viernes, 8 de enero de 2016
En “La desprestigiada herencia de Cervantes”, Milan Kundera recogió la famosa tesis de Husserl sobre la crisis de la humanidad europea. Esta crisis se habría iniciado entre los siglos XVI y XVII,
En “La desprestigiada herencia de Cervantes”, Milan Kundera recogió la famosa
tesis de Husserl sobre la crisis de la humanidad europea. Esta crisis se habría iniciado
entre los siglos XVI y XVII, cuando el progreso científico-técnico provocó que la
filosofía abandonase como objeto de estudio “el mundo concreto de la vida humana”.
Sin embargo, Kundera señalaba también que esa crisis había coincidido con el
nacimiento de la novela moderna de la mano de Rabelais y Cervantes. Este nuevo
género de ficción habría asumido la tarea de reflexionar holísticamente sobre el ser
humano y su vida. Desde entonces, todas las grandes novelas (El Quijote, La Comedia
humana, Madame Bovary, En busca del tiempo perdido, Ulises, etc.) habrían abordado
la exploración de un “territorio humano” hasta ese momento desconocido.
En paralelo a ese proceso histórico señalado por Kundera, podemos observar que la
novela ha ido desplazando del centro del canon a los demás géneros. Se trata de un
fenómeno sin precedentes, porque ni la novela antigua ni la medieval ocupaban ese
lugar privilegiado. De hecho, se consideraban géneros menores, lectura más para el
delectare que el prodesse1. Pero la novela, en los últimos cuatro siglos, ha sabido
incorporar los elementos que garantizaban su canonización. ¿Cuáles son estos
elementos según Bloom?
Uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética, que se compone primordialmente de
la siguiente amalgama: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo,
sabiduría y exuberancia en la dicción (Bloom, 2001: 39).
Supongo que alguien lo habrá señalado ya, aunque yo no lo he leído. Esos cinco
componentes de Bloom se inspiran llamativamente en los factores de sublimidad
enunciados por el autor anónimo del tratado Sobre lo sublime diecinueve siglos antes:
Son, pues, cinco las fuentes, como uno las podría llamar, más productivas de la
grandeza de estilo. […]. La primera y más importante es el talento para concebir grandes
1 A pesar de novelas como el Tristán e Isolda de Gottfried de Estrasburgo, o la imagen que podemos hacernos
del Satiricón de Petronio. Cf. García Gual (2008).
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pensamientos […]. La segunda es la pasión vehemente y entusiasta. Pero estos dos
elementos de lo sublime son, en la mayoría de los casos, disposiciones innatas; las
restantes, por el contrario, son productos de un arte: cierta clase de formación de figuras
[…] y, junto a éstas, la noble expresión, a la que pertenecen la elección de palabras y la
dicción metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza de estilo y que encierra todas
las anteriores, es la composición digna y elevada (De sublime 8.1).
La novela actual parece querer alejarse a marcha forzada de la trayectoria histórica
que inauguró El Quijote de dos maneras:
a) renunciando a la exigencia moral de un conocimiento novedoso sobre el ser
humano, y
b) desechando los rasgos distintivos de la literatura canónica.
La decadencia del arte de la prosa, la banalidad, la pobreza metafórica, los caminos
narrativos trillados… son los pecados capitales de la novela, y no solo de la novela de
consumo masivo.
1. DESCOMPOSICIÓN
En la historia de la literatura, nunca han faltado novelistas que perpetraran –como
diría Borges– un estilo descompuesto, pero hoy su abundancia resulta abrumadora entre
los autores de best-sellers, pero también entre quienes reciben elogiosas críticas y
prestigiosos premios.
Aunque se tenía conciencia desde tiempos de Tucídides2, fue Dionisio de
Halicarnaso el primero que sistematizó los conocimientos antiguos sobre la
composición literaria, un teoría del arte de la prosa que comprende la melodía, la
eufonía y el ritmo.
Hoy casi nadie conoce esa teoría. Muchos novelistas profesionales ni siquiera
parecen comprender la naturaleza de la prosa, que se compone siempre de miembros
(cola), y que se organiza alternando el estilo simple y el estilo periódico3. La
2 Tucídides dice de su obra: “Se trata de un logro para siempre más que de una obra de concurso para una
audición de un momento” (Historia de la guerra del Peloponeso I, 22).
3 “Pero la prosa tiene toda la libertad y licencia para diversificar con variaciones la composición como quiera.
