24.11.12 - José Belmonte. Suplemento cultural Ababol. La Verdad de Murcia.
Editorial: Alfaguara. 497 páginas. Madrid, 2012. Precio: 21 euros.
Editorial: Alfaguara. 497 páginas. Madrid, 2012. Precio: 21 euros.
El inolvidable Francis Scott Fitzgerald, autor de ‘El gran Gatsby’ y ‘Suave es la noche’, definió la generación a la que él pertenecía -la denominada, no sin argumentos, ‘Lost Generation’- como aquella que, a su llegada, había encontrado todos los dioses muertos, todas las guerras combatidas y la fe en el hombre destruida. La mejor narrativa occidental del siglo XXI bebe, sin duda, en esas aguas turbulentas. De ahí la publicación de novelas que se mueven entre el sueño y el desencanto, que reivindican, de manera categórica, una estética de la derrota.
Max Costa y Mecha Inzunza son los personajes que más hondamente llegan al lector de esta novela. Como Lucas Corso o Teresa Mendoza en obras precedentes. Solo que ya han pasado algunos años y Arturo Pérez-Reverte parece más curtido, menos piadoso, más exigente. Pero no conviene dejar en el olvido a aquellos otros personajes que, desde su condición de secundarios, están construidos con apenas unas cuantas y certeras pinceladas. Nos vienen a la memoria, si hacemos un rápido recorrido por toda su narrativa, el inolvidable Agapito Cárceles, de ‘El maestro de esgrima’, Muñoz, de ‘La tabla de Flandes’, el padre Ferro, de ‘La piel del tambor’, el Piloto, en ‘La carta esférica’, y tantos otros. En ‘El tango de la guardia vieja’ podríamos destacar a Armando de Troeye, que pertenece a esa clase de individuos «que se comportaban como anfitriones incluso en mesas ajenas». De Troeye, como Astarloa con su estocada, convierte en su Santo Grial la búsqueda del tango perfecto en su vertiginoso descenso a los infiernos de Buenos Aires, acompañado por su particular Virgilio y su Beatrice.
Pero prefiero a un personaje mucho más gris, que apenas aparece en la novela y, sin embargo, llena con su sombra estas páginas: un tipo que lleva implícita la incomprensible locura de la que se nutrió la Guerra Civil española. Es Fito Mostaza, con su sonrisa filosófica en torno al caño de su pipa; un tipo que sabe echar mano de alguno de los pensamientos de Pascal, como aquel que se refiere al poder de las moscas, que impiden que obre nuestra alma. Sagaz metáfora. Es la primera vez, a lo largo de toda su carrera literaria, que Arturo Pérez-Reverte habla de nuestra Guerra Civil, después de habernos mostrado, con toda su crudeza, los desastres de otras contiendas. España, asevera uno de estos personajes en el otoño de 1937, es «el paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza».
Max y Mecha son dos creaciones genuinamente revertianas. A la altura de Corso, Alatriste, Macarena Bruner o Teresa Mendoza. El uno, con tanta inteligencia que es capaz de disfrazar de artificio las propias emociones. Un tipo diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar palabras. Un lobo solitario que, a pesar de haber perdido sus colmillos, explota lo que sabe y lo aplica en el momento preciso. Max es un Pijoaparte refinado y posmoderno. Y también la alargada sombra del Rastignac zolesco y el Julián Sorel stendhaliano. Se vale de su portentoso físico para llegar a lugares donde ningún ser humano podría imaginar. La otra, Mecha, es una de esas mujeres que ayudan a comprender el tiempo en que nos ha tocado vivir. Una de esas damas en apariencia inalcanzables, «con las que se soñaba en los sollados de los barcos y en las trincheras de los frentes de batalla». Entre ambos, entre Max y Mecha, queda resumido el mundo. El origen y el destino del ser humano. Y también la belleza, la ternura, la sagacidad, el glamur, el fracaso, la ambición y la derrota.
