En España, como en todo el mundo, estamos doblando una curva y pronto empezará a ser difícil comprender lo que hasta ahora se ha dado por supuesto. Un buen elemento de reflexión es el libro monumental de Víctor Ouimette Los intelectuales españoles y el naufragio del liberalismo (1923-1936) que publica Pre-Textos con liberalidad extraordinaria. Ouimette ya había colaborado con la misma editorial rescatando dos selecciones de artículos de Unamuno (Ensueño de una patria. Periodismo republicano,1987) y Azorín (La hora de la pluma, 1987). Fallecido prematuramente en 1995, esta última obra deja fijada para siempre la probidad con la que Víctor Ouimette trabajó en el desbroce de la complicada trayectoria ideológica y política de siete intelectuales españoles en un período conflictivo. Las figuras elegidas son Unamuno, Azorín, Machado, Baroja, Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, una nómina que manifiesta la querencia de Ouimette por los intelectuales escritores, más que por los políticos. Y eso a pesar de que el hilo conductor del análisis sea la posición de estos intelectuales en una crisis política e ideológica bien descrita con la expresión de «naufragio del liberalismo». La pulcritud de Ouimette le lleva a un respeto absoluto por las figuras tratadas. Lo que ganamos en exhaustividad, con un repertorio muy útil de los problemas y los significados de los términos liberal o liberalismo en los autores estudiados, lo perdemos en distancia crítica. Y es que Ouimette se ha atenido a lo manifestado en los textos sin contrastarlo con la realidad española y europea de la época, ni tampoco con la vida de quienes los firman. Américo Castro apuntó que lo propio de muchos españoles, que él elevó a categoría ontológica, es la mezcla inextricable de la obra y la vida. A falta de una construcción intelectual elaborada con ambición sistemática, de la que se deducirían las posiciones concretas, la obra de estos autores, y sobre todo la más política y circunstancial, es difícil de comprender sin la vida. Y más aún; mejor que por las ideas que articulen, estas obras valen por lo que aclaran sobre el personaje que es su autor. Bien es verdad que siguen faltando biografías de españoles ilustres y que sólo recientemente se ha empezado a paliar este fallo clamoroso con publicaciones como las dedicadas al Marañón joven, a Pérez de Ayala o al Ortega de los últimos años. Menos justificable resulta la voluntad de Ouimette de atenerse a la visión que de lo ocurrido dan los autores analizados. Es en este punto donde más se nota el cambio que está ocurriendo en la interpretación de la historia de España, incluida la historia intelectual y de las ideas. A falta de contraste con los hechos, las posiciones políticas de muchos de estos autores empiezan a resultar triviales, como ocurre con Marañón y Pérez de Ayala, o, para Ortega y Unamuno, ampulosas y afectadas. Del naufragio se salvan Machado, Azorín y Baroja, aunque por razones distintas. El primero, por la propia inconsistencia de las ideas políticas. En los otros dos porque, a pesar de los bandazos, existe una coherencia de fondo. Y es que ni Machado ni menos aún Azorín y Baroja son propiamente intelectuales o mejor dicho, más que intelectuales, son artistas. Intelectuales lo son en un sentido muy general: los dos viven, al menos en parte, de lo que publican en los periódicos, con lo que reúnen, sobre el ejercicio en libertad de la inteligencia, la profesionalización que proporciona la existencia de una clientela amplia que va conformando lo que se llama opinión pública. Ninguno de los dos, además, se niega al compromiso, siendo Azorín, de los siete analizados por Ouimette, el que más lejos llega en el ejercicio de la política profesional entre 1907 y 1919. Pero aplican a ésta unas ideas previas, de orden general (más relacionadas con la libertad y la felicidad para Baroja; con la continuidad y la naturaleza, lo que llama el «mapa invisible», en Azorín). En cambio, ninguno de los dos ofrece a su público un remedio general ni cree tener, como escribe Baroja