exigiría un espacio superior al que acogen estas páginas. Fue Galdós el primero en hablar extensamente acerca del escritor inglés, en un artículo publicado en La Nación, de Madrid, el 9 de marzo de 1868. E hizo algo más: aprovechó esas páginas para anteponerlas como prólogo a su propia traducción de los Pickwick Papers -efectuada en el invierno de 1867-1868- que apareció poco después como anónima. Se ha afirmado que Galdós tradujo la obra de la versión francesa, pero el examen de algunas páginas permite sospechar que, como mínimo, tuvo también a la vista la versión original.

El caso es que tanto el artículo como la traducción revelan la temprana admiración que el escritor canario sintió por Dickens y que ha dejado inevitablemente reflejos en los textos galdosianos. Ciertos motivos recurrentes, como la insistencia en los lugares arruinados y venidos a menos, la atención a la infancia desvalida y a las vidas de seres desdichados o marginales (imposible no recordar Misericordia), así como cierta inclinación al uso de caricaturas abultadas con símiles pintorescos, ofrecen pistas en este sentido. Recuérdese el retrato de Tomás Rufete al comienzo de La desheredada, en el que ni siquiera lo dramático de la situación, con Rufete recluido en el manicomio, impide la presencia de la caricatura humorística. Hay también situaciones concretas sobre las que aletea el recuerdo de Dickens ya en La Fontana de Oro: la peregrinación nocturna de Clara por las calles de Madrid recuerda inevitablemente la fuga de Florence Dombey, espoleada por los malos tratos del padre, en Dombey e hijo, y también, en cierto modo, la huida de David Copperfield a pie desde Londres a Dover.

Los capítulos de Fortunata y Jacinta en que Guillermina y Jacinta buscan al Pituso con el propósito de adoptarlo hacen pensar en la búsqueda de un niño por parte del matrimonio Boffin en Nuestro común amigo. La escuela de don Pedro Polo y sus inhumanos métodos en El doctor Centeno contiene una dura crítica de la pedagogía al uso, pero es casi imposible no ver en ella una derivación de ciertas escuelas pergeñadas por Dickens en que los niños son maltratados y sometidos a duros castigos y privaciones, tal como sucede en la institución que regenta el cruel doctor Blimber en Dombey e hijo, o en el asilo de Mrs. Pichpin en la misma novela, por no mencionar al cruel maestro Creakle de David Copperfield, el internado del avaricioso y bellaco Squeers en Nicholas Nickelby o el hospicio en el que se ve sometido a terribles penalidades el niño Oliver Twist. Hay incluso alguna coincidencia en detalles menudos. El tosco José Izquierdo de Fortunata y Jacinta ostenta una arrogante estatura y una hermosa cabeza, por lo que ha sido modelo “de nuestros pintores más afamados”, como el Christopher Casby de La pequeña Dorrit.

Otro narrador decididamente “dickensiano” es Pío Baroja, de cuya devoción por el escritor inglés hay abundantes testimonios en ensayos y libros de memorias. Galdós había anotado certeramente el carácter itinerante en la composición de Pickwick -aprendida sin duda, como la pareja Picwick - Sam Weller, en el Quijote y sus derivaciones inglesas del siglo XVIII-, donde un personaje “recorre toda la escala social, interviniendo, siempre él mismo, en una serie de acciones subordinadas”.

Es, en efecto, el esquema narrativo más frecuente en Dickens; gracias a él sus páginas acogen la actuación de una multitud de personajes secundarios que aparecen y desaparecen sin desarrollarse hasta el final. Y ésta será una técnica frecuente en Baroja, que señala también cómo “Dickens da toda su medida en Pickwick”. Ya en Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox se advierte que no sólo los rasgos satíricos y los personajes excéntricos recuerdan a Dickens, sino también el propio plan del relato: unas cuantas personas más o menos estrafalarias se reúnen y forman un club o asociación para perseguir algo, por lo general evanescente y disparatado, vagando de un lado a otro, como en Pickwick.