Como el ya citado Scott Fitzgerald, Arturo Pérez-Reverte, que ha llegado a la plenitud de su arte narrativo, se decanta, en estas páginas que ahora nos lega, por la construcción elegante, por el diálogo chispeante, sin dejar de lado esas frases lapidarias, sentenciosas, categóricas, a las que nos tiene acostumbrados: «Un hombre debe saber cuándo se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol o la vida». Suenan, asimismo, los ecos de su viejo oficio de reportero, de sus artículos semanales. Es el Pérez-Reverte más divertido y sorprendente: «El ambiente era artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio». Pero, junto a ello, destacan ciertas imágenes, tan comprimidas, tan originales, tan repletas de vida, que se asemejan a las greguerías del celebrado Gómez de la Serna: «La ropa tendida en los balcones colgaba como jirones de vidas tristes». ‘El tango de la guardia vieja’ es un ejemplo de la llamada escritura transparente. Una nueva apuesta de su autor por el lenguaje fluido, la palabra exacta y las comas en su sitio.
Se trata, en cualquier caso, de un relato de extremado riesgo, en el que el autor ha jugado con distintos espacios y diferentes tiempos, unidos artesanalmente, con pericia y sagacidad, a través de ciertas técnicas cinematográficas de fundidos y encadenados, que resultan incluso divertidos para el lector, a quien, desde las primeras páginas, exige su colaboración para desentrañar los misterios de esta novela casi interactiva: el significado de una película, el origen de una cita, el título de una canción. Una obra, en fin, marca de la casa. Cien por cien revertiana. Con sus obsesiones de siempre. Esas que lleva en su mochila a donde quiera vaya: Troya y la vida, resumida en un tablero de ajedrez. Y la inútil lucha contra el tiempo.
Max Costa y Mecha Inzunza son los personajes que más hondamente llegan al lector de esta novela. Como Lucas Corso o Teresa Mendoza en obras precedentes. Solo que ya han pasado algunos años y Arturo Pérez-Reverte parece más curtido, menos piadoso, más exigente. Pero no conviene dejar en el olvido a aquellos otros personajes que, desde su condición de secundarios, están construidos con apenas unas cuantas y certeras pinceladas. Nos vienen a la memoria, si hacemos un rápido recorrido por toda su narrativa, el inolvidable Agapito Cárceles, de ‘El maestro de esgrima’, Muñoz, de ‘La tabla de Flandes’, el padre Ferro, de ‘La piel del tambor’, el Piloto, en ‘La carta esférica’, y tantos otros. En ‘El tango de la guardia vieja’ podríamos destacar a Armando de Troeye, que pertenece a esa clase de individuos «que se comportaban como anfitriones incluso en mesas ajenas». De Troeye, como Astarloa con su estocada, convierte en su Santo Grial la búsqueda del tango perfecto en su vertiginoso descenso a los infiernos de Buenos Aires, acompañado por su particular Virgilio y su Beatrice.
Pero prefiero a un personaje mucho más gris, que apenas aparece en la novela y, sin embargo, llena con su sombra estas páginas: un tipo que lleva implícita la incomprensible locura de la que se nutrió la Guerra Civil española. Es Fito Mostaza, con su sonrisa filosófica en torno al caño de su pipa; un tipo que sabe echar mano de alguno de los pensamientos de Pascal, como aquel que se refiere al poder de las moscas, que impiden que obre nuestra alma. Sagaz metáfora. Es la primera vez, a lo largo de toda su carrera literaria, que Arturo Pérez-Reverte habla de nuestra Guerra Civil, después de habernos mostrado, con toda su crudeza, los desastres de otras contiendas. España, asevera uno de estos personajes en el otoño de 1937, es «el paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza».
