«Es este el mejor libro del mundo» escribió Cervantes de Tirant lo Blanc y
la sentencia parece ahora una broma. Pero lo cierto es que se trata de
una de las novelas más ambiciosas, y, desde el punto de vista de su
construcción, tal vez de la más actual entre las clásicas. Nadie lo sabe
porque muy pocos la leyeron y porque ahora ya nadie la lee, fuera de
algunos profesores cuyos trabajos de análisis histórico, vivisección
estilística y cateo de fuentes suelen contribuir involuntariamente a
acentuar la condición funeral de este libro sin lectores, ya que sólo se
autopsia y embalsama a los muertos. Estos ensayos eruditos, y a veces
admirables por su rigor e información, como el prólogo de Martí de
Riquer a la edición de 1947, nunca demuestran lo esencial: la vitalidad
de este cadáver. Ocurre que la vida de un libro —la vigencia de sus
técnicas, la eficacia de su fantasía, su poder de persuasión que no
disminuyó con los siglos— no se puede describir: se descubre por
contaminación cuando se encuentran el libro y el lector. ¿Qué ha
impedido hasta ahora que Tirant lo Blanc y los lectores se
encuentren? Este drama no se explica sólo por el drama de la lengua en
que la novela fue escrita (las lenguas en que se narraron las historias
originales del Cid, de Beowulf, de Rolando o de Peredur son menos
descifrables para el lector común de nuestros días y sin embargo esos
héroes están más vivos que Tirant), sino, sobre todo, por el drama de un
género: las novelas de caballerías. Un lugar común enseña que Cervantes
las mató. ¿La solitaria mano de un manco pudo perpetrar genocidio tan
numeroso? Las había condenado la Iglesia y perseguido la Inquisición,
muchos escritores las vituperaron y por fin la sociedad las olvidó. ¿Qué
temor inspiró esta conjura? He leído unos pocos libros de caballerías
(¿dónde leer esos centenares de títulos catalogados por Pascual de
Gayangos y Henry Thomas?) y pienso que fue el miedo del mundo oficial a
la imaginación, enemiga natural del dogma y fuente de toda rebelión. En
un momento de apogeo de la cultura escolástica, de cerrada ortodoxia, la
fantasía de los autores de novelas de caballerías debió resultar
insumisa, subversiva su visión sin anteojeras de la realidad, osados sus
delirios, inquietantes sus criaturas fantásticas, sus apetitos
diabólicos. En la matanza de las novelas de caballerías cayó Tirant y
por la inercia de la costumbre y el peso de la tradición todavía no ha
sido resucitado, vestido en su armadura blanca, montado en su caballo y
lanzado en pos del lector, desagraviado. Pero más importante que
averiguar la razón del olvido en que ha vivido esta novela es
arrebatarla a las catacumbas académicas y someterla a la prueba
definitiva de la calle. ¿Se derrumbará al salir a la luz como uno de
esos fósiles que los museos conservan con sustancias químicas? No,
porque este libro no es una curiosidad arqueológica sino una ficción
moderna.
1. A imagen y semejanza de la realidad
Martorell es el primero de esa estirpe de suplantadores
de Dios –Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner–
que pretenden crear en sus novelas una «realidad total», el más remoto
caso de novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo.
¿Qué significa que esta novela es una de las más ambiciosas? Que Tirant lo Blanc es
el resultado de una decisión tan descabellada como la de aquel
personaje de Borges que quería construir un mapamundi de tamaño natural.
Lo más difícil es tratar de clasificarla, porque todas las definiciones
le convienen pero ninguna le basta.
¿Es una novela de caballería? Sí, pero
«distinta», como han señalado los críticos, porque es menos inverosímil
que las otras ya que en ella casi no hay acontecimientos sobrenaturales
ni personajes fabulosos, y acaso la única historia estrictamente
fantástica, la aventura del caballero Espèrcius, sea un añadido de Martí
de Galba que no figuraba en el proyecto inicial de Martorell. Abolido
Espèrcius ¿puede hablarse de una «novela realista»? Habría que olvidar
también el sueño en que la Virgen se aparece al rey de Inglaterra para
aconsejarle que ponga al frente de su ejercito a Guillem de Varoic, las
«magnificencias de la Roca», la mágica desaparición del Dios del Amor
durante las fiestas de bodas del rey de Inglaterra, la insólita llegada
del Hada Morgana a Constantinopla, la imposible presencia del rey Artús
entre los vasallos del emperador bizantino, y la «claredat d’àngels» que
baja del cielo a llevarse las almas de Carmesina y de Tirant, aparte de
que ¿puede considerarse probable (ésta parece ser la condición del
«realismo» en su concepción corriente) que Tirant haya «conquistat en
quatre anys e mig tres centes setanta dues viles, ciutats e castells»,
matado a millares de hombres y convertido y bautizado a otros tantos?
Admitamos que se trata de excesos de inventiva que no afectan el
conjunto de la obra y que la masa principal de hechos, personajes y
lugares son de naturaleza no fantástica. Ahora bien: ¿de qué clase de
novela realista se trata?
¿De una novela histórica? Los críticos han
rastreado los sucesos verídicos emboscados detrás de las hazañas de
Tirant, comprobado que el sitio de Rodas por los sarracenos se basa en
hechos que ocurrieron y adivinado cómo y a través de quién pudo
documentarse Martorell, demostrado que la gesta de Tirant en el Imperio
griego evoca con alguna fidelidad la odisea de Roger de Flor y su
compañía catalana relatada por Ramon Muntaner, identificado entre los
personajes de la ficción a un puñado de monarcas, reinas, príncipes y
nobles que existieron, separado las acciones, sitios y hasta accidentes
geográficos ciertos de los inventados. No hay duda: los materiales que
Martorell usurpa a la historia son abundantes y ésta desempeña en Tirant lo Blanc una función más importante que en otras novelas medievales. ¿Pero cómo considerar documental
un libro que acerca acontecimientos separados por siglos, arrima
ciudades distantes, cambia ríos e iglesias de lugar, inventa imperios y
reyes, y «describe» una invasión de Inglaterra por los árabes? ¿Cómo
fiarse del testimonio de un libro que distorsiona el tiempo y el
espacio, atropella la cronología y la estadística, que mezcla tan
inextricablemente la verdad y la mentira, que no diferencia entre lo
ocurrido y lo soñado o inventado, que está tan enraizado en el mundo
objetivo de lo sucedido como en el mundo subjetivo de lo imaginado?
