Era un barco de esos como de novela de Mark Twain, de los que tenían una paleta giratoria detrás y una chimenea de leña, de aquellos en los que había quienes colgaban sus hamacas para dormir durante el viaje. Pero este no navegaba por el Misisipi como en los cuentos de Twain sino por el río Magdalena de camino de la costa Caribe colombiana hacia Bogotá, y uno de los pasajeros que iba cantando vallenatos a bordo era un adolescente que se apellidaba García Márquez. Según el relato que cuenta en su casa de Bogotá el poeta Juan Gustavo Cobo, en el barco iba un señor que se puso a charlar conGabriel y le pidió que le copiara alguna de las letras que iban cantando. Al final del viaje se despidieron y el hombre le regaló un libro de Dostoievski. Ya en Bogotá el joven fue a la oficina donde se solicitaban becas de estudio. Mientras hacía fila apareció por allí el señor del barco. Le preguntó qué hacía allí y el joven le respondió que había venido a pedir una beca.
–Yo soy el que da las becas –le dijo el hombre–. Sube.
Cobo dice que la vida de Gabriel García Márquez siempre tuvo un componente extraño de magia, medio de brujo. El mismo hombre que venía escuchándolo cantar vallenatos en el barco fue quien decidió dónde terminaría el bachillerato: el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, un municipio a las afueras de la capital. García Márquez entró interno en ese colegio en 1943 y padeció el clima de la altiplanicie andina. “Estaba tan triste de la lluvia y del frío que se refugió en la literatura”, cuenta su amigo Cobo, un erudito de 65 años que ha tenido que alquilar en su edificio un departamento extra para acumular los más de 25.000 libros que componen su biblioteca. Al acabar el internado el joven se pone a estudiar Derecho y se mete en la vida de literatura y periodismo de los cafés bogotanos. Un día de 1947 manda al diario El Espectador un cuento que había escrito bajo las influencias de Kafka. El cuento se titulaba La tercera resignación y fue publicado con una nota elogiosa del editor del magacín cultural del periódico. “Lo más conmovedor”, dice Cobo, “es que vio que alguien lo estaba leyendo en un café y él no tenía plata para comprarlo”.
Uno de sus cafés era el San Moritz. Es de los pocos lugares que quedan de los tiempos de bohemia cultural bogotana de mediados de siglo, y, según cuentan, conserva características como que las cucharas tengan un agujero en el centro para que nadie tenga interés en robárselas. Este Viernes Santo estaba cerrado. Afuera había un vagabundo echado a cada lado de la puerta y una pintada en la pared que decíaJuventudes comunistas colombianas. El centro histórico tenía clima de día festivo. Delante de la biblioteca Luis Ángel Arango había un muro cronológico de la vida del escritor. Entre los que estaban parados allí había un hombre que lamentaba que Colombia se quedase sin su representante mundial.
–¿Y quién los representará ahora?
–Quién… Pues qué le digo. Nos quedan Shakira y Juanes.
Al lado estaba una mujer con una sensación agridulce. “Me parece muy triste la muerte de García Márquez, pero también me parece bien interesante morirse en Jueves Santo, porque la gente está de vacaciones y tiene todo el tiempo del mundo para venir a mirar estas cosas y para leer bien los reportes de los diarios”. Se llama Magdalena Mikán, no sabe de dónde procede su apellido, tiene 50 años y se enteró del fallecimiento del escritor después de ver una película del Quijote protagonizada por Cantinflas. Con ella estaba un vecino que vive solo y que no sabe leer ni escribir. Ella le dijo: “Qué lástima que usted no lea, porque para que tenga una idea, si se ríe dos horas viendo la película del Quijote, para que le sirva de muestra, así de delicioso es leer a García Márquez”. Se lo dijo cuando terminó la película antes de cambiar de canal. Cuando cambió de canal, García Márquez estaba muerto.
La primera etapa del escritor en Bogotá terminó en 1948 con los disturbios provocados en la capital por el asesinato del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán. La pensión de García Márquez se quemó. Él regresó a la costa. Volvería unos años después para trabajar de reportero en el diario El Espectador a mediados de los cincuenta. Su reportaje más exitoso, Relato de un náufrago, en el que se reveló que un barco de la armada había cargado contrabando, irritó al Gobierno y su periódico lo mandó a Europa. Volvió a la capital a finales de la década como periodista de la agencia cubana Prensa Latina. Y ahí es cuando lo conoció José Luis Díaz Granados, que este viernes habló en Bogotá sobre su amigo y primo segundo García Márquez. Díaz Granados, poeta de 67 años, describe cómo era por entonces: “Un hombre delgadito de bigote negro, pelo crespo, fumaba mucho, por Dios cómo fumaba, un cigarrillo y otro, dos cajetillas de cigarros Piel Roja diarias, y era tímido y nervioso y estaba todo el rato diciendo cosas”.
Él lo conoció cuando tenía 13 años y era “un niño existencialista” al que su primo mayor le recomendaba leer a Lorca y a Hemingway. Una vez el niño dijo que a él le interesaba mucho el filósofo francés Sartre. García Márquez, como si estuviese hablando con un adulto recién llegado de París, se le quedó mirando con la atención que merece una persona importante. “Él siempre trató a todo el mundo por igual, con mucho respeto”, dice el poeta mientras se toma un café en un centro comercial. Horas después volaría a la ciudad de México para estar el lunes en su funeral.
Este viernes día uno después de la muerte de Gabriel García Márquez el tiempo estuvo entre nubes y claros de sol, más optimista que cenizo, con mejor cara que la que le pintó el premio Nobel cuando recordó en un artículo de 1981 sus inicios en el lugar que lo despertó del calor de la costa. “Aquella ciudad de pecado”, escribió, “en la que casi todo era posible, menos hacer el amor. Por eso he dicho alguna vez que el único heroísmo de mi vida, y el de mis compañeros de generación, es haber sido jóvenes en la Bogotá de aquel tiempo”.
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