Max y Mecha son dos creaciones genuinamente revertianas. A la altura de Corso, Alatriste, Macarena Bruner o Teresa Mendoza. El uno, con tanta inteligencia que es capaz de disfrazar de artificio las propias emociones. Un tipo diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar palabras. Un lobo solitario que, a pesar de haber perdido sus colmillos, explota lo que sabe y lo aplica en el momento preciso. Max es un Pijoaparte refinado y posmoderno. Y también la alargada sombra del Rastignac zolesco y el Julián Sorel stendhaliano. Se vale de su portentoso físico para llegar a lugares donde ningún ser humano podría imaginar. La otra, Mecha, es una de esas mujeres que ayudan a comprender el tiempo en que nos ha tocado vivir. Una de esas damas en apariencia inalcanzables, «con las que se soñaba en los sollados de los barcos y en las trincheras de los frentes de batalla». Entre ambos, entre Max y Mecha, queda resumido el mundo. El origen y el destino del ser humano. Y también la belleza, la ternura, la sagacidad, el glamur, el fracaso, la ambición y la derrota.
Como el ya citado Scott Fitzgerald, Arturo Pérez-Reverte, que ha llegado a la plenitud de su arte narrativo, se decanta, en estas páginas que ahora nos lega, por la construcción elegante, por el diálogo chispeante, sin dejar de lado esas frases lapidarias, sentenciosas, categóricas, a las que nos tiene acostumbrados: «Un hombre debe saber cuándo se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol o la vida». Suenan, asimismo, los ecos de su viejo oficio de reportero, de sus artículos semanales. Es el Pérez-Reverte más divertido y sorprendente: «El ambiente era artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio». Pero, junto a ello, destacan ciertas imágenes, tan comprimidas, tan originales, tan repletas de vida, que se asemejan a las greguerías del celebrado Gómez de la Serna: «La ropa tendida en los balcones colgaba como jirones de vidas tristes». ‘El tango de la guardia vieja’ es un ejemplo de la llamada escritura transparente. Una nueva apuesta de su autor por el lenguaje fluido, la palabra exacta y las comas en su sitio.
Se trata, en cualquier caso, de un relato de extremado riesgo, en el que el autor ha jugado con distintos espacios y diferentes tiempos, unidos artesanalmente, con pericia y sagacidad, a través de ciertas técnicas cinematográficas de fundidos y encadenados, que resultan incluso divertidos para el lector, a quien, desde las primeras páginas, exige su colaboración para desentrañar los misterios de esta novela casi interactiva: el significado de una película, el origen de una cita, el título de una canción. Una obra, en fin, marca de la casa. Cien por cien revertiana. Con sus obsesiones de siempre. Esas que lleva en su mochila a donde quiera vaya: Troya y la vida, resumida en un tablero de ajedrez. Y la inútil lucha contra el tiempo.
El Liberal. Santiago del Estero (Argentina). Publicado el 25-11-12
En el tango también las apariencias engañan. Da la impresión de que el hombre somete a la mujer. Pero no. Hay que mirar hondo para percatarse de que es justo lo contrario. Max Costa, el bailarín protagonista de El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara), la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), un rufián que seduce en la pista para robar en la alcoba, se siente dominador cuando ciñe el talle de las miles de damas con las que danza. Serán los años, y un bellezón con los ojos de color miel (una de esas mujeres por las que “durante miles de años los hombres habían guerreado, incendiado ciudades y matado por conseguirlas”, piensa Max al conocerla), los que le cambien la perspectiva. Para darse cuenta de algunas cosas importantes tiene que pasar tiempo. Es ley de vida.