El mejor estilo de todos es el que tenga el mayor número de pausas y variaciones de composición. Cuando se diga
una cosa en estilo periódico, otra, sin período; cuando un período se componga de más cola, otro, de menos; cuando
un colon sea más corto, otro, más largo; cuando uno sea más rápido, otro, más lento; y los ritmos sean cada vez
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consecuencia de esta ignorancia o de este descuido, es una prosa mal compuesta, es
decir, una prosa que suena mal. Sin embargo, no ha pasado tanto tiempo desde que
Amado Alonso (1986) analizó la prosa de Valle-Inclán con su particular teoría del
período. Al margen de la pátina del tiempo y de los gustos personales, nadie podría
recriminar a Valle-Inclán una prosa descompuesta. Tampoco a Borges, ni a García
Márquez:
La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por
lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier
en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido
la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores –si bien éstos son pocos y
calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto
con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el
mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria…
Decididamente, una breve rectificación es inevitable (Borges, “Pierre Menard, autor del
Quijote”, Ficciones, p. 108)
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo
era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río
de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de
nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo (García Márquez, Cien años
de soledad, p. 9).
Borges se permite además un patente tono autoirónico sobre su estilo. Pero no toda
la prosa suena así. El defecto menos disimulable contra la composición es quizá la
asonancia, que se produce cuando dos o más miembros consecutivos acaban con las
mismas vocales tras el último acento. En algunas ocasiones, la asonancia puede ser un
recurso voluntario con una función específica (por ejemplo, establecer vínculos
metafóricos entre las palabras que asuenan, como a veces ocurre en la prosa de García
Márquez), pero la mayoría de las veces es un defecto que revela que el autor no tiene
conciencia de los límites entre los miembros del período.
distintos y haya toda clase de figuras, los tonos de voz (los llamados acentos) sean diferentes y oculten el hartazgo
con la diversificación” (Dionisio de Halicarnaso, Sobre la composición literaria 19.9-11).
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¿Te das cuenta, Gal, del día que elegiste para morir? Conociéndote, dudo mucho que
sea casualidad. Es el tipo de bromas que te gustaba gastar, convencido como estabas de que
nadie se iba a dar cuenta, pero a mí no me la juegas. […]. Tú, que tanto hablabas de la
muerte, que tanto escribías sobre ella, por fin estás también del otro lado. Nunca había
perdido a nadie tan cercano. Para mí es algo nuevo y no lo acabo de entender. Solías decir
que los muertos no se van del todo, que de alguna manera siguen estando entre nosotros.
Para mí la única verdad es que no estás. Te has ido para siempre, Gal, lo demás no cuenta.
Ya lo sé. Te conozco demasiado bien, no hace falta que me digas nada.
Las novelas actuales están plagadas de asonancias sin complejos, pero creo que el
párrafo anterior habrá logrado remover a Flaubert en su tumba. Flaubert, cazador de
asonancias en el boulevard del vocerío.
2. BANALIDAD
En la última novela que escribió Saul Bellow (Ravelstein, 2000), el protagonista,
Ravelstein, brillante y excéntrico profesor de Filosofía Política en una universidad del
Midwest, se hacía millonario con las superventas de un libro en el que paradójicamente
expresaba sus verdaderas opiniones y pensamientos. Los genios tutelares del
protagonista son Tucídides, Platón, Maquiavelo, etc. Los genios tutelares de Bellow en
esa novela son esos mismos autores, y El Banquete y La guerra del Peloponeso su
horizonte referencial.
–Hay una clase de mujeres que se sienten atraídas de forma natural por los viejos –
decía.
Como ya he dicho, tenía debilidad por las conductas anómalas. De manera especial
cuando estaban motivadas por amor. Tenía en mucho al deseo. Buscar el amor, enamorarse,
era añorar la mitad perdida, como había dicho Aristófanes. Solo que no lo había dicho
Aristófanes, sino Platón en una charla atribuida a Aristófanes (Bellow, Ravelstein, p. 35).
La apreciación que hacía Ravelstein de la gente que trataba a diario tenía este
antecedente de amor inmenso o rabia incontenible. Él me recordaría que la ‘cólera’ estaba
en la primera línea de la Ilíada: menin Achileos. Aquí es donde ve uno las principales vigas
que sustentan la profunda sinceridad de las creencias de Ravelstein. Los héroes más
grandes de todos, los filósofos, habían sido y serían siempre ateos. Después de los filósofos,
en la procesión de Ravelstein, venía los poetas y estadistas. Tremendos historiadores como
Tucídides. […]. Ravelstein valoraba la Antigüedad clásica. Prefería Atenas, pero tenía un
gran respeto por Jerusalén (Bellow, Ravelstein, p. 65)
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El Pseudo-Longino aconseja al joven escritor primero que imite a los grandes
autores, después que se imagine cómo leerían su obra esos mismos autores (es decir, en
nuestra jerigonza crítica, que utilice a esos autores como lectores implícitos):
También es bueno que nosotros, cuando estemos trabajando en un pasaje que exija
sublimidad en la expresión y grandeza en los pensamientos, nos representemos en nuestras
almas, si fuera necesario, cómo hubiera dicho eso mismo Homero, cómo lo hubieran hecho
sublime Platón o Demóstenes o en su historia Tucídides. […]. Y, aún más, si damos a
nuestra imaginación esta sugerencia: ¿Cómo habrían escuchado este pasaje mío Homero y
Demóstenes si hubieran estado presente? ¿Cuál habría sido su actitud ante él? supone un
gran esfuerzo, en realidad, imaginar tal tribunal y una audiencia tal de nuestras propias
palabras, y el pensar que tenemos que rendir cuentas ante tales héroes como jueces y
testigos de nuestros escritos (De sublime 14).
