Biografía. Al final de este volumen, segunda parte de la biografía de Luis Cernuda (1902-1963), escribe Rivero Taravillo que el poeta no está en la fosa del Panteón Jardín de México DF donde fue enterrado, "ni está tampoco, o no del todo, en esta biografía": confesión de que lo esencial poético se escurre por los avatares de su vida como el agua por los mimbres de una cesta. Lo cual no atenúa el valor de esta biografía, sino que subraya su supeditación a La realidad y el deseo, reunión sucesiva de su poesía completa con la que afortunadamente este libro tiende puentes sistemáticos.
Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963)
Antonio Rivero Taravillo
Tusquets. Barcelona, 2011
Luis
Susceptible y desabrido en el trato, homosexual y enamoradizo, sincero hasta la inconveniencia, su trastorno narcisista tiene similitudes con el de "Jiménez", como llama al abominado Juan Ramón, aunque es más quebradizo y mucho menos olímpico que el de Moguer, contra el que arremetió en críticas literarias que tienen algo de "pataletas de niño" (Ramón Gaya). Delicado en ocasiones, en otras convierte su inseguridad en malquerencia. A su protector Pedro Salinas más de una vez le mordió la mano que le tendía, y con el bueno de Aleixandre se enojó porque creyó ver complacencia cuando este le comunicó por carta la muerte de su hermana Ana. A Emilio Prados lo llama "ladilla", a Dámaso Alonso "sapo", y a Altolaguirre le dedica un poema con un pescozón escondido bajo el elogio. Algunas descalificaciones son más hilarantes que injustas; así cuando conmina a Charles D. Ley: "No me hable usted de Baroja. Fue el responsable de la guerra civil". Entre sus amigos, que también los tuvo, quizá nadie tan fiel como Concha Méndez, primera esposa de Altolaguirre, que con su hija Paloma Altolaguirre, el marido de esta y sus tres niños, con quienes ejerció como un abuelo amantísimo, lo acogió cariñosamente en la casa familiar, en la que vivió y moriría al cabo. Ello no impidió que estuviera a punto de romper con ellos, porque Concha pensó subirle a su habitación una mesa de trabajo -se le queja Cernuda muy digno- "de caoba, madera que detesto".
Con tantas pejigueras y marañas, no era fácil descubrir al hombre inestable y doliente, siempre a disgusto consigo mismo, que oficiaba sin entusiasmo de profesor. Y, tras él, a uno de los verdaderamente grandes de la lírica española. Rivero Taravillo lo ha conseguido, rastreando su peregrinaje existencial desde Londres, París o Glasgow, donde comenzó el éxodo, hasta su muerte. Y si se apoya, como es de rigor, en datos ajenos (Martínez Nadal, Gregorio Prieto, las Memorias habladas de Concha Méndez...), hay también indagación propia, en especial a propósito de ciertos episodios y personajes como Salvador Alighieri (inspirador de Poemas para un cuerpo) o las nebulosas andanzas mexicanas de su antiguo amante Serafín F. Ferro.
Excelente poeta antes de 1936, alcanza su plenitud tras la guerra, en una escritura que conjunta verdad confesional, patetismo ensordecido, propensión narrativa y tendencia a las cláusulas prosarias, lejos del soniquete y la elocuencia rimada. Ayudó a ello su frecuentación de la poesía inglesa victoriana y contemporánea. Al fondo de esta etopeya del poeta romántico que no tuvo el romanticismo español resuena, no obstante, esa patria tomada por Franco y sus "sacristanes, hipócritas, cursis y pueblerinos". Frente a ella, enfermo de ella y de sí mismo, emerge en estas páginas el solitario Cernuda, tal como lo retrató Octavio Paz en aquel poema remitido a la revista valenciana La Caña Gris, que lo homenajeó cuando ya la muerte lo había señalado: "Pájaro por las alas / Hombre por la tristeza". -
No hay comentarios:
Publicar un comentario