Pérez-Reverte lo vio claro en los años 80, en Buenos Aires. Lo cuenta en una suite del Hotel Palace, donde se ha citado con el periodista. Evoca una escena de la que fue testigo en el Hotel Alvear. Los ojos se le encienden al rememorarla. Hasta el punto que uno sospecha que si se acerca y se asoma a ellos verá grabados los dos cuerpos en danzante armonía que le empujaron a escribir. “Un bailarín profesional, guapo y canalla, sacó a bailar una señora madura. Era alta, elegante. Tendría más de cincuenta años pero se notaba que había sido una mujer muy bella y que tenía casta. Él, intuitivo, permitió que ella se luciera. Y todos los hombres del salón que estábamos por allí no podíamos apartar la mirada. Y todas las mujeres envidiándola. Me di cuenta entonces de que era ella la que mandaba. Es que el tango despista. En realidad es la mujer la que teje una telaraña de insinuaciones, de geometrías, de sentimientos”. Ahí se enreda el hombre, irremisiblemente, pensando, ingenuo, que es él el que marca el paso.
Reconoce el autor de la popular saga del capitán Alatriste (Max, en algunos códigos a los que somete su conducta, recuerda al veterano de Flandes, Rocroi y otras cien mil batallas), que en ese instante se le encendió la bombilla con la que empezó a vislumbrar una novela. Aquella estampa, tan insinuante (“el tango es sexo vestidos y en vertical”), tenía hoja. Pero pronto se le fundió. Empezó un borrador y a las cuarenta páginas tuvo que dejarlo. Sentía que le faltaba poso en la mirada para ser capaz de retratar con verdad, por un lado, la compleja historia de amor que sostienen Max y Mecha Inzunza, el buscavidas criado en los arrabales de Buenos Aires, hijo de un inmigrante español marcado por el signo del fracaso, y la elegante dama hija de un rico empresario granadino.
El otro gran reto era, precisamente, adentrarse en la psique de ella. Pérez-Reverte está empeñado en cerrar su ciclo como narrador poniendo el foco sobre el universo femenino: “Un hombre es las mujeres que le han acompañado, que le han mirado… Cuando intentas ordenar tu vida no puedes hacerlo sin tenerlas a ellas muy presentes. Y yo necesito ordenar muchos cajones de mi biografía y sé que las necesito a ellas para conseguirlo. Sin la mujer, con mayúscula, no hay orden posible”. ¿Y eso en qué se traduce? “Pues que al menos tengo que escribir dos o tres nuevas historias en las que la mujer sea la protagonista”. Una manera de devolver todo lo que aprendido de ellas. Que es mucho: “Una mujer inteligente siempre es muy instructiva para el hombre. Te hace descubrir muchísimas cosas que ignorabas”. Pérez-Reverte ya empezó a esforzarse en perfilar personajes femeninos con sustancia y matices en El maestro de esgrima. Con La reina del sur dio todavía un paso más ambicioso en ese terreno. Y ahora ha echado el resto, con Mecha, crecida entre los algodones del lujo y el desahogo económico, pero que no se conforma con lucir modelos de los diseñadores más selectos (son muchísimos los que se citan, ya que el escritor se ha documentado al extremo sobre moda) en restaurantes y hoteles de postín. Tiene un lado turbio y procaz que es el que le empuja a jugársela con Max.
Todo arranca en un crucero que surca el Atlántico hacia Buenos Aires. Es 1928. Luego vendrán otros dos encuentros, en Niza (1937), y en la Costa Amalfitana (1966). La trama se va armando con las artimañas de Max para limpiar joyeros de ricachonas incautas, la búsqueda de unas cartas de Ciano, el cuñado de Mussolini, custodiadas por un banquero que financió el golpe de Franco (Juan March, aunque no se cite expresamente), en la que concurren la KGB y los servicios secretos italianos… Pero, por primera vez en una novela de Pérez-Reverte, en un plano más relevante que estos entuertos y aventuras, está la relación sentimental que une a los héroes del relato. “Así me lo ha marcado la historia”.
