“La noche en que llegó fuimos a cenar al Glaciar, en la Plaza Real. Me llamó su editora, Carmen Balcells, y me dijo que reuniera a un grupo de personas para presentárselo. Estaban Javier y Marta Villavechia, Carlos Barral, Federico Correa, Oriol Regás, Javier Miserachs y otros. ¿De qué hablamos? De todos los temas, como siempre que nos reuníamos: literatura, pintura, de lo poco que sabíamos de política, quien había ido de viaje lo contaba, hacíamos bromas y los arquitectos siempre discutían entre sí”. Rosa Regás, escritora y exdirectora de la Biblioteca Nacional, recuerda la primera vez que vio al genio. Era noviembre de 1967 y Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, aterrizaban en Barcelona.
La ciudad que encontraron hervía bajo el pesado manto de un franquismo próximo a su fin. Intelectuales y artistas, procedentes en su mayoría de la burguesía barcelonesa y con acceso a la alta cultura, estaban creando un movimiento muy vivo. La tertulia del Café Gijón pero más a la izquierda y mirando a Europa. Nacía la gauche divine. “Ese es un nombre muy gracioso que creó Joan de Sagarra para referirse a un movimiento, no a un grupo. Éramos gente que salía de sus casas hartos de la mojigatería del tardofranquismo y de la Iglesia católica para saber qué hacían los demás en sus profesiones. Qué estaba ocurriendo en el extranjero. Los arquitectos de Barcelona trababan contacto con los de Milán y de Nueva York y Carlos Barral creó los Premios Internacionales de literatura, ahí estaban los Galimar en Francia e Einaudi de Italia… Nos unían las ganas de salir de la cárcel franquista. Ganas de quitarse el miedo y descubrir qué era la vida”, explica Regás.
Entre los miembros más relevantes de la gauche divine, en la que García Márquez encajó como el zapato de cristal en el pie de Cenicienta, estaban los fotógrafos Miserachs, Maspons y Colita; arquitectos y diseñadores como Bofill, Bohigas, Correa y Óscar Tusquets; gigantes de las letras como Goytisolo, Senillosa, Terenci y Anna María Moix, Félix de Azúa, Rosa Regás o Gil de Biedma; cineastas como Gonzalo Suárez, Carlos Durán, Ricardo Franco y Vicente Aranda y toda la Escuela de Barcelona o editores de la talla de Carlos Barral, Esther Tusquets, Beatriz de Moura y la que nos lo trajo a España, Carmen Balcells.
Al llegar a Bacerlona, Gabriel García Márquez se instala con su mujer y sus dos hijos en el número 6 de la calle Dels Caponata, en el acomodado barrio de Sarrià. El sobrenombre ‘Gabo’ se debe probablemente al matrimonio Luis y Leticia Feduchi, quienes llegaron a ser sus mejores amigos en Barcelona y cuya amistad aún perdura más sólida que nunca, si bien la propia Rosa Regás no está segura.El colombiano había publicado ya una de sus obras maestras, ‘Cien años de soledad’ (Georgina Regás le regaló una genealogía de sus personajes que fue incluida en ediciones posteriores) y, aunque aún no era una leyenda, esta comenzaba a fraguarse alrededor de él. Curiosamente, en aquella Barcelona que se asomaba a Europa, vivían también Vargas Llosa y José Donoso, al calor de las briosas y atrevidas editoriales catalanas. Ellas fueron quienes llevaron el denominado ‘boom latinoamericano’ –García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Donoso, Roa Bastos y otros– al Viejo Continente.
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Bloque de viviendas en la calle Caponata 6 donde vivió García Márquez en Barcelona.
Uno de los centros neurálgicos de la gauche divine frecuentados por García Márquez fue la mítica discoteca Bocaccio. “Había mesas para seis en las que se sentaban veinte”, dijo el escritor. Aunque manida, no hay frase más adecuada para describir aquel club. Salvador Dalí, Luis de Vilallonga, Juan Marsé o Vázquez Montalbán lo frecuentaban. Todo escritor, artista o diletante que pisara Barcelona, terminaba en Bocaccio. Abierta por Oriol Regàs en febrero de 1967, cerró sus puertas en 1985 y fue lo más parecido al neoyorquino Studio 54 que jamás hubo en el país. Estaba en la calle Muntaner, 505 -su espacio lo ocupa hoy un hotel- y en su pista bailaba ‘Belle Bel’, la modelo Teresa Gimpera ejercía de sugerente imagen y quienes las conocieron, aún añoran sus noches de champán, música disco y tertulia envuelta de humo bajo lámparas Tiffany. Un ambiente que recoge el filme ‘El cónsul de Sodoma’, sobre la figura de Gil de Biedma. Allí se presentó la revista ‘Interviú’.