¿Por qué no llamarla, más bien, una «novela militar»?
Martorell conoce todos los secretos de la brutalidad de su época, su
libro es (también) una exposición sobre el arte abyecto de la guerra y
suministra en torno a la violencia medieval una información minuciosa,
caudalosa y brutal. La crítica ha advertido que en tanto que otros
héroes caballerescos son casi siempre combatientes solitarios, Tirant
capitanea ejércitos; titán de la lucha singular como el Amadís o el
Palmerín, es asimismo un estratega genial. Aquí también aparece esa
ambición cuantitativa, ese apetito sin fronteras, esa emulación
envidiosa de la realidad que caracteriza al suplantador de Dios.
Martorell pretende saberlo y decirlo todo sobre los duelos, los torneos y
las formas de la guerra en el mar, el campo y la ciudad. ¿Cómo aprende
el caballero cristiano a soportar el castigo, a odiar, y a respetar las
reglas del juego de la muerte? El hijo de Guillem de Varoic aparece en
tres momentos furtivos de su «educación»: recién nacido, es golpeado
para que llore por la partida de su padre y comparta la tristeza de su
madre; niño, su padre lo hace rematar a un árabe malherido y lo enjuaga
en la sangre del muerto; joven, se presta a las armas invictas de Tirant
para participar en un torneo y derrota a sus adversarios. ¿Cuál es la
formación guerrera de un infiel? Los hombres de la tierra de Enedasi,
que combaten en el ejército del rey de Jerusalén, tuvieron el siguiente
aprendizaje: «com és d’edat de deu anys, li mostren de cavalcar e de
jugar d’esgrima; com sap dé d’açò, posenlo ab un ferrer perquè los
braços li tornen asits e forts e sàpien colpejar en les armes com mester
ho han; aprés los fan demostrar de lluitar e de tirar llança, e tota
cosa que bona sia per les armes; e lo darrer ofici que els mostren és
carnicers, perquè s’aveen a esquarterar la carn e no hagen temor de
menjar la sang, e ab tal ofici tornen cruels». Hay duelos individuales y
colectivos, a pie y a caballo, deportivos y a «tota ultrança». Dos
requisitos les son comunes: igualdad aparente de fuerzas (Tirant arroja
sus armas y lidia con el alano del duque de Gales con uñas y dientes
hasta matarlo de un mordisco) y una «mise en scène» estricta que, como
en e duelo entre Tirant y Tomás de Muntalbà, suele constar de cuatro
actos o tiempos: 1) antes del duelo físico, los adversarios protagonizan
un duelo oral o escrito en el que cruzan insultos y cumplimientos; 2)
discuten las armas, el lugar y las características del combate, eligen
los jueces y entregan prendas; 3) se abrazan y besan, y 4) luchan hasta
que uno muere. Todo está puntualizado: las circunstancias de cada torneo
y sus escenarios y ritos, el tenor de las cartas de desafío, las armas,
vestiduras y símbolos adecuados para cada ocasión, cómo se establece y
se rompe el cerco a una ciudad, y las tácticas y horrores específicos de
cada batalla. ¿Cuánto ganan los soldados que van a Constantinopla con
Tirant? «Al ballester donaven mig ducat lo dia, e al home d’armes un
ducat». ¿Y los hombres del Gran Turco y del Soldán? «E cascun dia los
donaven mig ducat per llança, e als de pue, mig florí». Hay batallas de a
mentiras, como la que se lleva a cabo para tomar el castillo de la
Roca; de pocos combatientes como la que enfrenta a Tirant y dieciocho
moros en las afueras de Rodas, y multitudinarias; con intervención de
máquinas de guerra, o sólo de infantes, o sólo ecuestres o mixtas. El
repertorio estratégico es inagotable; una batalla se puede ganar
cambiando por jabón blanco y queso los proyectiles de las ballestas
enemigas y hasta el instinto sexual de las bestias puede ser aprovechado
para el triunfo: Tirant acerca una manada de yeguas cristianas al
campamento del Gran Turco y del Soldán y en la estampida rijosa de
caballos musulmanes que se produce, ataca y vence. La violencia es
alternativamente idealizada y descrita con detalles naturalistas
atroces: los habitantes de Todas comen gatos y ratas durante el asedio, a
menudo los sesos de las víctimas se chorrean por «los ulls e per les
orelles», hay cabezas cercenadas y clavadas en lo alto de una pica,
heridas que tardan meses en cerrar. En apariencia (y la apariencia, ya
lo veremos, lo es todo en este mundo), los nobles guerrean porque aman
ese deporte viril ambicionan la gloria; pero bajo esos brillos se
agazapan a veces la codicia y el tráfico: lo señores de Malveí se han
enriquecido con la guerra, Tirant recibe luego de su primera victoria en
Grecia quince ducados por cada prisionero (ha capturado cuatro mil
trescientos), y al emperador bizantino le ofrecen por el rescate de sus
rehenes, el Gran Caramany y el rey de la soberana India, tres veces el
peso en oro del primero y el peso y medio del segundo. Sí, se trata de
una «novela militar», en el sentido que lo es «La guerra y la paz», y
Martorell tal vez hubiera reclamado como Tolstoi el título de
historiador castrense, ¿pero cómo llamar sólo militar a un libro que
dedica tantas páginas al reposo de los guerreros, que se demora en las
alcobas y salones de los palacios, que se interesa en las conductas
privadas de los personajes tanto como en sus hazañas públicas?
¿No sería mejor novela «costumbrista, social»?