Es amor sin almíbar, pero muy lúcido y de una intensidad capaz de atravesar décadas, guerras, cambios de regímenes políticos y cualquier mutación que tenga lugar sobre la faz del planeta. Un amor en el que el sexo, y eso le otorga más veracidad a la narración revertiana, no se esconde ni con palabras elusivas ni con elipsis. Al contrario: juega un papel crucial, algo que le costó, confiesa el autor, algunos quebraderos de cabeza: “El problema con el sexo en la literatura es que es como las siete y media. Si te pasas, eres vulgar. Si te quedas corto, un mojigato”. Dificultad que añadía a otra quizá mayor: equilibrar las pulsiones instintivas turbias (sobre todo de ella) con la estilizada distinción del contexto y la elegancia innata de los protagonistas. “He tenido que trabajar mucho con la estructura, con los adjetivos, con los adverbios… Yo tengo un público transversal. Igual me lee un chaval que un hombre mayor, que un chino o un francés… Tenía que resultar comprensible para todos pero quedarme yo también satisfecho”.
Pero, decíamos, el amor ocupa el primer plano en El tango de la Guardia Vieja (que, por cierto, es el original, el verdaderamente lascivo y mucho más trepidante, mezcla de bailes de esclavos, milongas, habaneras…). Porque ninguno de los dos olvida nunca al otro. Y porque a pesar de tantos años separados los dos saben que un hombre como él y una mujer como ella rara vez coinciden sobre la tierra (idea que toma Pérez-Reverte de Entre mareas, de Joseph Conrad, y que coloca al comienzo de su novela). Mecha es consciente de que está ante un hombre que se viste por los pies. Y Max busca, incluso cuando ya está a las puertas de la senectud, y los años le han maltratado su porte impecable, sólo una cosa: que esos ojos de miel que le envenenaron en la juventud le sigan mirando con admiración. “Ese es su objetivo principal en la vida”, remacha Pérez-Reverte, que, con sus 60 años (“el domingo cumplo 61”), sabe de lo que habla.
Pérez-Reverte lo vio claro en los años 80, en Buenos Aires. Lo cuenta en una suite del Hotel Palace, donde se ha citado con el periodista. Evoca una escena de la que fue testigo en el Hotel Alvear. Los ojos se le encienden al rememorarla. Hasta el punto que uno sospecha que si se acerca y se asoma a ellos verá grabados los dos cuerpos en danzante armonía que le empujaron a escribir. “Un bailarín profesional, guapo y canalla, sacó a bailar una señora madura. Era alta, elegante. Tendría más de cincuenta años pero se notaba que había sido una mujer muy bella y que tenía casta. Él, intuitivo, permitió que ella se luciera. Y todos los hombres del salón que estábamos por allí no podíamos apartar la mirada. Y todas las mujeres envidiándola. Me di cuenta entonces de que era ella la que mandaba. Es que el tango despista. En realidad es la mujer la que teje una telaraña de insinuaciones, de geometrías, de sentimientos”. Ahí se enreda el hombre, irremisiblemente, pensando, ingenuo, que es él el que marca el paso.
Reconoce el autor de la popular saga del capitán Alatriste (Max, en algunos códigos a los que somete su conducta, recuerda al veterano de Flandes, Rocroi y otras cien mil batallas), que en ese instante se le encendió la bombilla con la que empezó a vislumbrar una novela. Aquella estampa, tan insinuante (“el tango es sexo vestidos y en vertical”), tenía hoja. Pero pronto se le fundió. Empezó un borrador y a las cuarenta páginas tuvo que dejarlo. Sentía que le faltaba poso en la mirada para ser capaz de retratar con verdad, por un lado, la compleja historia de amor que sostienen Max y Mecha Inzunza, el buscavidas criado en los arrabales de Buenos Aires, hijo de un inmigrante español marcado por el signo del fracaso, y la elegante dama hija de un rico empresario granadino.
