Teresa
corta cebolla en la cocina de su monasterio en Ávila cuando entra el
Gran Inquisidor husmeándolo todo. “Entre pucheros anda Dios”, escucha
que dice el prelado, citándola. Hace tiempo que resuenan por España
frases de la escritora, con mucha garra popular. En una proclamó que “la
verdad padece, pero no perece”. Al Inquisidor no le gustan. Ninguna.
Qué hace una mujer, una pobre monja, diciendo esas cosas sin control de
los prelados. Son “tiempos recios”, ha escrito Teresa. Es el año 1562 y
tiene ya 47 años, una edad avanzada para aquel tiempo, mucho más para
iniciar la campaña que culmina en una sonada reforma del Carmelo y la
fundación de 17 conventos. Es una tarea quijotesca y peligrosa, le
advierten. Va a contarla en libros que no publica en vida, por
prudencia, por la censura, por miedo. Ella misma aconseja, a veces, que
se destruyan, una vez leídos por los destinatarios. Pero los libros y
las cartas, manuscritos con gracia, corren de mano en mano, con gran
disgusto de inquisidores y envidiosos. A hablar de todo eso entra el
Gran Inquisidor, amenazante, en la cocina del convento de san José.
La escena la desarrolla el dramaturgo Juan Mayorga en ‘La lengua en pedazos’, la obra por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Se ha vuelto a representar en el coqueto anfiteatro del Centro Internacional Teresiano Sanjuanista (CITeS), de Ávila, dentro de los eventos preparatorios del V Centenario del nacimiento de la autora del ‘Libro de la vida’. Como gran aperitivo, el Congreso Internacional Teseriano se ha centrado en las cartas de la reformadora. Escribió varios miles y se conservan 500, repartidas por todo el mundo, que permiten completar su complejo perfil de mujer. El Gobierno ha creado una comisión para ensalzar esa conmemoración como “un proyecto de Estado, consciente, dice en un real decreto, de la importancia de una escritora, poeta, mística y fundadora, “que contribuyó a alumbrar el Siglo de Oro”. Como instrumento para impulsarlo, se ha creado la Fundación V Centenario. La preside el vicario general carmelita, Emilio José Martínez, con José Luís Vera Llorens como director gerente. La apertura oficial del centenario se producirá el próximo día 9 de enero en Ávila y los obispos gestionan que el papa Francisco visite España con tal motivo en alguna fecha del 2015.
“La dictadura franquista hizo a Teresa de Ávila un flaco favor al proclamarla la santa de la raza”, sostiene uno de sus mejores biógrafos, el hispanista francés Joseph Pérez, distinguido este año con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. El secuestro de la Teresa auténtica, adelantada a su tiempo –mística, rebelde, reformadora y fundadora de la orden femenina y masculina de los Carmelitas Descalzos-, no sólo lo perpetró el dictador Franco haciéndose acompañar toda su vida en el poder de una mano incorrupta de la santa. Aún permanece. Lo demostró el ministro de Interior, Jorge Fernández, en la presentación en la última Feria de Turismo (FITUR) del proyecto ‘Huellas de Santa Teresa’, que recorrerá el año que viene las 17 ciudades en las que Teresa de Ávila abrió convento. “Santa Teresa hablaba de tiempos recios, y estoy seguro de que estará siendo una importante intercesora para España en estos tiempos también recios”, dijo el ministro.
La orden de los Carmelitas Descalzos -1400 conventos en 120 países, con 12.000 monjas y 5.000 frailes-, comenzó a preparar hace cuatro años este centenario de su fundadora, con el convencimiento de que nunca como ahora habrá mejor oportunidad para “recolocar en escena el verdadero perfil de santa Teresa, muy emborronado durante décadas del siglo pasado”. Añaden los promotores: “Por primera vez en cinco siglos ha llegado el momento de fijar la importancia de una de las figuras más complejas del más temprano Siglo de Oro español”.
Contra la conspiración de los ruidos, con mistificaciones de increíble mala fe, todo el Quinto Centenario se prepara para que Teresa de Jesús reluzca en todas sus facetas, no solo en la religiosa. Fue reformadora contra viento y marea. Fue mística. Fue escritora. Fue poeta. Fue atrevida y valiente. Aún hoy sorprende que la Inquisición, que la vigiló con saña, no la encarcelase, como hizo con tantos otros genios de la época, también con fray Luís de León, finalmente el primer editor de las obras completas de Teresa. Quizás por esos, la mística de Ávila y su joven y genial compañero de fatigas, san Juan de la Cruz, muy pronto iban a convertirse en las personalidades más célebres de la historia del misticismo cristiano, sobre todo en Francia, Italia y Alemania.