“Las tres grandes características de la gauche divine eran que nos gustaba nuestro trabajo, que queríamos tener contacto con quienes desempeñaban el mismo en otros países y que éramos profundamente antifranquistas. Puede añadir que queríamos pasarlo bien. Y nos lo pasábamos muy bien, lo que no quiere decir que aunque nos acostásemos a las 3 de la mañana no estuviésemos a las 9 trabajando”, matiza Rosa Regás. Pero donde realmente se podía charlar sin ruido era mientras se comía en el Flash-Flash y en Casa Mariona, o se degustaba un licor en cafés literarios como el Cristal-City, en la calle Balmes, hoy tan desaparecido como el Stork Club y aquello otro de llamar Tuset Street a la calle donde hoy vive el president Artur Mas.
Rodrigo y Gonzalo, hijos del escritor, fueron matriculados en el colegio británico Kensington, tal como recoge su biografía ‘Gabriel García Márquez: una vida’ (Gerald Martin, Debate) y él se puso a escribir ‘El otoño del patriarca’. No fue casual. Gabo se instaló en España para trenzar la historia de un dictador imaginario que se eternizaba en el poder. “Recuerdo que cuando iba a visitarlos, él salía de su despacho, donde estaba escribiendo, vestido con un mono blanco. Siempre se lo ponía para trabajar”, cuenta Rosa Regás. “Lo mejor es su acerado sentido del humor. Un sarcasmo a través del que era capaz de filtrar cualquier aspecto de la actualidad”. Asegura la autora de ‘Música de cámara' que fue el estilo de vida de aquella Barcelona lo que enamoró a García Márquez. Cenaban en casa de unos y de otros. Y charlaban hasta las tantas. En casa de los García Barcha, de los Villavechia, los Feduchi o en la de la misma Regás. Un grupo de amigos al que se sumaba José María Castellet, Serena Vergano y Eugenio Trias.
García Márquez y su familia dejaron Barcelona en 1973 no sin antes adquirir un inmueble en el centro, en la calle Valencia con Paseo de Gràcia y del que era vecino Alfonso Milà. “En los años que viví en Barcelona pasé de no tener para comer –antes, en París, había llegado a pedir limosna en el metro– a poder comprarme casas", ha dicho el autor de ‘Crónica de una muerte anunciada’. En ese piso Regás y él celebraron con champán las buenas ventas de 1994: él, primer puesto en lengua española por ‘Del amor y otros demonios’ y ella, el segundo por ‘Azul’, que fue premio Nadal.
Desde que dejaron Barcelona, Regás y los García Barcha se han seguido frecuentando. Ella ha dormido en su casa de México y ellos en su pueblecito del Ampurdán, adonde se trasladó hace más de 25 años. “En aquella época la gente famosa no era tan buscada como ahora. Yo vivía en Cadaqués, debajo de Marcel Duchamp, uno de los pintores más importantes de todos los tiempos y nadie lo perseguía por la calle. Los dos únicos valores que han sustituido hoy a todos los demás, ser rico y famoso, no existían de esa manera. O no nos dejábamos impresionar tanto, supongo”, fabula muy sensatamente.
Y ahora, cuando la vida del genio se consume, Regás hace una reflexión sobre la gauche divine que recibió al colombiano: “Nada ocurre para siempre, las cosas se suceden. Yo vivo fuera de Barcelona hace muchísimos años, en el 82 u 83 me fui y no he vuelto. Por las historias que sé de mis abuelos y bisabuelos, Barcelona ha tenido siempre unos brotes de vida internacional muy importantes. Es lo que ocurrió en aquellos años. Creo que está en la esencia misma de la ciudad y puede volver a surgir en cualquier momento”. Si ocurre, será sin un García Márquez.
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