Durante siglos, los escritores occidentales han seguido el consejo del PseudoLongino,
al parecer incluso hasta Bellow al principio del tercer milenio. Quizá por eso
sus obras son profundas y difíciles4. Pero el auge de la ‘cultura popular’ en el siglo XX
ha terminado por desplazar la cultura, la verdadera y única cultura, arrinconándola
como ‘alta cultura’. Desde hace décadas, en la sección de cultura de todos los
periódicos, se mezclan la moda y el diseño, la música pop y la gastronomía, el cine
comercial y los bestsellers, creo que incluso la tauromaquia aparece en esta sección,
aunque quizá aparezca en Deportes, no lo sé.
La banalidad no es una tentación que sufran autores, agentes, editores y críticos. Es
un pecado capital que han cometido muchas veces. Quedan hoy muy pocos lectores
como Tucídides y Platón, poquísimos, y, por lo tanto, publicar para ellos resultaría muy
poco lucrativo.
3. AGELASTÍA
En sus ensayos críticos, M. Kundera utiliza una y otra vez el término agélastos
(sic), que designa en griego al que no sabe reír. Para Kundera, la agelastía (sic) es un
concepto estético fundamental que remite a Rabelais y a sus seguidores (por ejemplo, L.
Sterne en Tristram Shandy). Los agélastoi hubieran quemado los escritos de Rabelais y
4 “Los poemas más poderosos son demasiado difíciles cognitiva e imaginativamente para ser leídos a fondo por
más de unos pocos” (Bloom, 2001: xxx).
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lo hubieran quemado a él mismo, más por desacuerdo estético que por fidelidad a un
dogma:
El desacuerdo visceral con lo no serio; la indignación contra el escándalo de una risa
desplazada. Y es que, si lo agélastoi tienden a ver un sacrilegio en cada broma, es porque,
en efecto, cada broma es un sacrilegio. Hay una incompatibilidad infranqueable entre lo
cómico y lo sagrado (Kundera, 2003).
El vínculo entre risa y novela quedó fijado para siempre en la definición del género
que propuso Fielding: un texto en prosa cómico-épico (Fielding, 2001). Sin embargo,
no debemos suponer que la ironía y el humor novelescos nacieron con la Modernidad.
También en la novela Antigua, la sonrisa, la risa y la carcajada desempeñaban un papel
preferente: en el Satiricón y en El asno de oro, incluso en la sentimental novela griega
de aventuras. ¿Quién no ha sonreído leyendo la frustrada iniciación sexual de Dafnis y
Cloe (3.13), que acaba con Dafnis llorando a lágrima viva porque es incapaz de imitar a
los machos cabríos de su rebaño?
Petronio, Longo y Cervantes deberían ser objeto de imitación. Provocar la risa en el
lector es una meta difícil. La ineptitud para alcanzarla se disfraza frecuentemente de
seriedad ideológica o sentimental, pero ese tipo de sermones arruina el relato. Por favor,
novelistas, hacednos reír, o al menos, arrancadnos una sonrisa.
4. ATROPÍA
Aceptemos ahora el neologismo “atropía” para designar la carencia de tropos. Los
tropos (metáfora, metonimia, pero también hipálage, etc.) constituyen el lenguaje
metafórico, que es, de hecho, una poderosa herramienta cognitiva y la piedra angular de
toda la literatura, incluida la novela moderna. No hay, ni ha habido, ni habrá buena
literatura sin metáforas nuevas, felices, estremecedoras.
Cuando el novelista incurre en la atropía comete un pecado mortal. Despreciar la
metáfora por pura ideología literaria, rechazarla como si fuera solo un mero ornato
lírico, empobrece cognitivamente el relato hasta la miseria. Pero también puede ocurrir
que la atropía sea una enfermedad que el novelista padece involuntariamente: su talento
es incapaz de crear una metáfora original que funcione.
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Si la atropía pudiera curarse (es decir, si pudiera enseñarse a crear metáforas5), la
medicina se encontraría en las obras de autores como Ismail Kadaré o García Márquez.