Aunque probablemente Martorell sólo conoció Inglaterra de todos los
países donde transcurre su novela –su tierra no es escenario de ningún
episodio, la única alusión a Valencia es lateral– Tirant lo Blanc
aprisiona la sociedad de su tiempo con una envolvente mirada balzaciana
y el sociólogo puede recoger en sus páginas un oceánico repertorio de
datos sobre las clases sociales, las instituciones y las costumbres de
esa Edad Media que, al aparecer el libro en 1490, está ya, como la
Francia de La Comedia Humana, la Inglaterra de Dickens, la Rusia
de Tolstoi y el Deep South de Faulkner, condenada a morir. Buitre que se
alimenta de carroña histórica, sepulturero y rescatador verbal de una
época, como todo novelista total, Martorell es también un maniático y
perverso entomólogo. Aunque los personajes principales pertenecen a la
aristocracia, o acceden a ella en el transcurso de la acción, como
Plaerdemavida o Hipòlit, aquí el mundo plebeyo no es el borroso y
promiscuo horizonte contra el cual centellean las gestas de los nobles,
como ocurre en otras novelas de caballería. Leemente aparecen
representados varios estratos de la sociedad –monarcas, nobles,
religiosos, soldados, abogados, médicos, heraldos, pajes, dueñas,
sirvientes, esclavos– y se dan indicios sobre sus pugnas externas y sus
contradicciones internas. El furor temeroso del señor feudal ante esa
burguesía naciente en la que adivina una rival, se transparenta en el
episodio en que el Duc de Lencastre ahorca a seis juristas («e no es
partí d’allí fins que hagueren trameses les miserables ánimes en
infern»), en la expulsión de todos los abogados, salvo dos, de
Inglaterra, en la naturalidad con que Diafebus destroza la cabeza del
médico que tarda en curar a Tirant. La disputa de herreros y tejedores
que perturba las bodas del rey de Inglaterra ilustra las rivalidades
entre gremios y corporaciones de artesanos que alborotaban de cuando en
cuando la Edad Media, y hay indicaciones constantes sobre los aspectos
puramente económicos y sociales de las guerras: soldados, botines,
rescates, tratamiento de prisioneros según su condición, invasiones y
conquistas, sufrimiento de la población civil, rapiñas y crímenes. El
material informativo sobre las instituciones es muy prolijo es lo
relativo a la orden de caballería, pero abarca también al Estado, la
administración social y el dictado y la aplicación de las leyes. Cargos,
títulos, jerarquías nobiliarias, son explicados, documentados los
entretenimientos, descritas las ceremonias religiosas y profanas,
consignados las creencias y los mitos. Vista desde esta perspectiva no
es abusivo afirmar que Tiran lo Blanc es un tratado sobre usos y costumbres, ¿porque acaso no lo es también La Comedia Humana?
No sólo se describen procesiones, matrimonios, entierros, banquetes,
cacerías, fiestas; también se precisa cuándo se saludan los caballeros
abrazándose y cuándo besándose en la boca, y a quiénes besan la mano y
el pie y por qué lo hacen. La moda es primordial, y no sólo se menciona
el material y los colores y formas de los vestidos y de las joyas, sino
incluso su precio: «E loRei ixqué ab una roba de brocat sobre lo brocat
carmesí, forrada d’erminis, e hagué deixada la corona, e portava en lo
cap un petit bonet de vellut negre ab un fermall que estimaven valer
cent cinquanta mília escuts». El detallismo en la pintura de los fastos
es moroso, y en lo que se refiere a las comidas a veces hay datos
implacables: después de tomar un baño, la princesa Carmesina, criatura
de catorce años que debía ser una belleza rubensiana, devora «un parell
de perdius ab malvesia de Candia e aprés una dotzena d’ous ab sucre e ab
canyella». Hasta aparecen observaciones sobre dietas terapéuticas : la
carne de faisán, dice el emperador, es buena para el corazón. Pero sobre
todo este vasto material sociológico pesa la misma duda que sobre el
contenido histórico de la novela: ¿dónde termina la observación, dónde
comienza la invención? El libro muestra un cuerpo macizo en el que no se
distingue el miembro natural del postizo, lo tomado de la realidad
objetiva y lo fabricado por la imaginación del creador, y precisamente
esa perfecta fundición de elementos de filiación diferente, su
integración sin cesuras , la apariencia de verdad que la coherencia del
todo imprime a cada una de las partes de la novela, es el obstáculo
mayor para la utilización científica de sus informaciones . Estas son
cuantiosas, pero siempre relativas, porque el poder de persuasión de la
novela puede hacer pasar gato por liebre con la mayor facilidad. Y en el
gaseoso dominio de los usos y costumbres, el censo de lo cierto y lo
falso es mucho más arduo que en el de la historia y la geografía.