de lo que él llama «doctrinarios», «el secreto de la felicidad guardado en la palma de la mano». Mucho más «doctrinarios» son otros que no aparecen en el libro de Ouimette, como Maeztu, Azaña o Fernando de los Ríos. Pero entrar a analizar la obra de éstos requiere contrastar los textos con los hechos, y esto conduce sin remedio a poner en cuestión lo mantenido en aquéllos. Ouimette no entra en este terreno resbaladizo, que le llevaría a investigar la responsabilidad de los intelectuales en el naufragio del liberalismo, y se acoge al paraguas de lo mantenido por los mismos autores, que rara vez reconocen cualquier responsabilidad en el desastre. La conclusión, que los exime casi totalmente, es dudosa. Si por intelectual entendemos algo parecido a lo que encarnan Azorín o Baroja, es decir, individuos que en el ejercicio de su libertad y del mercado, dan a conocer opiniones políticas derivadas de una reflexión personal, la relación entre los intelectuales y el liberalismo no plantea ningún problema: habrá intelectuales liberales como los habrá no liberales, y Azorín y Baroja están sin duda entre los primeros, en grado sumo, además. En cambio, si restringimos la definición de intelectual y aceptamos la visión que los intelectuales tienen de ellos mismos, habrá que llegar a la conclusión opuesta a la que sostiene Ouimette: que los intelectuales participaron activamente en la destrucción del liberalismo y, sobre todo, que intelectual yliberalismo son términos incompatibles. El intelectual, en el sentido restringido de la palabra, no se ocupa de la cosa pública en función de unos intereses, ni tampoco en nombre de la libertad, sino por aplicación de la razón, de cuyo uso disfruta en régimen de monopolio, a los problemas de la sociedad. El intelectual está obligado (honor y sacrificio a un tiempo) a iluminar a la humanidad de la que constituye la conciencia viva. De este altísimo concepto de la propia misión, lindante con la santidad, a suponer irracional, por no decir absurdas y despreciables, las decisiones de los seres humanos que no participan de su condición, hay un paso brevísimo que muchos de ellos se apresuran a dar con una arrogancia notable. Cruzada la línea, los intelectuales dejan de ser liberales y pasan a engrosar las nutridas filas del antiliberalismo. Es lo que les ocurre a los intelectuales en los primeros treinta años del siglo XX . Desde finales del siglo anterior se empieza a pensar que se ha doblado otra curva, la del liberalismo clásico, negativo o manchesteriano. El «fossil liberalism», como decía Canalejas, no sirve para enfrentarse a las nuevas realidades de democratización e integración de las multitudes (las masas que tanto preocuparán a Ortega) en el Estado. Ante esta nueva realidad, vivida como amenaza, estos liberales a punto de dejar de serlo proponen un nuevo liberalismo, neoliberalismo legítimo (o sea, legítimo antiliberalismo: intervencionista, reglamentista y reformador), que venga a paliar las desigualdades y compense los desequilibrios. Los intelectuales, siguiendo dócilmente a los políticos empeñados en reformar el mundo, se arrogan el derecho de intervenir en la vida y las decisiones de la gente en nombre de la razón, descubridora de la justicia auténtica. Pero al atacar al liberalismo lo que están poniendo en cuestión es la única forma de vida –sistema económico y ético a un tiempo–, que permite la libertad de los individuos, es decir el capitalismo. Ahora se entenderá mejor la incompatibilidad antes señalada entre los términos liberal e intelectual. Es la misma que existe entre las palabrasintelectual y capitalismo. ¿Qué intelectual que se precie defenderá los logros y las virtudes del capitalismo? Los primeros en expulsarle de la comunidad intelectual serán sus colegas, que entenderán que el renegado está poniendo en cuestión sus prerrogativas. Esta crisis, que sigue sin cerrarse, no es propiamente española. Al revés, si por algo se caracterizan los intelectuales españoles es por su moderación. En comparación con los laboristas ingleses, los republicanos