El barman de Nabokov
¿Salía siempre que podía a cazar mariposas, con su pantalón cortito...¿ | El Nabokov del barman madrileño no encaja en la imagen de hombre difícil
"¿Por qué vive en un hotel?" fue una de las preguntas más recurrentes que le hicieron a Vladimir Nabokov a lo largo de dieciséis años. Con el testimonio del español Antonio Triguero, el barman que le servía Tío Pepe y a quien le mostraba sus mariposas, reconstruimos algunas escenas de los años suizos del autor de 'Lolita' en el hotel Montreux Palace, a orillas del lago Léman
BIBLIOGRAFÍA
- Vladimir Nabokov
El original de Laura / L’original de Laura
Publicado en castellano,como el grueso restante de su producción, por editorial Anagrama (traducción de Jesús Zulaika).
En catalán ha sido publicado por Edicions 62 (traducción de Marta Pera Cucurell)
Editorial Galaxia Gutenberg tiene en curso de traducción las Obras Completas de Nabokov, de las que han aparecido ya dos volúmenes:
Novelas (1941-1957) / Obras completas. Vol.III
Novelas (1962-1974) / Obras completas. Vol. IV
La habitación 706 está por hacer. El huésped que acaba de liquidar su cuenta apenas ha dejado huellas. Como si de un hotel-museo se tratara. Como si allí siguiera durmiendo Nabokov. Las sábanas abiertas tan sólo por el lado derecho; la almohada ligeramente aplastada, el balcón entreabierto y las cortinas bamboleando con la brisa a orillas del lago Léman. Piso de puntillas, con un pellizco mitómano que por un instante invita a creer en los fantasmas. Me asomo al balcón. ¿Qué veía Vladimir Nabokov –V.N. como a menudo se refería a él su mujer– durante los dieciséis años que vivió en aquella estancia, comunicada con otros dos cuartos de la misma planta donde su sirvienta española, Pepita, freía unos huevos y Vera tecleaba manuscritos? Los reflejos de la luz entre el lago y la montaña emblanquecen los cristales de la habitación, que adquiere un aire de reliquia. Sabes que allí se despertaba uno de los grandes escritores de la historia, entre las seis y la siete de la mañana, invariablemente. Que empezaba a escribir de pie frente a un atril, aún sin afeitar, mucho antes de leer los periódicos, bendecido por ocho horas de sueño con gorro y camisón. Que a las nueve desayunaba, revisaba el correo y paseaba con su esposa, Vera, por la orilla del lago, donde a menudo se sentaban y con un lápiz bien afilado corregían alguna cuartilla.
En los muelles floridos de Montreux, bordeando la piscina de plata, los viandantes transitan revestidos del aplomo que garantiza el paisaje. Como Robert Robinson, el periodista de la BBC que realizó la última entrevista al escritor que describió así la ciudad suiza: “Da la sensación de pasear por una foto antigua”. A primera vista, la vida en la región de Montreux-Vevey parece indolora. Pero más allá de la calma, allí reina un interlineado. La vida neutra, jubilada. Las clínicas para ancianos ricos y los tratamientos de belleza dispuestos a romper el maleficio del paso del tiempo con plasma y caviar. Los colegios para señoritas. Las escuelas de maîtres. Los chalets de tejado de pizarra con fantasías de quesos y chimeneas. El lugar del mundo donde se muere mejor.
La tumba del célebre autor ruso, cuyas cenizas reposan junto a las de su mujer y las de su hijo Dmitri, es la más frecuentada en el cementerio de Clarens. Pero uno de esos visitantes acude cada domingo, sin excepción, con un ramo de flores. Se llama Antonio Triguero, madrileño, jubilado, que en 1968 entró en el Hotel Montreux Palace como asistente de barman en el bar Le Mandarin y pronto llegó a convertirse en el jefe de las barras. Camisa rosa, chaqueta de cuadros príncipe de gales, cadena de oro, orgulloso de llevar la insignia de la Asociación Internacional de Barmans. Hay más. Las eses sibilantes, las erres crepitantes, la voz dulce, hijo de linotipista republicano: “ABC buscaba tipógrafos y me llamaron. Me preguntaron si era de misa diaria y si pertenecía a Acción Católica. Este tiene la cabeza dura, dijeron. No me dieron el puesto. Y decidí emigrar”.