También fue santa Teresa de Jesús feminista a su manera,
sobreponiéndose con coraje a los machismos de su tiempo. Lo sostiene
Maximiliano Herráiz, uno de sus mejores estudiosos. “Basta ser mujer
para caérseme las alas”, se quejaba Teresa de Cepeda y Ahumada, nacida
en Ávila el 28 de marzo de 1515. Voló bien alto y llegó a firmar sólo
con el apellido de su madre, Ahumada. Aconsejaba a sus monjas que no se
arrugasen (“Nada te turbe, / nada te espante”), y menos ante “esos
negros devotos destruidores de las esposas de Cristo”. Herráiz fue muy
estrecho colaborador en Roma del anterior general de la orden, el mítico
Camilo Maccise. Eran momentos de tribulación frente a Juan Pablo II, poco amigo de la faceta liberadora de la fundadora carmelitana.
Con antecedentes de judíos conversos venidos a menos, Teresa de Ávila –así se conoce a santa Teresa de Jesús en gran parte de Europa, sobre todo en Francia- nació en una familia cristiana que tenía muchos libros en casa, incluso de caballerías, pero no la Biblia, siempre sospechosa para inquisidores de todo tiempo. Fue mística, pero también mujer de negocios fría. Cada fundación de un convento era para ella, además de una hazaña religiosa, una operación inmobiliaria no siempre pacífica. A punto estuvieron de apedrearla cuando llegó con sus monjas (nunca más de siete, a lo sumo diez), a ocupar un nuevo convento. Pero “tenía un elevado concepto de sí misma; se creía llamada a grandes empresas; rechazaba la mediocridad”, escribe Joseph Pérez. Era guapa, y lo sabía. Con cincuenta años cumplidos, le confesará a un carmelita: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa.; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.
Lo que sí se sintió siempre fue segura de sí misma frente a
arzobispos y nuncios, empoderada por decirlo con palabra de moda. Toda
su obra es, en realidad, una autobiografía. Herráiz pone sobre la mesa
dos anécdotas que reflejan el aplomo y el carácter (y el buen humor) de
la reformadora. Un día que Teresa fue a visitar las obras de su primer
monasterio descalzo, un albañil dijo al verla pasar: “¡Qué lástima, una
mujer tan guapa y que sea monja!” Teresa volvió sobre sus pasos. “A ti
te da igual porque nunca me hubiera casado contigo”. Y siguió observando
la obra. Otra vez que estaba para firmar las escrituras de compra de un
terreno para la fundación de Valladolid, el notario sopló al oído de su
secretario: “Por un beso de esta mujer me daría por bien pagado”. Ella
le acercó la cara. El notario llegó a articular la pregunta: “¿Qué
quiere?” “Que me bese”. Cumplido el deseo del notario, le espetó: “Nunca
una escritura me ha resultado tan barata”.
En todos sus libros hay páginas de sutil picardía, aunque con cuidado de que el inquisidor no se entere. Una de las víctimas, muy finamente, fue el arzobispo de Burgos, citado en el capítulo 31 del ‘Libro de las Fundaciones’. El hombre, que se llamaba Cristóbal Vela, había agotado la paciencia de la fundadora con tiquismiquis legales (que si licencias de obras, que si avales para los préstamos), y la escritora se venga ignorando el nombre (sólo lo cita por el cargo), frente a las zalamerías que dedica en las mismas páginas a prelados menos intransigentes.
También es deliciosa su visión de los colegas fundadores, todos hombres, tan dados a hacer la romería (¡a Roma, a Roma!). “Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España”, escribe en ‘Libro de las Fundaciones’. Ella nunca se prestó a esa romería, que afea a un general: “Es que su señoría, estando allá, no entiende lo que pasa acá”. Otra vez, se enfada con el nuncio enviado por el Vaticano. “Es algo deudo del Papa” (por las pegas que pone); parecía que había sido enviado para ejercitarnos en padecer. Debe ser siervo de Dios, pero nos ha hecho padecer harto”.