¿Una novela erótica? Salvo en el plano sexual, donde la verificación de lo posible y lo imposible resulta más fácil. Y como en Tirant lo Blanc el sexo tiene un papel esencial –lo ha destacado el profesor Frank Pierce en un trabajo muy atinado– tal vez el calificativo que mejor le calce sea el de «novela erótica». En la novela el amor es tan importante como la guerra, e incluso el elemento heroico se halla subordinado al erótico, como lo subraya el emperador de Grecia: «Per cert jamés se féu en lo món negun bon fet d’armes si per amor no es fes». Tirant aspira a que la posteridad lo recuerde como enamorado, no como guerrero, ya que pide que su tumba lleve la siguiente inscripción: «Aquí yace Tirante el Blanco que murió por mucho amar» (su deseo no se cumple). El sexo aparece tardíamente en el libro; es casi invisible en lo que puede considerarse la primera parte de la historia, pero desde que asoma, en el instante en que casualmente toca Tirant los pechos de la bella Agnés al quitarle el relicario, su presencia ya no cesa y va paulatinamente creciendo hasta ocupar el primer plano de la acción durante la estancia de Tirant en la corte de Constantinopla . Pierde ímpetu durante los episodios africanos, pero reaparece con gallardía al final, y, de hecho, cierra la novela, cuando la emperatriz e Hipòlit coronan con un matrimonio sus amores adúlteros y subjetivamente incestuosos. El tratamiento del amor por Martorell no sólo es de una libertad poco frecuente; es sobre todo múltiple, complejo e imparcial. También aquí tiene el lector la sensación de que el suplantador de Dios ha alcanzado su soberbio designio de decirlo todo: desde el amor cortés de ritos matemáticos, lánguidas maneras y barroca retórica, que Tirant y la princesa representan (a ratos), hasta el ayuntamiento sin ceremonias, la pura fiesta del instinto, que celebran la emperatriz e Hipòlit, muchas formas y variedades intermedias aparecen, con su teoría y su práctica, sus desviaciones y sus fantasías. El novelista total es, como Dios, neutral. Martorell no toma partido entre el «amor tímido» y sentimental que Tirant considera el mejor, y el «amor vicioso» que alaba Estefanía y predica la casta Plaerdemavida: presenta ambos y deja que el lector juzgue por sí mismo. Los cuadros amorosos se suceden hasta constituir una verdadera exposición erótica: fiestas sensuales, fetichismo, lesbianismo, adulterios, amagos de violaciones, un incesto simbólico, «voyeurismo», técnicas de alcahuetería, juegos erógenos . Y también: el delicado simbolismo de la pasión, la idealización más refinada del deseo, las proyecciones míticas del amor, sus misterios, sus tormentos y goces secretos, sus impactos físicos, su críptico lenguaje. Es verdad que en el elenco de la novela no figura ninguna prostituta, pero sucede que en Tirant lo Blanc el amor tiene casi siempre implicaciones mercenarias. Los amantes cambian caricias y dinero indiferentemente: un escribano posee a la «honesta señora de Rodas» porque le arroja a las faldas unas joyas y un puñado de monedas, después de la primera noche de amor la emperatriz gratifica a su amante con una joya que vale más de cien mil ducados, la princesa Carmesina distrae dinero del Imperio para regalárselo a Tirant. El culto cristiano a la virginidad está puntillosamente descrito, y asimismo las complicaciones que origina y los sustitutivos que engendra. Los suspiros, sollozos, desmayos y lamentaciones poéticas del amor cortés se entrelazan inseparablemente con crudas exigencias de la carne, y así como un personaje ante el solo recuerdo de su amada cae al suelo de bruces malherido de amor, hay un beso que demora exactamente lo que un hombre en caminar una milla. El sexo contamina la guerra, la política, la moda, y hasta traumatiza la religión: Diafebus besa a Estefanía en la boca tres veces en honor a la Santísima Trinidad. Hay amores a primera vista como el de Tirant por Carmesina, graduales como el del infante Felip por la princesa Ricomana, sin éxito como el de Plaerdemavida por Hipòlit y el de la reina Maragdina por Tirant, fantásticos como el de Espèrcius por la doncella encantada de la isla de Llango, delictuosos como el de la Viuda Reposada por Tirant, y «transferidos» en el sentido psicoanalítico, como el de la emperatriz por Hipòlit. Una «novela erótica», desde luego, pero ¿sólo erótica?
¿Una novela psicológica? También podría ser una «novela psicológica» «avant la lettre», al menos porque en la caracterización de los personajes Martorell emplea sutilezas y matices desconocidos en las narraciones de caballería. En éstas, la riqueza de la acción suele contrastar con la monotonía subjetiva del protagonista, que es exclusiva superficie, como la figura de un tapiz, repetición mecánica de cualidades y defectos abstractos e inmutables. Capaz de empresas descomunales, el héroe caballeresco carece, sin embargo, de dimensión interior, y su psicología suele ser tan compleja como la de su caballo. En Tirant lo Blanc, en cambio, se advierte un afán de profundización en algunos personajes, una voluntad de atravesar su presencia sensible para descubrir el origen, las motivaciones de sus actos en su invisible vida interior. Esta averiguación de la intimidad, esta descripción de la psicología individual no es nunca forzada. El autor no la impone al personaje y al lector a fuerza de adjetivos: las personalidades se van dibujando de manera objetiva y gradual, a través de los comportamientos. Es cierto que un maniqueísmo convencional preside básicamente la acción de la novela: en las guerras, los cristianos encarnan la verdad y la justicia, y los musulmanes la mentira y la injusticia, y por ejemplo los genoveses siempre están en el lado de los malos. Pero este esquematismo se atenúa y la visión es menos rústica cuando la anécdota se aleja del campo de batalla. Por lo pronto, que los cristianos pertenezcan a la facción de la verdad, no significa que individualmente valgan lo mismo: hay entre ellos avaros como el infante Felipm envidiosos, traidores y asesinos como el duque de Macedonia, inescrupulosos y codiciosos como Hipòlit. Y entre los infieles de la «secta mahomética» hay seres generosos y dignos como Escariano y Maragdina (pero infaliblemente se convierten). En las novelas de caballería proliferan los sueños y su función es clarísima : son las puertas de entrada a la maravilla y el milagro. Aquí también hay sueños de esta índole, pero, además, hay dos sueños falsos que son puertas de entrada a la intimidad secreta del protagonista: el que inventa Plaerdemavida sobre las bodas sordas en el castillo de Maleví, y el que la emperatriz se atribuye luego de su noche de amor con Hipòlit . Ambos sueños falsos descubren la raíz, la razón profunda de la singular conducta de ambos personajes frente al sexo. La inhumanidad del personaje de la novela primitiva proviene de su rigidez: son seres previsibles, idénticos a sí mismos. En Tirant lo Blanc algunos personajes evolucionan, cambian de manera de pensar y de actuar, su personalidad aparece no como envoltura de una esencia fatídica, sino como resultado de un proceso. Antes de conocer a Carmesina, Tirant desdeña a las mujeres, las tiene por vanas cotorras («sabuda cosa és que tot l’esforç de les dones és en la llegua», dice) y se burla de los enamorados («Bé son folls tots aquells qui aman»); luego, las diviniza y antepone el amor a todas las cosas. Antes de conocer a Hipòlit, la emperatriz parece haber sido una esposa fiel, y la Viuda Reposada una dueña inmejorable antes de enamorarse de Tirant: esas experiencias las cambiaron. Pero, fuera de cambiar, los personajes también se contradicen y a veces se descubren abismos entre lo que aquellos creen o dicen que son y lo que sus actos muestran que realmente son. Esos conflictos y desajustes de que el personaje es sede, lo enriquecen y lo humanizan, porque aparece en él ese elemento privativo de lo humano que es la ambigüedad. Tirant, por ejemplo, parece en un momento querer dar de sí mismo la imagen de un seductor: «No acostume io de combatre donzelles sinó en cambra secreta, e si és perfumad e algaliada més me plau.» Pura fanfarronería: en realidad es un tímido. Su timidez se disimula con la máscara de la modestia, al principio de la novela, cuando no se atreve a decir al ermitaño que él fue «el mejor de los vencedores» durante el torneo de Inglaterra y cuando se retira avergonzado al comenzar a contar Diafebus sus hazañas a Guillem de Varoic, pero en la corte griega aparece al desnudo en sus vacilaciones y escrúpulos con Carmesina, lo que exaspera a Plaerdemavida, que es partidaria de la osadía y la violencia amorosa. Tirant sabe que en cuestión de amor es un ser inhibido, porque trata de justificar esta limitación personal con una teoría, la defensa intelectual que hace del «amor tímido» ante la infanta Ricomana . Pero, curiosamente, esta timidez que lo maniata cuando ama, desparece y es reemplazada por la mayor audacia cuando se trata de amores ajenos: no sólo es un habilidoso forjador de matrimonios, sino que recurre a la fuerza de sus brazos para ayudar a Felip cuando éste trata de violar a Ricomana. El caso de Plaerdemavida es parecido, y ya Menéndez y Pelayo señaló la contradicción que hay en ella: es el personaje que emplea el lenguaje sexual más atrevido, el que trama y refiere los sucesos eróticos más imaginativos de la novela, pero al mismo tiempo es relativamente casta. Sus juegos con la princesa la muestran como una moderada, inconsciente lesbiana. En todo caso, es innegable que goza viendo, oyendo, fomentando el amor y no practicándolo. Lo que puede significar que ver, oír y fomentar el amor ajeno sea su manera de practicarlo, y un indicio de esto es su reacción la noche que espía las bodas sordas del castillo de Malveí; se inflama tanto, confiesa, que tiene que correr a mojarse. Estefanía es menos ambigua, más consecuente: teoriza favorablemente sobre el «amor vicioso» ante Carmesina y la noche de las bodas sordas pone en práctica sus convicciones. Pero el personaje de mayor complejidad psicológica es, desde luego, la emperatriz, que parece concebida para servir de ejemplo a Freud. Gracias a ella, Tirant lo Blanc llega, si no a incorporar plenamente, por lo menos a insinuar, dentro de su construcción de una realidad total, la existencia del mundo subconsciente. Al principio, su amor con Hipòlit parece un adulterio trivial. Pero pasada la primera noche de amor, la emperatriz describe al emperador un sueño falso en el que hace una curiosa identificación entre su amante y su hijo muerto, una transubstanciación mental. Sus relaciones con Hipòlit le descubren a ella misma (en todo caso al lector) una tendencia incestuosa reprimida que se objetiva gracias a una sustitución. Esta transferencia está destacada durante toda la relación de los amores de la pareja: la emperatriz llama a Hipòlit «mon fill», y un día, ante el emperador, Tirant y las doncellas, toma a aquél de la mano y proclama: «E puic aquell que tant he amat no puc haver... aquest será en lloc d’aquell, e prenc a tu per fill, e tu preu a mi per mare». ¿Se da realmente cuenta la emperatriz de lo que ocurre? Tanto impudor ya no es impudor, sino probablemente ignorancia. Pero Hipòlit sí sabe muy bien lo que pasa, ya que, al morir la emperatriz, calcula «tota vergonya a part posada» que la emperatriz se casará con él por esta sorprendente razón: «car acostumada cosa és de les velles que volen llurs fills per marits esmenar les faltes de llur jovent volent-ne fer aquella penitencia».
Una «novela total». Novela de caballería, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos. Objeto verbal que comunica la misma impresión de pluralidad que lo real, es, como la realidad, objetividad y subjetividad, acto y sueño, razón y maravilla. En esto consiste el «realismo total», la suplantación de Dios. ¿Es menos real lo que los hombres hacen que lo que creen y sueñan? ¿Las visiones, pesadillas y mitos existen menos que los actos? La noción de la realidad de los autores de caballería abraza en una sola mirada varios órdenes de lo humano y en ese sentido su concepto del realismo literario es más ancho, más completo que el de los autores posteriores. Pero hay que reconocer que, a menudo, en sus libros el elemento legendario, mítico e irracional acaba por sumergir y borrar al histórico, objetivo y racional. La originalidad de Martorell reside en que en su novela ocurre lo contrario, la proporción en que están representadas esas dos caras de lo real en Tirant lo Blanc es más bien la inversa. Esta ha llevado a algunos a aplicarle la estrecha definición de realismo literario que excluye de lo real aquello cuya existencia no es racionalmente demostrable. En Tirant lo Blanc la dimensión fantástica de lo real aparece al igual que en el Amadís de Gaula o en el Caballero Cifar, aunque en una dosis mucho menor. Además, en Martorell se advierte un suave escepticismo frente a la credulidad de su época: usa pero no abusa de los milagros, la magia no lo entusiasma en absoluto, sus supersticiones son discretas, los mitos que acepta son literarios. Es un imaginativo irredimible y, al mismo tiempo, un racionalista esforzado. Trata de explicar las infalibles victorias de Tirant por su resistencia física, «que li dura tant com vols», y permite que Tirant caiga herido muchas veces, lo que prueba que es vulnerable, y que tenga accidentes tan banales como caerse de una ventana y de un caballo y que muera de enfermedad, lo que indica que, pese a sus proezas, no es ontológicamente distinto de cualquier hombre vulgar. Diafebus, luego de enumerar a Guillem de Varoic los prodigios que contiene el palacio de la Roca –por ejemplo, una doncella esmaltada en oro que orina vino blanco–, trata de convencerlo de que estas maravillas no son obra «de nigromancia», sino de «artificio». Las explicaciones son poco convincentes, a veces la racionalización de lo fantástico resulta todavía más fantástica. Pero esto no debilita el realismo del libro, sino lo robustece, pues significa que el autor ha logrado inocular a los fantasmas de su mundo una vida propia tan poderosa que no consigue destruirla ni su propia inteligencia. Cada época tiene sus fantasmas, que son tan representativos de ella como sus guerras, su cultura y sus costumbres: en la «novela total» esos elementos vertiginosamente coexisten, como en la realidad. La Edad Media de Tirant lo Blanc, como la Francia de La Comedia Humana, la Rusia de La Guerra y la Paz, el Dublín del Ulises y el condado de Yoknapatawpha de las novelas de Faulkner, ha sido erigida a imagen y semejanza de la realidad. Pero de lo que conocían de la realidad los hombres de una época dada: ese enjambre de verdades y mentiras confundidas, ese cúmulo de observaciones e invenciones tienen fecha y lugar de nacimiento; fueron elaboradas con materiales que el creador recogió en alguna parte y que imaginó en algún momento: en otro lugar y en otro tiempo no hubieran sido los mismos. Es verdad que todo lo existente le sirvió de alimento; pero no lo que todavía no existía. Se valió de todo lo que la inteligencia y la fantasía de los hombres habían descubierto o puesto en la realidad: pero no de lo que los hombres venideros desecharían, agregarían o modificarían. Es en este sentido y sólo en éste que Tirant lo Blanc (la novela en general), además de creación autónoma, es también testimonio fiel de su época. Sus datos históricos pueden estar equivocados como los de La guerra y la paz, sus observaciones sobre la vida social ser exageradas y caricaturales como las de La comedia humana: pero esas equivocaciones, exageraciones y caricaturas son también rasgos distintivos de una época y reflejan tan válidamente como un hecho histórico o un documento social las características de un mundo. Las acciones desmedidas de Tirant lo Blanc, sus personajes inusitados, sus reinos ficticios, delatan una mentalidad: las creencias que estimulaban a los hombres medievales, los tabúes que los frenaban, el alcance de sus conocimientos y la frontera de sus sueños.