Triguero es ya más suizo que español. Un hombre al que le sonríe la mirada, habitado por los recuerdos y las anécdotas de aquéllos personajes notorios que pasaron por el hotel, desde Peter Ustinov (las carreras de sus hijos por la suite molestaban a V.N. hasta el punto de tener que trasladarse de planta) hasta James Mason, Horst Tappe –que fotografió al escritor en su vida cotidiana y sus salidas para cazar mariposas–, Sophia Loren con sus hijos, o más recientemente Pelé. Pero por encima de todos, estaban los Nabokov. “Eran los más señores y los más sencillos. Todo lo hacían con tranquilidad, con parsimonia”.
Un español en la perfecta SuizaLa vez que conocí a Antonio fue hace casi cinco años, en el vestíbulo del hotel, bajo las molduras doradas y las arañas de cristal. La directora de comunicación, al interesarme en hablar con el personal de servicio que conoció al escritor, me facilitó su teléfono. Triguero, nada más saludarme me dijo: “Lo he pensado todo y luego le daré datos concretos”. Y así fue.
En aquella época, aún era costumbre que los hoteles tuvieran algunos residentes fijos; en general, excepto algún matrimonio, se trataba de mujeres solas, princesas rusas, ancianas aristócratas que rodeadas de aquella grandeur que les evocaba los techos de palacio combatían mejor la soledad, e incluso podían pedir que se les llenara la bañera. Posos de decadencia habitaban aún los aposentos del Cygne como últimos testigos de un viejo mundo en el que la aristocracia recreaba un esplendor irreal. En aquel tiempo, los días transcurrían suaves en la perfecta Suiza para un joven español criado entre los terrores y la miseria de la posguerra. Antonio fue adquiriendo cada vez más protagonismo entre el personal fijo del hotel, destacando por su don de gentes, hasta convertirse en un hábil relaciones públicas detrás de la barra de madera noble de La Rose, donde se coronó gracias a su Antonio Special’s: brandy, menta y Cinzano, con un toque de lemonsoda, dos cerezas rojas y un trocito de melón.
Desde su llegada al hotel, pasaron seis meses hasta que empezó a entablar conversación con Nabokov. “A partir del éxito y la polémica de Lolita en el cine, cada vez era más famoso, era una locura, y con el revuelo de periodistas empezamos a saber quién era, que se trataba de un gran escritor”. A mediodía le solía servir un Tío Pepe, o un Campari con unas almendras. “Sinceramente, le servía bebidas sencillas, no demasiado alcohólicas. Todo el mundo me ha dicho siempre que, siendo rusos, debían beber como cosacos. Y no era así. Antes de comer, un jerez, y después, un ristretto. Nunca pedían vodka o cognac. Siempre fueron muy discretos”. Y el barman español continúa su relato: “Acostumbraba a recibir a los periodistas en el salón de baile. Yo le llamaba a la habitación: señor Nabokov, le esperan ya. Y ve, siempre se sentaba aquí –una mesa redonda, baja, unos sillones orejeros capitonés–, este era su rincón, al lado del piano que ahora han movido de lugar”.
Versiones distantes“Era modesto, sencillo, campechano, y siempre nos daba cumplimentos (sic), por eso el personal del hotel lo teníamos por alguien muy cortés”. Una versión que resulta difícil de encajar con su imagen de hombre frío, distante y difícil que tan sólo concedía entrevistas por escrito. En sus años suizos, V.N. había construido una rutina que habitaba con serenidad. Disfrutaba de los placeres de forma moderada y su mayor pasión era cazar mariposas. Cuando, después de mucho insistir, Bernard Pivot consiguió llevarlo a su programa de televisión, Apostrophes, este le confesaría: “A esta hora suelo estar bajo el edredón con tres almohadas bajo mi cabeza (...) y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? ¡Qué deliciosa es la decisión positiva!”. Se consideraba un mal orador y temía que las palabras resbalaran por caminos diferentes al de su pensamiento y su estilo. Tan sólo se permitió improvisar cuando Pivot le ofreció un té, que en realidad era whisky. El escritor, bromeando, comentó que el color le parecía un poco fuerte.