o los nacionalistas franceses, y no digamos ya con los bolcheviques rusos, los prefascistas italianos y bastantes de sus colegas alemanes, los españoles son mansos y apocados. Pocos de la generación del 14, y menos aún de la del 98, llegan a hacerse fascistas o comunistas, pero es que tampoco abundan los socialistas. Unamuno, el más irresponsable y desatentado, abandonó pronto la fe en la nueva secta, aunque le quedó el rescoldo nunca apagado de su desconfianza en la autonomía del individuo. Le siguen Fernando de los Ríos, Besteiro o Araquistáin, que llegan al socialismo como si éste fuera una consecuencia lógica del liberalismo. Recuérdese la insigne tontería de Fernando de los Ríos, aquella en la que se declaraba socialista a fuer (sic) de liberal, siguiendo algunas otras no menos memorables de Ortega. Ortega, que a trechos sigue esta senda, a ratos explora otra, de origen conservador y más precisamente contrarrevolucionario. El socialismo será entonces heredero del liberalismo, pero en lo más perverso (o en lo fundamentalmente perverso) que tiene éste, es decir en su capacidad disolvente de cualquier tradición, institución, prejuicio o cuerpo intermedio, con lo que deja al minúsculo átomo que es el individuo, indefenso ante la monstruosidad del Estado. Tirando de este hilo, Ortega acaba suplantando la refutación del totalitarismo por la refutación del liberalismo, como si los dos términos se solaparan. Si se quiere suponer su buena fe, conviene sustituir el término «liberalismo» por el de «totalitarismo». Si no, póngase «individuo» en vez de «masa». Aunque no ceda a la tentación totalitaria, Ortega rechaza, en virtud de su crítica al liberalismo, la capacidad de la gente (llámese masas o individuos) para tomar decisiones racionalmente fundadas. Sólo una casta, una aristocracia, tiene ese privilegio y a ella le corresponde iluminar a los demás sobre lo que les conviene. El liberalismo, lejos de constituir un desafío moral a la capacidad de la gente para inventar su propio proyecto de vida y transformarse en individuos responsables (eso es el capitalismo, justamente), acaba convertido en una actitud impregnada de una difusa y autocomplaciente benevolencia hacia la humanidad, un talante, como se suele decir, que lo admite todo –dictaduras, frente popular, socialismo, tecnocracia...–, excepto, eso sí, la responsabilidad individual. El famoso talante liberal, derrochado a manos llenas por algunos de los protagonistas del libro de Ouimette, acaba destruyendo los fundamentos morales de la libertad y, de paso, el sistema político que resulta de ellos, el parlamentarismo liberal. Queda por aclarar el porqué del prestigio del término liberalismo, al que estos mismos ex liberales se acogen para mejor dinamitarlo, lo cual impide la deriva totalitaria pero no el naufragio. Sin duda procede de su confusión con el progresismo del siglo XIX , identificado con una mística del liberalismo auténtico, siendo así que el progresismo, en muchos de sus aspectos (radicales del año veinte, esparterismo, anticlericalismo, republicanismo) no tiene nada de liberal. Pero al reivindicar un liberalismo auténtico, los intelectuales hacen un gesto similar al anterior: así como, para el futuro, niegan el liberalismo económico en nombre del reformismo, de cara al pasado acaban negando el liberalismo político (burgués y oligárquico) en nombre de la democracia. Así es cómo los intelectuales contribuyen con eficacia al desprestigio de un sistema sin el cual no podían vivir. El gesto suicida hace de ellos figuras inverosímiles, un poco grotescas, entre compañeros de viaje del socialismo y sombras salidas de una estampa decimonónica. Cuando les llegó la hora del poder no supieron qué hacer de él. No cabe mejor descripción para su proyecto que la que Ortega aplicó a la Restauración: tablado de fantasmas. Una adivinanza, para terminar. ¿A cuál de ellos le corresponde el honor de ser «el gran empresario de la fantasmagoría»? Quien acierte habrá doblado la curva. No es difícil.
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