Hurtos, plagios, invenciones. Creación de una «realidad total» a imagen y semejanza de la realidad total de su época, Tirant lo Blanc es por lo mismo el producto más cabal de ésta, una representación de su modelo. Martorell utilizó todos los materiales que le ofrecía su tiempo: la vasta realidad fue su cantera al mismo tiempo que su paradigma. Aprovechó hechos históricos, experiencias personales y, desde luego, ajenas, saqueó vidas y muertes pasadas y contemporáneas. También saqueó libros: los críticos han localizado un rosario de plagios que comienzan en la dedicatoria de Tirant lo Blanc (copiada de la de Enrique de Villena en Los doze trabajos de Hércules) y terminan en las páginas finales de la novela (donde el segundo epitafio de Tirant y Carmesina reproduce el de dos personajes del valenciano Johan Roiç de Corella). En una novela, la procedencia de los materiales de creación importa menos que el uso que haga de ellos el autor; todo depende del provecho que les saque, pues en la creación literaria el fin justifica los medios. El novelista crea a partir de algo; el novelista total, ese voraz, crea a partir de todo. Los plagios de Martorell interesan en la medida que constituyen indicios de su ambición totalizadora, de su voluntad de servirse sin exclusiones y sin escrúpulos de toda la realidad como instrumento de trabajo, y en la medida en que muestran sus poderes omnímodos de creador, pues al no aparecer nunca como advenedizos, al estar tan perfectamente asimilados a su mundo verbal, esos hurtos literarios resultan tan necesarios a su ficción como los hurtos que perpetró en la historia, la geografía y los demás dominios de lo real y como sus propias invenciones. Es decir, interesan en la medida que esos plagios confirman su genio.
Una creación desinteresada. Todopoderoso porque se vale de todo para su empresa, omnisciente porque su mirada abarca desde lo más infinitamente pequeño hasta lo más infinitamente grande, ubicuo porque está en lo más recóndito y en lo más expuesto de su mundo, Martorell es también un novelista desinteresado: no pretende demostrar nada, sólo quiere mostrar. Lo que significa que, aunque está en todas partes de esa realidad total que describe, su presencia es (casi) invisible. La ignorancia que reinaba en torno a la novela de caballería hizo posible que se tuviera a Flaubert por el fundador de la noción de objetividad en la creación novelística. En realidad, el solitario de Croisset resucitó, perfeccionó, modernizó algo que se insinuaba ya en las novelas de caballería y que aparece más notoriamente que en otras en Tirant lo Blanc: la ficción como realidad autosuficiente, la desaparición del narrador del mundo de lo narrado. La novela total es una representación de la realidad a condición de ser una creación autónoma, un objeto dotado de vida propia. Si el espectador percibe al apuntador asomando entre bambalinas para dictar sus papeles a los actores la ilusión de la representación se rompe; si el lector divisa al autor interviniendo, actuando vicariamente, agazapado detrás de los personajes, la ficción se derrumba, porque quiere decir que esos seres no son libres y que la libertad del lector tampoco es respetada, que se le quiere hacer cómplice de un contrabando, imponerle ideas y credos que para que le resulten más digeribles vienen disfrazados de fábulas. Flaubert fue el primero en razonar lúcidamente sobre la necesidad de abolir al autor para que la ficción parezca depender sólo de sí misma y comunique al lector la perfecta ilusión de la vida, el primero en buscar conscientemente una técnica narrativa destinada a tal fin: «EL autor debe estar en su obra como Dios en el Universo, presente en todas partes y visible en ninguna parte», escribió a Louise Colet el 9 de diciembre de 1852. Pero cuatro siglos antes Martorell ya intuyó que la autonomía de su ficción era la condición de su existencia, que para que su mundo viviera ante el lector, él debía desterrarse, por lo menos esconderse. La realidad creada por él debía parecer desinteresada. El primer requisito para que un autor sea invisible es que sea imparcial frente a lo que ocurre en el mundo de la ficción. Martorell, ya lo vimos al hablar del amor en la novela, mantiene por lo general una actitud neutral respecto de lo que cuenta. Sus opiniones personales están tan hábilmente incorporadas a la anécdota que es difícil detectarlas. Resulta evidente que a veces un sentimiento de clase es más fuerte en él que la «conciencia profesional», como cuando rompe su estratégica reserva de autor para manifestar su odio a los juristas solidariamente con el Duc de Lencastre, y está claro también que participa del resentimiento de sus compatriotas contra los genoveses, pues además de colocarlos siempre en el bando de los infieles, en contra de la verdad histórica, no vacila en meter la cabeza en la novela para llamarlos «malos cristianos». Pero esas «intromisiones de autor» son escasas, y la mayoría se concentran en la última parte del libro, sobre todo durante los episodios africanos, lo que pudiera significar que la responsabilidad principal de ello incumbe a Martí de Galba. Incluso en el plano religioso, en el que para un autor medieval es muy difícil simular una actitud neutral, Tirant lo Blanc resulta sumamente equilibrada: los infieles tienen tantas ocasiones como los cristianos de exponer sus ideas, y sus discursos, desafíos y cartas de batalla no son nunca caricaturales, o lo son en la medida en que lo son también los de los cristianos. Es verdad que aquéllos pierden más batallas, pero Martorell consigue hacer creer al lector que las cosas ocurren así no por la voluntad del autor, sino por culpa de los propios árabes.