Años más tarde, cuando Martin Amis –cuyo padre, Kingsey, tras el gran éxito de Lolita se había preguntado irónicamente en una crítica: “¿pero dónde está el sexo?”– fue a visitar a Vera Nabokov, recuerda que se sorprendió de que a las 11,30 de la mañana esta pidiera un J&B. “El sonriente camarero respondió con humor y se mostró complacido”, escribe Amis, razonando que acaso esa simpatía provenía de la conocida tendencia del matrimonio a dejar generosas propinas. El camarero sonriente era Antonio. Le cuento que en la biografía de V.N. se afirma que esa era la razón por la cual tenían el servicio a sus pies. “Pero si el ochenta por ciento de las veces pagaba la visita”, replica el barman, quien añade que las propinas por parte del autor eran escasas, barriendo de un plumazo la idea que figura en muchas semblanzas biográficas de un V.N. espléndido con el servicio con el fin de ser agasajado. “No nos hubiéramos hecho ricos con él, más bien todo lo contrario. Ni de lejos era la razón por la que tenían a todo el personal del hotel encantado. Eran tan amables y respetuosos”. Amis añade que Vera sólo dio unos prudentes sorbitos al whisky, “creo que simplemente lo pidió para mostrase sociable”. Y no le dejó pagar la cuenta: “No, esta es mi ronda”. Su inseparable compañero había fallecido hacía apenas un par de años.
Resulta entrañable que el temor que leo entre las palabras de Antonio Triguero sea el de que pueda sospechar, con la autoridad que garantiza su experiencia en el oficio, que los Nabokov fueran alcohólicos. “La señora Vera siempre trabajaba. Lo veía cuando les iba a subir hielo”. “¿Hielo? –le pregunto– ¿Para el agua?”. “Beber en privado es otra cosa, ¿verdad?”, responde divertido. En la última entrevista para la BBC, Nabokov exigió como era habitual leer sus respuestas, fiel a su máxima: “Pienso como un genio, escribo como un autor de prestigio y hablo como un idiota”. Robinson cuenta que el escritor, enfermo, pálido y con bastón, le propuso: “Podríamos ir al bar, si quieren ofrecerme un trago”, y añade que pensó “que había querido decir: ‘si quieren que les ofrezca un trago’, ya que el hotel era su casa”. Bebieron vodka (“Crepkaya, si es para el señor Nabokov”, murmuró el camarero), y Nabokov dijo que quería vodka cuando filmaran la entrevista al día siguiente: “Pero como no quiero que el público se lleve la falsa impresión de que soy un alcohólico, hay que ponerlo en una jarra”. Le preguntó a Antonio cuál era la marca de vodka preferida del autor de Ada, o el ardor: “La Crepkaya tiene 50 grados a diferencia del resto de vodka que tienen menos, sólo se sirve en botellas de medio litro. No era habitual que lo pidiera”, insiste.
En el año 1959 Nabokov zarpó del puerto de Nueva York y escribió en su cuaderno: “La Estatua de la Libertad viaja en autostop a Europa”. Después de una apacible travesía en el Liberté, según reconstruye su biógrafo Brian Boyd, viajaron a París y después a Ginebra, coincidiendo con la publicación de Lolita en varios idiomas. El año de su publicación, 1955, Lolita vendió trescientos mil ejemplares, pero en los siguientes años, millones (se calcula que catorce millones de personas, a lo largo las tres décadas siguientes, lo compraron). Pensaban pasar un largo invierno en el sur de Italia, la primavera en algún otro punto del país y el verano en Suiza, pero el hecho de que sobre el libro pesara una prohibición gubernamental en Francia contribuyó a que se dispararan las ventas y la persecución de la prensa comenzara. Gallimard le organizó una recepción espectacular donde no faltaron desaires ni puñales. El escritor ruso, exiliado desde que mataran a su padre en 1922, en Berlín, ya se había convertido en mito literario reclamado en toda Europa. Viajaron a Londres, Roma, Sicilia, Génova, Milán –donde consiguieron que su hijo Dmitri fuera aceptado por el maestro de canto Campogalliani– seguidos por los paparazzi –que entonces tenían objetivos bien diferentes a los de hoy– por toda Europa, V.N. quería terminar la que es probablemente una de sus mejores obras, Pálido fuego. Urgía la necesidad de instalarse para poder organizar su obra, sus traducciones y su legado. En una visita por la región con su hermana, Elena Sikorski y su marido –residentes en Ginebra– descubrieron el charco de luz cambiante del lago Léman y decidieron registrarse en aquel hotel estilo belle époque, con arañas de cristal, murales fin de siècle y grandes espejos. Los Nabokov acabaron instalándose en la planta 6 del Montreux Palace, donde ocuparon seis habitaciones del ala antigua, llamada Hôtel du Cygne.