En el cristianismo que quiso reformar santa Teresa, el matrimonio se creía un obstáculo para alcanzar la plenitud espiritual, y la virginidad, una forma de estado superior. Tampoco los curas tenían buena fama. En el ‘Libro de la Vida’ retrata a uno que es avaro, poco formado, amante de vivir sin trabajar, que se exhibe con concubinas. En cambio, Lutero, el reformador protestante, alaba la vida conyugal. Pero Teresa temía casarse (era “renunciar a una vida personal”, escribe), y tampoco quería meterse a monja. Se dice incluso “enemiguísima de ser monja”. Para colmo, la Iglesia romana no tenía muy buena opinión de sus fieles en España, forzados a serlo por la Inquisición, maliciaban clérigos italianos. Y las relaciones entre los reyes y los pontífices eran execrables, fresco el recuerdo del brutal saco de Roma por tropas de Carlos V, en mayo de 1527, cuando Teresa tenía 12 años. Pablo IV pensó incluso en excomulgar al emperador y a su hijo, Felipe II, a éste porque se creía más papista que el Papa.
El Concilio de Trento (1545-1563) intentó poner remedio a ese estado de cosas, muy jaleadas por el anticlericalismo de la época. Teresa de Ávila fue una adelantada. Lo pagó con persecuciones. A cambio, su nombre corrió pronto de boca en boca por toda Europa, y sus libros fueron traducidos y muy leídos. Las mejores plumas y los más afamados pintores la ensalzan. Lo hace Cervantes, que le dedica una poesía en silvas; también Góngora, Quevedo y Lope de Vega, éste mediante dos obras de teatro y nueve sonetos. La pinta en 1576 (su único retrato en vida) el carmelita Juan De la Miseria (“Dios te perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa”, le escribe), y con el tiempo se afanan en la iconografía teresiana Velázquez y Rubens e, incluso, el mejor escultor del barroco italiano, Bernini, con la monumental ‘Transverberación de Santa Teresa’.
La escena la desarrolla el dramaturgo Juan Mayorga en ‘La lengua en pedazos’, la obra por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Se ha vuelto a representar en el coqueto anfiteatro del Centro Internacional Teresiano Sanjuanista (CITeS), de Ávila, dentro de los eventos preparatorios del V Centenario del nacimiento de la autora del ‘Libro de la vida’. Como gran aperitivo, el Congreso Internacional Teseriano se ha centrado en las cartas de la reformadora. Escribió varios miles y se conservan 500, repartidas por todo el mundo, que permiten completar su complejo perfil de mujer. El Gobierno ha creado una comisión para ensalzar esa conmemoración como “un proyecto de Estado, consciente, dice en un real decreto, de la importancia de una escritora, poeta, mística y fundadora, “que contribuyó a alumbrar el Siglo de Oro”. Como instrumento para impulsarlo, se ha creado la Fundación V Centenario. La preside el vicario general carmelita, Emilio José Martínez, con José Luís Vera Llorens como director gerente. La apertura oficial del centenario se producirá el próximo día 9 de enero en Ávila y los obispos gestionan que el papa Francisco visite España con tal motivo en alguna fecha del 2015.
“La dictadura franquista hizo a Teresa de Ávila un flaco favor al proclamarla la santa de la raza”, sostiene uno de sus mejores biógrafos, el hispanista francés Joseph Pérez, distinguido este año con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. El secuestro de la Teresa auténtica, adelantada a su tiempo –mística, rebelde, reformadora y fundadora de la orden femenina y masculina de los Carmelitas Descalzos-, no sólo lo perpetró el dictador Franco haciéndose acompañar toda su vida en el poder de una mano incorrupta de la santa. Aún permanece. Lo demostró el ministro de Interior, Jorge Fernández, en la presentación en la última Feria de Turismo (FITUR) del proyecto ‘Huellas de Santa Teresa’, que recorrerá el año que viene las 17 ciudades en las que Teresa de Ávila abrió convento. “Santa Teresa hablaba de tiempos recios, y estoy seguro de que estará siendo una importante intercesora para España en estos tiempos también recios”, dijo el ministro.
La orden de los Carmelitas Descalzos -1400 conventos en 120 países, con 12.000 monjas y 5.000 frailes-, comenzó a preparar hace cuatro años este centenario de su fundadora, con el convencimiento de que nunca como ahora habrá mejor oportunidad para “recolocar en escena el verdadero perfil de santa Teresa, muy emborronado durante décadas del siglo pasado”. Añaden los promotores: “Por primera vez en cinco siglos ha llegado el momento de fijar la importancia de una de las figuras más complejas del más temprano Siglo de Oro español”.
Contra la conspiración de los ruidos, con mistificaciones de increíble mala fe, todo el Quinto Centenario se prepara para que Teresa de Jesús reluzca en todas sus facetas, no solo en la religiosa. Fue reformadora contra viento y marea. Fue mística. Fue escritora. Fue poeta. Fue atrevida y valiente. Aún hoy sorprende que la Inquisición, que la vigiló con saña, no la encarcelase, como hizo con tantos otros genios de la época, también con fray Luís de León, finalmente el primer editor de las obras completas de Teresa. Quizás por esos, la mística de Ávila y su joven y genial compañero de fatigas, san Juan de la Cruz, muy pronto iban a convertirse en las personalidades más célebres de la historia del misticismo cristiano, sobre todo en Francia, Italia y Alemania.