Ahora bien, ser imparcial no es ser indiferente: en el caso de Martorell quiere decir exactamente lo contrario. Si hay algo de lo que podemos estar seguros respecto de él a través de su novela es de su pasión narrativa. El placer de contar que se transparenta en esta selva de historias (y que contagia a los personajes, que no cesan de contarse historias unos a otros) es otro de los motivos de la relativa invisibilidad de Martorell, otra clave de su éxito en la creación de una realidad sino hilos, no empañada por la presencia intrusa del autor. Ávido de contar, no tiene tiempo para opinar; al abandonarse al placer de narrar, se extravía en la selva que su pluma va creando hasta desaparecer en ella, y sólo lo divisamos de cuando en cuando (por ejemplo, cuando interviene en primera persona para indicar que «deixe de recitar per no tenir prolixitat» las cosas que hablaron el Mestre de Rodas, el Rei, Felip y Tirant), reapareciendo un instante en medio de un claro, perdiéndose de nuevo en la maraña.
¿Una novela erótica? Salvo en el plano sexual, donde la verificación de lo posible y lo imposible resulta más fácil. Y como en Tirant lo Blanc el sexo tiene un papel esencial –lo ha destacado el profesor Frank Pierce en un trabajo muy atinado– tal vez el calificativo que mejor le calce sea el de «novela erótica». En la novela el amor es tan importante como la guerra, e incluso el elemento heroico se halla subordinado al erótico, como lo subraya el emperador de Grecia: «Per cert jamés se féu en lo món negun bon fet d’armes si per amor no es fes». Tirant aspira a que la posteridad lo recuerde como enamorado, no como guerrero, ya que pide que su tumba lleve la siguiente inscripción: «Aquí yace Tirante el Blanco que murió por mucho amar» (su deseo no se cumple). El sexo aparece tardíamente en el libro; es casi invisible en lo que puede considerarse la primera parte de la historia, pero desde que asoma, en el instante en que casualmente toca Tirant los pechos de la bella Agnés al quitarle el relicario, su presencia ya no cesa y va paulatinamente creciendo hasta ocupar el primer plano de la acción durante la estancia de Tirant en la corte de Constantinopla . Pierde ímpetu durante los episodios africanos, pero reaparece con gallardía al final, y, de hecho, cierra la novela, cuando la emperatriz e Hipòlit coronan con un matrimonio sus amores adúlteros y subjetivamente incestuosos. El tratamiento del amor por Martorell no sólo es de una libertad poco frecuente; es sobre todo múltiple, complejo e imparcial. También aquí tiene el lector la sensación de que el suplantador de Dios ha alcanzado su soberbio designio de decirlo todo: desde el amor cortés de ritos matemáticos, lánguidas maneras y barroca retórica, que Tirant y la princesa representan (a ratos), hasta el ayuntamiento sin ceremonias, la pura fiesta del instinto, que celebran la emperatriz e Hipòlit, muchas formas y variedades intermedias aparecen, con su teoría y su práctica, sus desviaciones y sus fantasías. El novelista total es, como Dios, neutral. Martorell no toma partido entre el «amor tímido» y sentimental que Tirant considera el mejor, y el «amor vicioso» que alaba Estefanía y predica la casta Plaerdemavida: presenta ambos y deja que el lector juzgue por sí mismo. Los cuadros amorosos se suceden hasta constituir una verdadera exposición erótica: fiestas sensuales, fetichismo, lesbianismo, adulterios, amagos de violaciones, un incesto simbólico, «voyeurismo», técnicas de alcahuetería, juegos erógenos . Y también: el delicado simbolismo de la pasión, la idealización más refinada del deseo, las proyecciones míticas del amor, sus misterios, sus tormentos y goces secretos, sus impactos físicos, su críptico lenguaje. Es verdad que en el elenco de la novela no figura ninguna prostituta, pero sucede que en Tirant lo Blanc el amor tiene casi siempre implicaciones mercenarias. Los amantes cambian caricias y dinero indiferentemente: un escribano posee a la «honesta señora de Rodas» porque le arroja a las faldas unas joyas y un puñado de monedas, después de la primera noche de amor la emperatriz gratifica a su amante con una joya que vale más de cien mil ducados, la princesa Carmesina distrae dinero del Imperio para regalárselo a Tirant. El culto cristiano a la virginidad está puntillosamente descrito, y asimismo las complicaciones que origina y los sustitutivos que engendra. Los suspiros, sollozos, desmayos y lamentaciones poéticas del amor cortés se entrelazan inseparablemente con crudas exigencias de la carne, y así como un personaje ante el solo recuerdo de su amada cae al suelo de bruces malherido de amor, hay un beso que demora exactamente lo que un hombre en caminar una milla. El sexo contamina la guerra, la política, la moda, y hasta traumatiza la religión: Diafebus besa a Estefanía en la boca tres veces en honor a la Santísima Trinidad. Hay amores a primera vista como el de Tirant por Carmesina, graduales como el del infante Felip por la princesa Ricomana, sin éxito como el de Plaerdemavida por Hipòlit y el de la reina Maragdina por Tirant, fantásticos como el de Espèrcius por la doncella encantada de la isla de Llango, delictuosos como el de la Viuda Reposada por Tirant, y «transferidos» en el sentido psicoanalítico, como el de la emperatriz por Hipòlit. Una «novela erótica», desde luego, pero ¿sólo erótica?