Entre especies raras de mariposas, pista de tenis, partidas de ajedrez, paseos por el muelle, y, por encima de todo, la influencia del lago, Nabokov pensó que aquel sí era un lugar para quedarse. Alérgico al frenesí urbano, estaba muy interesado en tener un excelente servicio y un buen correo postal en lugar de muebles y alfombras. Ya lo había anticipado en una velada literaria, en los años veinte, cuando aseguró que le gustaría vivir en un hotel grande y cómodo. “Nada de lo que no sea una réplica de los paisajes de mi infancia me habría satisfecho”. No sabía entonces que en la pequeña villa suiza, entre mantequillas y relojes, transcurrirían sus últimos dieciséis años de vida. En la ya citada última entrevista a la BBC, en febrero de 1977, respondió a la eterna pregunta de por qué vivir en un hotel: “He jugado de vez en cuando con la idea de construirme una villa. Me imagino muebles cómodos, eficaces, alarmas contra robo, pero sospecho que no encontraría un servicio adecuado. Los criados de toda la vida necesitan tiempo para hacerse viejos, y me pregunto cuánto me queda a mí ya”. Le quedaban cinco meses de vida.
Antonio aún conserva el recuerdo difícil de los últimos años que Vera, ya sin Vladimir, permaneció en el hotel. Hasta que fue invitada a desalojarlo. Iban a remodelarlo, y le ofrecían habitación de nueva planta. Pero la compañera eterna del escritor, a la que Triguero recuerda más distante que el marido, mujer de pocas palabras, no accedió. Dice que siempre la veía sentada frente a la máquina de escribir. “Es que siempre hablamos del señor Nabokov, pero es para reírse porque la señora Vera trabajaba casi tanto como él. Él salía siempre que podía a cazar mariposas, con su pantalón cortito –luego le enseñaré algunas fotos (Antonio conserva una carpeta con centenares de recortes, fotocopias, autógrafos, y recita de memoria todas las fechas clave en la vida los Nabokov)–, siempre con sus shorts. Cogía el tren hasta la montaña y cuando encontraba alguna buena especie, bajaba radiante. ‘Toni, Toni, mira’, me decía. Y entonces le dábamos un cumplimento (sic), porque se lo merecía. Salía lloviendo, y a veces sonriente llegaba empapado y decía ‘hoy no hay nada’. También jugaba mucho a tenis. El conserje le buscaba partners entre los clientes, le decía, ‘está semana tengo para tres veces’, y él era feliz”.
