Figuritas de Betty Boop, con pose sensual, comparten estantería con libros y estrellas de Hollywood. Un retrato al óleo de Gil de Biedma nos observa entre sombras de la tarde. ¿Qué lee Juan Marsé? El escritor señala varios volúmenes y carraspea a causa de un resfriado: «La locura del arte» de Henry James, «El vino de la juventud» de John Fante, «La vida és estranya» de Valentí Puig y «El castillo de la pureza» de Pere Gimferrer. «Estaba con una novela de Donna Tartt anterior a “El jilguero”, pero me la ha cogido mi hija Berta», añade. La semana entrante ve la luz «Noticias felices en aviones de papel» (Lumen), un relato largo o novela corta, que ha ilustrado María Helguera. Las cromáticas baldosas de la portada del libro –una habitación con plantas y la jaula vacía de un loro que se prefiere la libertad del balcón– recuerdan a la estancia donde conversamos.
–¿Cómo surgen estas «Noticias felices en aviones de papel»?
–De la fotografía de la portada de un libro dedicado al gueto de Varsovia y editado por Wydawnictwo Parma Press, con textos y fotos del Instituto Judío de Historia. Me impresionó la mirada de estos chavales descalzos y harapientos sentados en el bordillo de la acera, me trajo recuerdos de la postguerra en Barcelona. Yo había visitado Varsovia años atrás y estuve en la única calle que se conservaba del gueto, muy parecida a la calle Nowolipie de la foto. Además de evocar la calle mediante un invención, quería contar algo sobre una anciana de vida supuestamente frívola que evoca dolorosos fantasmas y un muchacho solitario que debe aprender a ser una persona solidaria y tolerante.
–Dedica el libro a Paulina Crusat, autora tan elogiada en su tiempo como olvidada…
–En 1955 yo había escrito algunos cuentos y no sabía a quién ofrecerlos. Mi madre trabajaba al cuidado de una anciana en una residencia, y esta anciana solía hablarle de su hija Paulina, que vivía en Sevilla y escribía libros y artículos en revistas. Un día su cuidadora le comentó que tenía un hijo al que también le gustaba escribir, y la anciana le sugirió que yo probara a enviarle algún texto y pedirle consejo. Lo hice, Paulina Crusat leyó un par de cuentos y recomendó su publicación en la revista «Insula», que entonces dirigía su amigo José Luis Cano. También me proporcionó entrevistas con Salvador Espriu, que me ayudó muy poco –¡me aconsejó que me casara, lo juro!– y con el editor Josep Janés, que me animó a escribir mi primera novela. Sin duda la habría publicado él, de no haber muerto en accidente de automóvil cuando yo la estaba terminando cuatro años después. Paulina Crusat había vivido en Barcelona y fue amiga de juventud de Riba, Sagarra, Foix y otros poeta catalanes. Había publicado «Aprendiz de hombre» y «Las ocas blancas», novelas que podríamos situar en aquella corriente decimonónica, introspectiva y sosegada, en la que ella se formó literariamente, y una espléndida antología de poetas catalanes. Viuda desde hacía años, con una hija enferma crónica, desde su refugio en Sevilla reseñaba libros en «Insula» y no frecuentaba cenáculos, creo que solo la amistad de Manuel Halcón, el escritor sevillano que la atendió en los últimos años de su vida. Mantuvimos correspondencia unos años, y nos vimos una sola vez, en ocasión de una viaje de ella a Barcelona para ver a su madre. Era una mujer afable y generosa y guardo de ella un recuerdo imborrable.
–El padre del relato es un hippy devoto del «feng shui». ¿Satiriza la progresía años sesenta?
–Bueno, en realidad no tengo nada contra los hippies. De la progresía habría que hablar, nunca me pareció intocable. Son cuestiones de matiz, pero no desdeño la ironía ni el sarcasmo en el enfoque de cualquier asunto. Convendrá conmigo en que cualquier estrato de la sociedad ofrece motivos para la ironía o la sátira. Pero yo no me considero muy dotado para ninguna de las dos cosas. Lo que deseaba resaltar en ese relato es el desacuerdo y la dificultad de entendimiento entre un chico descreído y desafecto y un padre fantasmón y tarambana, y el reflejo de se problema en la relación del chico con el mundo espectral y surgido de otro tiempo de la señora Pawlikowska.
–El señor en cuestión se apellida Raciocinio. Con esos fervores orientalistas, uno piensa en Racionero…
–Mire, hay que dejar al lector con sus propias sugestiones y que piense lo que quiera.
–El muchacho protagonista tiene los rasgos de Marsé. Sueños, tebeos, figura huidiza del padre… ¿Narrar desde la adolescencia permite ser más espontáneo al expresar opiniones, deseos y sentimientos?
–No sé, tengo mis dudas acerca de cómo narrar desde un punto de vista adolescente. ¿Esta novelita ostenta ese punto de vista? No estoy seguro. Y es que yo me manejo muy mal con las teorías. El protagonista es un chaval de quince años, de acuerdo, pero no es ese chaval el que cuenta lo que le pasa. Si fuera así, según yo lo entiendo, se deberían haber respetado ciertas normas... Pero salgamos de la cocina del escritor, que siempre está llena de humo y de olores a refritos diversos.