El otro gran reto era, precisamente, adentrarse en la psique de ella. Pérez-Reverte está empeñado en cerrar su ciclo como narrador poniendo el foco sobre el universo femenino: “Un hombre es las mujeres que le han acompañado, que le han mirado… Cuando intentas ordenar tu vida no puedes hacerlo sin tenerlas a ellas muy presentes. Y yo necesito ordenar muchos cajones de mi biografía y sé que las necesito a ellas para conseguirlo. Sin la mujer, con mayúscula, no hay orden posible”. ¿Y eso en qué se traduce? “Pues que al menos tengo que escribir dos o tres nuevas historias en las que la mujer sea la protagonista”. Una manera de devolver todo lo que aprendido de ellas. Que es mucho: “Una mujer inteligente siempre es muy instructiva para el hombre. Te hace descubrir muchísimas cosas que ignorabas”. Pérez-Reverte ya empezó a esforzarse en perfilar personajes femeninos con sustancia y matices en El maestro de esgrima. Con La reina del sur dio todavía un paso más ambicioso en ese terreno. Y ahora ha echado el resto, con Mecha, crecida entre los algodones del lujo y el desahogo económico, pero que no se conforma con lucir modelos de los diseñadores más selectos (son muchísimos los que se citan, ya que el escritor se ha documentado al extremo sobre moda) en restaurantes y hoteles de postín. Tiene un lado turbio y procaz que es el que le empuja a jugársela con Max.
Todo arranca en un crucero que surca el Atlántico hacia Buenos Aires. Es 1928. Luego vendrán otros dos encuentros, en Niza (1937), y en la Costa Amalfitana (1966). La trama se va armando con las artimañas de Max para limpiar joyeros de ricachonas incautas, la búsqueda de unas cartas de Ciano, el cuñado de Mussolini, custodiadas por un banquero que financió el golpe de Franco (Juan March, aunque no se cite expresamente), en la que concurren la KGB y los servicios secretos italianos… Pero, por primera vez en una novela de Pérez-Reverte, en un plano más relevante que estos entuertos y aventuras, está la relación sentimental que une a los héroes del relato. “Así me lo ha marcado la historia”.
Es amor sin almíbar, pero muy lúcido y de una intensidad capaz de atravesar décadas, guerras, cambios de regímenes políticos y cualquier mutación que tenga lugar sobre la faz del planeta. Un amor en el que el sexo, y eso le otorga más veracidad a la narración revertiana, no se esconde ni con palabras elusivas ni con elipsis. Al contrario: juega un papel crucial, algo que le costó, confiesa el autor, algunos quebraderos de cabeza: “El problema con el sexo en la literatura es que es como las siete y media. Si te pasas, eres vulgar. Si te quedas corto, un mojigato”. Dificultad que añadía a otra quizá mayor: equilibrar las pulsiones instintivas turbias (sobre todo de ella) con la estilizada distinción del contexto y la elegancia innata de los protagonistas. “He tenido que trabajar mucho con la estructura, con los adjetivos, con los adverbios… Yo tengo un público transversal. Igual me lee un chaval que un hombre mayor, que un chino o un francés… Tenía que resultar comprensible para todos pero quedarme yo también satisfecho”.
Pero, decíamos, el amor ocupa el primer plano en El tango de la Guardia Vieja (que, por cierto, es el original, el verdaderamente lascivo y mucho más trepidante, mezcla de bailes de esclavos, milongas, habaneras…). Porque ninguno de los dos olvida nunca al otro. Y porque a pesar de tantos años separados los dos saben que un hombre como él y una mujer como ella rara vez coinciden sobre la tierra (idea que toma Pérez-Reverte de Entre mareas, de Joseph Conrad, y que coloca al comienzo de su novela). Mecha es consciente de que está ante un hombre que se viste por los pies. Y Max busca, incluso cuando ya está a las puertas de la senectud, y los años le han maltratado su porte impecable, sólo una cosa: que esos ojos de miel que le envenenaron en la juventud le sigan mirando con admiración. “Ese es su objetivo principal en la vida”, remacha Pérez-Reverte, que, con sus 60 años (“el domingo cumplo 61”), sabe de lo que habla.
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