Veamos el inicio de Abril quebrado de Kadaré:
Cada vez que sentía frío en los pies sacudía ligeramente las rodillas y entonces, bajos
su plantas, oía crujir quejumbrosamente los guijarros. En verdad, el lamento venía de su
interior. Nunca en su vida había permanecido tanto tiempo inmóvil, al acecho tras un talud
al borde del camino grande. La tarde agonizaba. Asustado, aterrado casi, se echó el fusil a
la cara para alinear el punto de mira. En breve oscurecería y no podría afinar la puntería
(Kadaré, Abril quebrado, p. 13).
La traducción es fiel en las primeras frases, acertada con las metáforas, inspirada
con los recursos onomatopéyicos (“crujir quejumbrosamente los guijarros”), pero
desgraciadamente termina por caer en las asonancias. La única disculpa es que es un
traductor el lo que lo ha hecho, no un autor profesional. Otro ejemplo de Abril
quebrado, en la oscuridad del insomnio el joven protagonista recuerda la mirada de
Diana:
En sus noches (que los intervalos de sueño trataban caóticamente de llenar, como
tratan de llenar un oscuro cielo de otoño las estrellas escasas), aquella mirada era lo único
que no se enturbiaba en el duermevela. Permanecía ante él, como un brillante extraviado, en
cuya creación se hubiera consumido toda la luz del universo (Kadaré, Abril quebrado, p.
157).
Las metáforas de García Márquez también nos deslumbran, sobre todo porque se
organizan en sistemas coherentes dentro de cada episodio. Por ejemplo, el sistema
metafórico seísmo-volcán-dragón en el episodio de la masacre de Cien años de soledad,
que he desarrollado en otra publicación que está en prensa.
5. CONCLUSIÓN PROVISIONAL
La limitación de tiempo no me permite desarrollar los pecados que faltan, pero
todos aparecerán en edición de las Actas. Ahora a modo de conclusión, me propongo
ejemplificar las virtudes contrarias a esos pecados capitales con la más reciente novela
de Julian Barnes, Niveles de vida.
5 Aristóteles niega sin paliativos la posibilidad de enseñar a hacer metáforas; sin embargo, pero el Pseudo-
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En una crítica precisa y profunda, Darío Villanueva la calificaba como “una
pequeña –solo por su extensión– obra maestra”, “un texto de insólita profundidad para
los tiempos que corren”. También decía: “la hondura del sentimiento, y de la reflexión
sobre él, hacen de esta breve narración un texto trascendente”. La novela trata del duelo
del narrador por la pérdida de la esposa.
Julian Barnes es un escritor británico devoto de Flaubert, y su estilo se caracteriza
por unas metáforas incontestables. No debe extrañarnos, pues, esta combinación de
profundidad de pensamiento y fuerza metafórica. Tampoco debe extrañarnos que ese
conmovedor tratamiento del duelo señalado por Darío Villanueva sea compatible con la
sonrisa, incluso con la risa entre lágrimas.
Nació [Nadar, uno de los pioneros de los vuelos en globo] en 1820 y murió en 1910.
Era un hombre alto y desgarbado, con una melena pelirroja y de natural apasionado e
inquieto. Baudelaire dijo de él que era «una asombrosa expresión de vitalidad»; sus
arranques de energía y su pelo llameante parecían capaces de elevar el globo por sí solos.
Nadie lo acusó nunca de ser sensato (p. 25).
Me propusieron otras distracciones, me dieron otros consejos. Algunos reaccionaron
como si la muerte del ser querido fuese únicamente una forma extrema de divorcio. Me
aconsejaron que me comprase un perro. Yo respondí sarcásticamente que no me parecía un
buen sustituto de una esposa (p. 94).
Miro mi llavero (que era el de ella): sólo tiene dos llaves, una para la puerta de casa y
otra para la entrada trasera del cementerio. Esto es mi vida, pienso. Advierto continuidades
extrañas: yo solía frotarle aceite en la espalda porque su piel se secaba fácilmente; ahora
froto con aceite el roble reseco del letrero que indica dónde está su tumba (p. 104).
Hacia el final del Año Cuatro [del duelo], una noche volvía en taxi a casa, poco
después de las once. Siempre la añoro en ocasiones así: ya no había un amigable recuento
del día, no había una somnolienta presencia silenciosa, ni su mano en la mía. Cuando ya
estábamos cerca de mi casa, el taxista empezó a hablar. Un diálogo agradable y trivial hasta
la pregunta jocosa: «¿Qué? Su mujer, ya dormida, ¿no?» Tras un silencio atragantado, le
respondí lo único que se me ocurrió: «Eso espero» (p. 128).
Creo que estos ejemplos bastan para mostrar qué es en la literatura el poder
cognitivo, el dominio del lenguaje metafórico, el humor y la ironía, el estilo singular, y
todo eso que deberían aprender los pecadores de la novela de hoy. Muchas gracias.
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