Amenazada por la Inquisición, no publicó nada en
vida, pero Felipe II, que la admiraba, puso a buen recaudo los
manuscritos en El Escorial
Con antecedentes de judíos conversos venidos a menos, Teresa de Ávila –así se conoce a santa Teresa de Jesús en gran parte de Europa, sobre todo en Francia- nació en una familia cristiana que tenía muchos libros en casa, incluso de caballerías, pero no la Biblia, siempre sospechosa para inquisidores de todo tiempo. Fue mística, pero también mujer de negocios fría. Cada fundación de un convento era para ella, además de una hazaña religiosa, una operación inmobiliaria no siempre pacífica. A punto estuvieron de apedrearla cuando llegó con sus monjas (nunca más de siete, a lo sumo diez), a ocupar un nuevo convento. Pero “tenía un elevado concepto de sí misma; se creía llamada a grandes empresas; rechazaba la mediocridad”, escribe Joseph Pérez. Era guapa, y lo sabía. Con cincuenta años cumplidos, le confesará a un carmelita: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa.; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.
Todos los tópicos del nacionalcatolicismo se alzaron para usar en provecho propio a la gran fundadora
En todos sus libros hay páginas de sutil picardía, aunque con cuidado de que el inquisidor no se entere. Una de las víctimas, muy finamente, fue el arzobispo de Burgos, citado en el capítulo 31 del ‘Libro de las Fundaciones’. El hombre, que se llamaba Cristóbal Vela, había agotado la paciencia de la fundadora con tiquismiquis legales (que si licencias de obras, que si avales para los préstamos), y la escritora se venga ignorando el nombre (sólo lo cita por el cargo), frente a las zalamerías que dedica en las mismas páginas a prelados menos intransigentes.
También es deliciosa su visión de los colegas fundadores, todos hombres, tan dados a hacer la romería (¡a Roma, a Roma!). “Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España”, escribe en ‘Libro de las Fundaciones’. Ella nunca se prestó a esa romería, que afea a un general: “Es que su señoría, estando allá, no entiende lo que pasa acá”. Otra vez, se enfada con el nuncio enviado por el Vaticano. “Es algo deudo del Papa” (por las pegas que pone); parecía que había sido enviado para ejercitarnos en padecer. Debe ser siervo de Dios, pero nos ha hecho padecer harto”.
En el cristianismo que quiso reformar santa Teresa, el matrimonio se creía un obstáculo para alcanzar la plenitud espiritual, y la virginidad, una forma de estado superior. Tampoco los curas tenían buena fama. En el ‘Libro de la Vida’ retrata a uno que es avaro, poco formado, amante de vivir sin trabajar, que se exhibe con concubinas. En cambio, Lutero, el reformador protestante, alaba la vida conyugal. Pero Teresa temía casarse (era “renunciar a una vida personal”, escribe), y tampoco quería meterse a monja. Se dice incluso “enemiguísima de ser monja”. Para colmo, la Iglesia romana no tenía muy buena opinión de sus fieles en España, forzados a serlo por la Inquisición, maliciaban clérigos italianos. Y las relaciones entre los reyes y los pontífices eran execrables, fresco el recuerdo del brutal saco de Roma por tropas de Carlos V, en mayo de 1527, cuando Teresa tenía 12 años. Pablo IV pensó incluso en excomulgar al emperador y a su hijo, Felipe II, a éste porque se creía más papista que el Papa.
El Concilio de Trento (1545-1563) intentó poner remedio a ese estado de cosas, muy jaleadas por el anticlericalismo de la época. Teresa de Ávila fue una adelantada. Lo pagó con persecuciones. A cambio, su nombre corrió pronto de boca en boca por toda Europa, y sus libros fueron traducidos y muy leídos. Las mejores plumas y los más afamados pintores la ensalzan. Lo hace Cervantes, que le dedica una poesía en silvas; también Góngora, Quevedo y Lope de Vega, éste mediante dos obras de teatro y nueve sonetos. La pinta en 1576 (su único retrato en vida) el carmelita Juan De la Miseria (“Dios te perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa”, le escribe), y con el tiempo se afanan en la iconografía teresiana Velázquez y Rubens e, incluso, el mejor escultor del barroco italiano, Bernini, con la monumental ‘Transverberación de Santa Teresa’.
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