martes, 6 de marzo de 2012

Jose María Carrascal: La decadencia de europa

Decadencia ¿de Occidente o de Europa?
POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL
DESDE mi juventud, ya tan lejana, vengo oyendo de la «decadencia de Occidente», como un eco del libro que con ese título publicó Oswald Spengler en 1918. Sin embargo, aún no ha mucho, Europa era un paraíso de paz, bienestar y desarrollo admirado por todos y buscado con ansias por los desheredados del Tercer Mundo, que se jugaban la vida por alcanzarlo. Hoy, en cambio, se pone en duda no solo su solidez económica, sino también su viabilidad como proyecto común, aunque ya no es Zeus el que rapta a Europa, sino los nuevos gigantes asiáticos, China especialmente. Y con ella, a todo Occidente. ¿Es fundado ese temor? ¿O estamos, una vez más, siendo víctimas de nuestro exagerado sentido de autocrítica?
Pienso que todo se debe a una confusión muy simple, pero, por eso mismo, fácil en que caer: la de tomar Europa por Occidente, cuando no son exactamente lo mismo. Occidente nace y se desarrolla en Europa, pero es bastante más que una designación geográfica. Occidente es, ante todo y sobre todo, una cultura, una forma de vida, una manera de ver el mundo, basada en dos principios creados por los griegos pocos siglos antes de Cristo: «El hombre es la medida de todas las cosas» (Protágoras) y «Sólo sé que no se nada» (Sócrates). Sobre esa certeza y esa incertidumbre se asienta la cultura occidental, cultura trashumante, tan firme como flexible, lo que le permite renovarse en cada etapa histórica y reencarnarse en los pueblos y latitudes más diversos, a diferencia del resto de las culturas, cerradas todas ellas, al basarse en el dogmatismo, la autocomplacencia y la convicción de ser perfectas, algo que les impide evolucionar. Inspirado por Isócrates, Ortega lo resume en una de sus frases marmóreas: «Griegos son, no los que vienen de una familia, sino los que participan de la cultura helena». Es como la cultura occidental sobrevive a Hellas, pasa a Roma, de allí al resto de Europa, y de Europa a Estados Unidos, su mejor representante y defensor en el último siglo. Parece, sin embargo, que los Estados Unidos dan síntomas de fatiga. El esfuerzo de expandir los principios occidentales al resto del planeta ha dejado vacías sus arcas y exhaustas sus fuerzas, lo que podría significar que la «decadencia de Occidente» va esta vez de veras, pues no se ve a nadie que pueda tomar el relevo. Yo me libraría, sin embargo, de dar por agotado el ciclo norteamericano de la cultura occidental. Tiene aquel país todavía suficientes recursos materiales, humanos e intelectuales para dar por concluida su hégira, e incluso veo síntomas de resurgimiento, pero ese es un tema que dejo para otra ocasión, al no poder despacharse en pocas líneas.
De lo que aquí tratamos es de saber si Europa ha cerrado su ciclo, si se halla en decadencia. Y la respuesta, clara, inequívoca, innegable es que sí, que tras unas décadas de paz, armonía, progreso y libertad, como un canto de cisne, Europa ha entrado en una fase de inestabilidad, contradicciones, enfrentamientos que ponen en peligro todos los avances conseguidos. Incluso su proyecto más ambicioso, la Unión Europea, está en cuarentena, no sabiéndose si se mantendrá o quedará en un logro menor, en una Europa más pequeña, pero más sólida, en torno a Alemania, y los países del sur, abandonados a su suerte.