Es el esquema de Silvestre Paradox, pero también, por citar un ejemplo más cercano que corrobora la fecundidad del modelo, de La fuente de la edad (1986), de Luis Mateo Díez. La admiración de Baroja -tan parco en elogios- por Dickens se percibe en algún cuento de Vidas sombrías, pero, sobre todo, es patente en la agrupación de tipos curiosos o pintorescos que coinciden en recintos como la casa de huéspedes en Silvestre Paradox, el hotelito londinense donde se alojan Aracil y su hija en La ciudad de la niebla o la casa del diputado socialista O'Bryen en la misma novela: el judío Jonás Pinhas y su rana amaestrada, el “indio negro” o el “obrero con la cabeza grande y la frente abombada”, el anarquista Baltasar, el “hombre del ojo de celuloide” y otros. La visión que Baroja ofrece de Londres en La ciudad de la niebla, novela compuesta un año después de la primera visita del escritor a la capital inglesa, delata que Baroja recorrió los rincones de la ciudad intentando revivir, sobre todo, el Londres de Dickens, y esta mirada afín se refleja en algunas descripciones de lugares, casas, tiendas con escaparates invadidos por objetos heteróclitos y en el gusto por la mostración rápida de algunos sujetos un tanto extravagantes y de inequívoca estirpe dickensiana que se extienden igualmente a otras obras del novelista, sobre todo cuando se trata de personajes ingleses: además de Mr. Macbeth, el buhonero inglés con el que se escapa el niño Silvestre Paradox, cabe recordar al falsificador Thompson de La ruta del aventurero y El viaje sin objeto -narraciones pertenecientes a la serie de Aviraneta- o a Mr. Cavendish y Mr. Clark en Las figuras de cera. Puede registrarse, además, alguna pequeña coincidencia anecdótica. En El cantor vagabundo, María Victoria, una soltera que se acerca al medio siglo, inventa una correspondencia con un pretendiente, pero es ella quien escribe todas las cartas, como hacía Toots, que se escribía a sí mismo en Dombey e hijo.

Fuera de Galdós y Baroja, sin duda los dos grandes pilares que sustentan la influencia de Dickens en España, pueden encontrarse ecos del autor inglés en la literatura posterior, aunque cada vez más diluidos y no siempre directos, sino acaso inducidos por la lectura de Galdós o Baroja. Sí hay algún caso de mimetismo fiel, como la novela de Carmen de Burgos (“Colombine”) titulada Los anticuarios (1921), que es una versión pálida de Almacén de antigüedades con la acción trasladada a París. Huellas de Dickens hay también en Nocturno de alarmas (1957), de Sebastián Juan Arbó, y en algunas novelas de Zunzunegui, como Esa oscura desbandada (1952) y La vida como es (1954), y son igualmente perceptibles en el diseño de algunos personajes de Condenados a vivir (1971), de José María Gironella. Por último, y ante la imposibilidad de alargar un inventario que sería interminable, este sintético panorama deberá cerrarse con la mención de una novela -excelente, por otra parte- recorrida de cabo a rabo por recursos y motivos temáticos de Dickens. Se trata de Los ojos vacíos (2000), de Fernando Aramburu, poderosa fábula que reconstruye un período histórico del imaginario país de Antíbula mediante el relato de un narrador que evoca sufrimientos infantiles muy cercanos a algunas de las más desoladas páginas de Dickens.

Sólo el tiempo permite saber si un escritor se convierte en clásico, cuando los hechos acreditan que ha abierto caminos no transitados antes, que ha estimulado el desarrollo de posibilidades nuevas, de artificios y fórmulas narrativas que han hecho avanzar el género. Y, a juzgar por la amplia estela de seguidores que pueden encontrarse en muchas literaturas, Dickens es, sin disputa, un clásico de la novela europea, que surge y descuella precisamente, entre otros muchos maestros de la narración, en el siglo áureo del género novelesco.

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