–La anciana polaca, antigua corista de Los Vieneses, quiere hacer aviones de papel con buenas noticias. Al final desiste porque este país, dice, es «gritón y malhablado». ¿Se hace demasiado periodismo de trinchera?
–Creo que en ese pasaje no fui todo lo preciso que debía ser. La señora se queja de que en los periódicos no hay muchas noticias felices para los niños, ni para los adultos, podía haber añadido, dice que este es un país gritón y malhablado y acusa a la prensa escrita de lo mismo, cuando en realidad esa descalificación la merece mucho más la radio y la televisión con sus chillonas, vacuas, carroñeras e incívicas tertulias.
–¿Cómo recibió la confesión de Jordi Pujol?
–Lo que más me indignó fue el comportamiento de los ilustres miembros del Parlament escuchando como borregos al corrupto Pujol, incapaces de reaccionar cuando fueron humillados por la furia y la iracundia vengativa del ex honorable defraudador. La desvergonzada explicación de Pujol fue la que se esperaba, pero el comportamiento de los señores parlamentarios que le escuchaban, aguantando impávidos el rapapolvo que les endilgó, sin que ni uno solo se levantara de su asiento y, por dignidad, cuando menos para quienes le votaron, abandonara la sala, eso fue lo más deplorable y bochornoso. Y luego ver cómo el honorable patricio recibía sentado los parabienes de esa panda de mequetrefes acobardados. ¿Cómo no se levantaron todos y no le dejaron con la palabra en la boca?
–Carme Forcadell, de la ANC, y Muriel Casals, de Òmnium Cultural, aseguran que los escritores en castellano gozarán de protección en una Cataluña independiente. ¿Que le parece?
–Vale más que no nos protejan tanto... El escritor, cuanto más lejos del pesebre político, mejor.
–«La memoria es una abeja muerta que nos acaba picando», afirma uno de los personajes. ¿Nuestros jóvenes pueden padecer las privaciones de sus abuelos?
–Pues si el diálogo de sordos y el clamoroso desgobierno persisten, mucho me temo que sí. Creo que estamos tocando fondo, que es difícil que esto vaya peor, así que cabe pensar que un día u otro, esperemos que no muy lejano, la cosa empiece a mejorar. En cuanto a la «abeja muerta que pica», proviene de una frase del viejo Walter Brennan en una película de Howard Hawks: «¿A usted nunca le ha picado una abeja muerta?» Pero no me pregunte qué significa...
–Los fantasmas del gueto de Varsovia en el barrio de Gracia… ¿La cultura vive hoy en un gueto?
–Por supuesto que no. Aunque a veces uno esté tentado de decir que sí. Con guardianes de su propia incompetencia, tanto en planes de educación como en estímulos para la cultura, en ocasiones podríamos sacar la impresión de que los responsables políticos nunca se han propuesto de verdad que España sea un país moderno y competitivo: si lo es en ciertos aspectos, lo es pese a ellos. Hay deficiencias notables en ambas materias, es bien sabido, tanto en Cataluña como en el resto de España. En Madrid con el señor Wert y aquí con la señora Rigau y el señor Mascarell –al que recuerdo fotografiando en reverente actitud de servicio patriótico la pluma y la firma histórica del President Mas sobre el decreto de convocatoria del referéndum independentista del 9-N, ¡qué gran emoción cultural!– diríase que la promoción del mero sustrato identitario de la cultura les interesa más que la cultura en sí.
–¿Sigue trabajando la novela con peliculeros o se ha cruzado otra en el camino?
–Debo tener unos cien folios de esa novela, bastante trabajados pero no definitivos, y espero terminarla el próximo verano. También tengo el título definitivo, «Una puta muy querida», y el tema central no trata de los peliculeros, aunque hablo de ellos, y tampoco es una novela policiaca, aunque hay un crimen. Es una novela sobre la desmemoria, de un hombre que asesinó a una prostituta y recuerda cómo lo hizo pero no recuerda por qué lo hizo. Y ya estoy hablando demasiado...
Un escritor para el Cervantes
–Se cumplen cinco años desde que recibió el premio Cervantes. ¿Cuál sería su modelo de escritor en este momento de desconcierto digital y comercialismo a la desesperada?
–En tiempos no muy lejanos, cuando el intelectual aún gozaba de cierto prestigio, la mejor imagen era del «escritor comprometido». Era una época en la que el escritor era tenido en cuenta, pero hoy no pinta nada y su influencia en la sociedad es practicamente nula. Aquella imagen del escritor comprometido hoy es considera poco menos que una reliquia, y lo que en todo caso priva es el intelectual al servicio del poder, el figurón pesebrero, un monigote bien relacionado para captar prebendas. El verdadero intelectual pinta poco, y con gobiernos de mercachifles que desprecian la cultura, aún pinta menos. Y el escritor de ficciones, que no intelectual, el simple novelista, como sería mi caso, todavía pinta menos. Pero mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la de siempre, la de una foto de Balzac que tenía cuando era un chaval, un Balzac en camisón escribiendo a la luz de una vela, es decir, la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje, alguien que sabe que, más allá de su compromiso político o social o religioso con la época que le ha tocado vivir, su única convicción moral como escritor es el esmero en el trabajo.
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