¿A qué se debe? Hay dos causas: una genérica, histórica; otra específica, actual. La genérica es la que trajo la decadencia griega: los griegos no fueron capaces de superar las fronteras de las polis, para actuar como conjunto nacional. Las ciudades griegas acababan en sus murallas y solo en caso de emergencia, como la amenaza persa, unían fuerzas, para separarse una vez pasado el peligro. Tampoco los europeos actuales somos capaces de superar los límites de la nación. En ese sentido, la «Unión Europea» es una paradoja, ya que, siendo la nación lo contrario de la unión, Europa está formada por naciones. Hemos avanzado mucho en este camino, pues hasta ayer, como quien dice, la norma en Europa era «lo que es malo para el vecino es bueno para mí», con los ingleses fomentando las rivalidades continentales en su provecho. Eso se ha superado, al darse cuenta todos de que lo que es malo para el vecino puede ser también malo para uno mismo (el ejemplo más claro es el de Francia con ETA), pero el carácter nacional continúa siendo uno de los rasgos más acusados de los europeos, lo que no facilita la creación de unos «Estados Unidos de Europa», que sería lo ideal.
Por si ello fuera poco, surgen las «naciones frustradas», las regiones europeas que no han logrado ser Estado —como el País Vasco, Cataluña, Bretaña, Valonia o Escocia—, pero que no renuncian a llegar a serlo. De lograrlo, precipitarían una reacción en cadena que acabaría con el presente proyecto europeo. «La Europa de 15 miembros —escribe Steven Erlengar en el «New York Times»— era todavía coherente y manejable. La de 28 miembros empieza a ser ingobernable». Imaginen lo que sería una Europa con todas las regiones que buscan protagonismo estatal. Una jaula de grillos.
La causa específica de la decadencia europea es un error de planeamiento: los padres de la Comunidad crearon una moneda común, el euro, sin haber creado las instituciones ni los mecanismos que necesita toda moneda para ser efectiva: un sistema fiscal común, un control recaudatorio fiable y una autoridad reguladora para imponerlo. Se está intentando crearlo a posteriori, pero los daños están ya hechos y la crisis ha puesto a naciones y gobiernos prácticamente entre la espada y la pared. No es el mejor momento para hacer cambios drásticos o tomar medidas draconianas, como las que se necesitan para corregirlo.
A ello se añade que tras dos largas guerras fratricidas en un siglo —como fueron las dos mundiales— una Europa destruida, exhausta y arruinada hizo suyo el lema de Austria tras la primera de ellas: «Hagan otros la guerra, tú, feliz Austria, cásate. / Los reinos que a otros da Marte, a ti te los dará Venus». Es decir, a gozar de la vida, montada en un Estado del bienestar, con generosos programas sociales, pensiones muy superiores a las de cualquier otro país del mundo (Estados Unidos incluido) y jubilaciones a partir de los 50 años. Mientras demográficamente envejecía, lo que obligaba a importar trabajadores, el porcentaje de las exportaciones decrecía —con alguna excepción, como la alemana, que no lograba compensar el conjunto—, no conseguía mantener el ritmo tecnológico de Estados Unidos y perdía posiciones frente a una serie de países emergentes, que inundaban su mercado de productos más baratos.
Sumen todo ello y tendrán la fórmula de una decadencia inevitable. Por si fuera poco, la Comunidad Europea se ve hoy atacada por una derecha que la considera derrochadora y por una izquierda que la acusa de explotadora. Con una masa en medio que no sabe bien qué ocurre ni cómo salir del atolladero en que se encuentra, ya que si las fórmulas de la derecha suponen un ajuste que amenaza el tejido social, las de la izquierda estaban ya destruyéndolo.
¿Ha llegado la decadencia definitiva de Europa, condenada a convertirse en la Atenas de hoy, un lugar que «fue» pero ya no cuenta en la escena mundial? ¿Resistirá Estados Unidos como bastión de Occidente la ofensiva de los gigantes asiáticos? ¿O serán estos, los asiáticos, los próximos «occidentales», que vendrán, como turistas, a ver y fotografiar nuestros monumentos, como hoy nosotros visitamos el Partenón o el Coliseo romano?
Permítanme contestarlo según el segundo principio de la cultura occidental: «Sólo sé que no sé nada».
JOSÉ MARÍA CARRASCAL

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