Quizá algunos de los lectores más veteranos recuerden la entonces famosa boutade sesentayochista, atribuida a diversos profesores franceses (yo la leí en una pared de Nanterre, pero algo después): “Platón ha muerto, Hegel ha muerto, Nietzsche ha muerto… y yo no me encuentro nada bien”. Quizá hoy podríamos parafrasearla diciendo: “Montesquieu ha muerto, Voltaire ha muerto, Kant ha muerto… y quienes quisimos ser ilustrados no nos encontramos nada bien”. Pero ¿en qué consiste la Ilustración si no queremos dejarla reducida a otra etiqueta pegada a uno de esos casilleros en los que metemos con calzador un periodo histórico bastante caprichosamente delimitado, cortando al modo en que lo hacía el bárbaro Procusto lo que falta o lo que sobra para que todo confirme la teoría previamente adoptada?
La Ilustración, en todas las épocas en que podemos sin exageración o manipulación detectarla (sea la Grecia clásica, la Roma que inventó y justificó el Derecho, la Edad Media de Abelardo y Guillermo de Occam, Erasmo, el Renacimiento, la era barroca en que aparece la ciencia moderna…), es el esfuerzo por establecer el alcance y límite de lo humano a partir del rasgo humano por excelencia, la razón que deduce, experimenta y concluye, en lugar de aceptar lo que sobre ella establecen las leyendas y costumbres tradicionales. En cualquiera de sus avatares, el ilustrado se alza pidiendo argumentos y debates —la razón nunca es revelación única, sino relación entre varios que no ponen ninguna autoridad divina o humana por encima de ella— y proclama firmemente que así podemos alcanzar las verdades vitales que nos interesan, o al menos aproximarnos con tanteos y dudas a su paulatina elucidación. En una palabra, frente a los creyentes que aceptan, tiemblan y confían, los ilustrados son pensantes que ponen en cuestión, discuten, concluyen… y también confían. Alcanzar una frágil balsa de confianza para flotar sobre tormentas y tormentos, en ese objetivo definitoriamente humano coinciden por caminos opuestos la fe de los sencillos y la razón de los ilustrados.
A partir de La dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, una obra llena de sugestiones a veces geniales y otras genialoides, pero que en modo alguno zanjaba la cuestión, se puso de moda culpar a la Ilustración de los atroces males totalitarios del siglo XX. Los campos de concentración, tanto Treblinka como el Gulag, provenían de la aplicación del método industrial al exterminio humano. Y claro, ese método industrial como toda forma de razón tecnológica provienen del orgullo ilustrado (¡no hace falta más que hojear la Enciclopedia de Diderot, llena de láminas que diseccionan maquinarias y herramientas!). ¡Y seréis como dioses! El olvido de la piedad y la tradición, la suposición de que todo puede argumentarse y ponerse en cuestión inició la pendiente que llevó a convertir en engranajes a los humanos y en material desechable a quienes no razonaban de acuerdo con la norma establecida por el Estado, ese “monstruo frío” al decir de Nietzsche.
Pero la Ilustración no fue solamente una apología del racionalismo sin cortapisas religiosas o consuetudinarias. Después de todo, la razón ha sido utilizada por todas las culturas humanas en todas las épocas, y las concesiones a la superstición ni antes ni ahora fueron suprimidas. La razón ilustrada estaba al servicio de ideales valorativos, destacadamente la semejanza esencial de todos los seres humanos y su autonomía para planear la vida en común. Como señala Anthony Pagden, “se suele ver en ella el origen intelectual de esa convicción que aún emerge tímidamente entre nosotros de que todos los seres humanos comparten los mismos derechos básicos, de que las mujeres piensan y sienten igual que los hombres o de que los africanos lo hacen igual que los asiáticos”. Las leyes, en la concepción ilustrada, no son herencia indiscutible de la divinidad o los ancestros, sino acuerdos establecidos entre seres más pensantes que meramente creyentes para asegurar el bienestar de la mayoría en este mundo, no para ganar a fuerza de sacrificios y renuncias un lugar bienaventurado en el otro. Por supuesto, ninguno de los grandes autores ilustrados creyó en el dogma irracional de la “omnipotencia de la razón”, ni desdeñó como cosa superflua los sentimientos de benevolencia y compasión: sus mentores jurídicos, como el admirable Cesare Beccaria y otros, se opusieron a la tortura, a la pena de muerte y a convertir los pecados en delitos, por lo que no es difícil suponer lo que hubieran pensado de Hitler, Stalin, Pol Pot o el Estado Islámico.
No cabe duda de que los objetivos ilustrados aún no se han alcanzado del todo, ni de que a veces ideas regeneradoras tuvieron contrapartidas imprevistas y dañinas
No cabe duda de que los objetivos ilustrados aún no se han alcanzado del todo, ni de que a veces ideas regeneradoras tuvieron contrapartidas imprevistas y dañinas. Esa es la agonía actual en que se debate la Ilustración, entendiendo “agonía” en el sentido unamuniano del término, no como los estertores que llevan inexorablemente a la muerte, sino como la lucha por no dejarse abrumar por el pesimismo trascendentalista y no sacrificar la visión universalista a indescifrables y postizos particularismos tribales. Anthony Pagden realiza en su libro un repaso suficiente de lo que la corriente mayoritaria de la revolución ilustrada propuso, de lo que en parte logró y de cuáles fueron algunas de sus patentes deficiencias. También de lo que le objetaron sus principales adversarios en una reacción contra ella que no pretendió en muchos casos mejorarla, sino abandonarla o contrarrestarla. Quizá el mejor resumen de la Ilustración, irónico y desfanatizado como le corresponde, lo hizo Voltaire: “Cuando la naturaleza creó nuestra especie, la dotó de ciertos instintos: el amor propio para nuestra conservación, la benevolencia para la conservación de los otros, el amor que es común a todas las especies y el inexplicable don de combinar más ideas que los restantes animales. Después de asignarnos nuestra cuota, dijo: ‘Ahora, haced lo que podáis”.
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