Triguero recuerda de qué forma tan desdichada Vera abandonó el Montreux Palace. Asegura que fue un trance doloroso. “En el hotel teníamos un problema enorme, a medida que fue creciendo la demanda se empezó a llenar de grupos grandes, y el agua y la electricidad no llegaban a todas las habitaciones. La instalación era de cobre. Tres años después de que Vladimir muriera, Vera recibió una carta de la dirección en la que le notificaban que en doce meses empezaban las obras de reforma y tenía que desalojar sus habitaciones-vivienda. Pero le aseguraban que la trasladarían a ella y a todos sus libros (que ocupaban una habitación entera) a la nueva planta. Vera, de quien V.N decía que era la mujer con mayor sentido del humor de mundo, recibió la noticia con gran pesadumbre: aquello era su casa. Antonio no la vio nunca más. Apenas podía caminar, tenía problemas de oído, pero continuaba siendo la mujer políglota de espeso cabello blanco y perfil elegante que recibía a los estudiosos de la obra de su marido, revisaba traducciones –como la de Pálido fuego al ruso–, escribía introducciones y organizaba homenajes. Moriría en Clarens, en 1991, asistida por su su hijo Dmitri, soltero empedernido, mujeriego y amante de los Ferrari y la ópera, y reputado traductor, que hacia el final de su vida tomó la polémica decisión de publicar El original de Laura, un manuscrito a medias –138 fichas escritas por las dos caras– que en su lecho de muerte V.N. pidió a Vera que quemara, sin que ella fuera capaz. “A menudo Dmitri, con el que tuve mucha relación, me amonestaba por haber hablado de su padre. Sólo podía hacerlo él. Y no lo hacía gratis. Era alguien egoísta, difícil”, señala Antonio, quien también me cuenta la razón por la cual la sirvienta que los Nabokov tuvieron durante años, Josefa Romero –Pepita–, me colgara el teléfono con su acento andaluz y una voz atemorizada en las tres ocasiones que intenté hablar con ella. “Sí, le comenté que usted la llamaría pero ella me dijo que Dmitri le había prohibido hablar.” (Dmitri Nabokov murió en el 2012).
“Soy un hombre viejo, muy reservado en mis hábitos de vida” declaró en una ocasión V.N. Pero curiosamente trascendieron, y de qué manera. El relato de Triguero está tejido por pequeñas anécdotas de ida y vuelta. “No era cotilla, pero sí muy observador. Se daba cuenta de todo, si cambiábamos algo, o cuando las camareras abrillantaban la plata, y las felicitaba”. Del saco de recuerdos emerge una imagen que, de pronto, se llena de fuerza: Vladimir paseando por el salón de los espejos. Y en aquella ocasión el observador fue Antonio: “Verse doble, verse a sí mismo, para él era una satisfacción. Al mirar su reflejo se emocionaba como un niño, ponía caras. Era un espectáculo observar cómo él se miraba a sí mismo, me ponía la piel de gallina”.
La información sobre los hábitos cotidianos de los grandes escritores es casi un género en sí mismo. A qué hora se acuestan, cuánto beben, si el pepino se les indigesta. Tan importante es saber que Nabokov detestaba a Freud como que no supiera conducir ni escribir a máquina. También que su hijo Dmitri, en su última visita al hospital, le preguntara por qué lloraba y él le respondiese que cierta mariposa estaba volando, admitiendo que nunca más la vería. Las vidas de los otros son un entretenimiento y una escuela. Vidas construidas entre el ser y el parecer, en permanente lucha con el caparazón más íntimo. Al saltar las convenciones, se pasa mucho frío. Cualquier obstáculo puede originar una catástrofe moral, pero el modo en que se sortean los conflictos conmueve e identifica.
El relato de la vida de los Nabokov en el Montreux Palace es luminoso y reconfortante en el recuerdo de Antonio. “Exiliado y huérfano, para mí ellos fueron como unos padres”. Nabokov alborozado al contemplar su reflejo en el salón de los espejos, presumido; los The Times del domingo con la hermana y su marido de visita y una bandeja con biscuits, mermeladas y tartalettes. “Hasta las siete o las ocho de la tarde, tranquilamente. Estaban en su casa. Era su casa”. O la imagen de Vera ya anciana, abandonando el lugar donde vivió los últimos diecisiete años de la vida de su compañero devoto. Todos los libros de Nabokov llevan la misma dedicatoria: “A Vera”. “Ellos habían tenido que dejar Rusia, recorrieron el mundo juntos, y esto se notaba, estaban tan unidos… Era todo lo contrario a un donjuán, afectuoso con las mujeres pero nunca seductor. Ella era su vida”.
Tanto usted, lector, como quien escribe esto, y por supuesto el barman de Nabokov, a menudo nos contamos la vida como una novela. Y en el relato escrito con el lápiz de la imaginación muchas ensoñaciones se pierden, aunque otras se conviertan en un párrafo. Como este texto. Cuatro meses después de visitar las habitaciones de Nabokov en el Montreux Palace nació nuestra hija, Vera.
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