¿Una novela psicológica? También podría ser una «novela psicológica» «avant la lettre», al menos porque en la caracterización de los personajes Martorell emplea sutilezas y matices desconocidos en las narraciones de caballería. En éstas, la riqueza de la acción suele contrastar con la monotonía subjetiva del protagonista, que es exclusiva superficie, como la figura de un tapiz, repetición mecánica de cualidades y defectos abstractos e inmutables. Capaz de empresas descomunales, el héroe caballeresco carece, sin embargo, de dimensión interior, y su psicología suele ser tan compleja como la de su caballo. En Tirant lo Blanc, en cambio, se advierte un afán de profundización en algunos personajes, una voluntad de atravesar su presencia sensible para descubrir el origen, las motivaciones de sus actos en su invisible vida interior. Esta averiguación de la intimidad, esta descripción de la psicología individual no es nunca forzada. El autor no la impone al personaje y al lector a fuerza de adjetivos: las personalidades se van dibujando de manera objetiva y gradual, a través de los comportamientos. Es cierto que un maniqueísmo convencional preside básicamente la acción de la novela: en las guerras, los cristianos encarnan la verdad y la justicia, y los musulmanes la mentira y la injusticia, y por ejemplo los genoveses siempre están en el lado de los malos. Pero este esquematismo se atenúa y la visión es menos rústica cuando la anécdota se aleja del campo de batalla. Por lo pronto, que los cristianos pertenezcan a la facción de la verdad, no significa que individualmente valgan lo mismo: hay entre ellos avaros como el infante Felipm envidiosos, traidores y asesinos como el duque de Macedonia, inescrupulosos y codiciosos como Hipòlit. Y entre los infieles de la «secta mahomética» hay seres generosos y dignos como Escariano y Maragdina (pero infaliblemente se convierten). En las novelas de caballería proliferan los sueños y su función es clarísima : son las puertas de entrada a la maravilla y el milagro. Aquí también hay sueños de esta índole, pero, además, hay dos sueños falsos que son puertas de entrada a la intimidad secreta del protagonista: el que inventa Plaerdemavida sobre las bodas sordas en el castillo de Maleví, y el que la emperatriz se atribuye luego de su noche de amor con Hipòlit . Ambos sueños falsos descubren la raíz, la razón profunda de la singular conducta de ambos personajes frente al sexo. La inhumanidad del personaje de la novela primitiva proviene de su rigidez: son seres previsibles, idénticos a sí mismos. En Tirant lo Blanc algunos personajes evolucionan, cambian de manera de pensar y de actuar, su personalidad aparece no como envoltura de una esencia fatídica, sino como resultado de un proceso. Antes de conocer a Carmesina, Tirant desdeña a las mujeres, las tiene por vanas cotorras («sabuda cosa és que tot l’esforç de les dones és en la llegua», dice) y se burla de los enamorados («Bé son folls tots aquells qui aman»); luego, las diviniza y antepone el amor a todas las cosas. Antes de conocer a Hipòlit, la emperatriz parece haber sido una esposa fiel, y la Viuda Reposada una dueña inmejorable antes de enamorarse de Tirant: esas experiencias las cambiaron. Pero, fuera de cambiar, los personajes también se contradicen y a veces se descubren abismos entre lo que aquellos creen o dicen que son y lo que sus actos muestran que realmente son. Esos conflictos y desajustes de que el personaje es sede, lo enriquecen y lo humanizan, porque aparece en él ese elemento privativo de lo humano que es la ambigüedad. Tirant, por ejemplo, parece en un momento querer dar de sí mismo la imagen de un seductor: «No acostume io de combatre donzelles sinó en cambra secreta, e si és perfumad e algaliada més me plau.» Pura fanfarronería: en realidad es un tímido. Su timidez se disimula con la máscara de la modestia, al principio de la novela, cuando no se atreve a decir al ermitaño que él fue «el mejor de los vencedores» durante el torneo de Inglaterra y cuando se retira avergonzado al comenzar a contar Diafebus sus hazañas a Guillem de Varoic, pero en la corte griega aparece al desnudo en sus vacilaciones y escrúpulos con Carmesina, lo que exaspera a Plaerdemavida, que es partidaria de la osadía y la violencia amorosa. Tirant sabe que en cuestión de amor es un ser inhibido, porque trata de justificar esta limitación personal con una teoría, la defensa intelectual que hace del «amor tímido» ante la infanta Ricomana . Pero, curiosamente, esta timidez que lo maniata cuando ama, desparece y es reemplazada por la mayor audacia cuando se trata de amores ajenos: no sólo es un habilidoso forjador de matrimonios, sino que recurre a la fuerza de sus brazos para ayudar a Felip cuando éste trata de violar a Ricomana. El caso de Plaerdemavida es parecido, y ya Menéndez y Pelayo señaló la contradicción que hay en ella: es el personaje que emplea el lenguaje sexual más atrevido, el que trama y refiere los sucesos eróticos más imaginativos de la novela, pero al mismo tiempo es relativamente casta. Sus juegos con la princesa la muestran como una moderada, inconsciente lesbiana. En todo caso, es innegable que goza viendo, oyendo, fomentando el amor y no practicándolo. Lo que puede significar que ver, oír y fomentar el amor ajeno sea su manera de practicarlo, y un indicio de esto es su reacción la noche que espía las bodas sordas del castillo de Malveí; se inflama tanto, confiesa, que tiene que correr a mojarse. Estefanía es menos ambigua, más consecuente: teoriza favorablemente sobre el «amor vicioso» ante Carmesina y la noche de las bodas sordas pone en práctica sus convicciones. Pero el personaje de mayor complejidad psicológica es, desde luego, la emperatriz, que parece concebida para servir de ejemplo a Freud. Gracias a ella, Tirant lo Blanc llega, si no a incorporar plenamente, por lo menos a insinuar, dentro de su construcción de una realidad total, la existencia del mundo subconsciente. Al principio, su amor con Hipòlit parece un adulterio trivial. Pero pasada la primera noche de amor, la emperatriz describe al emperador un sueño falso en el que hace una curiosa identificación entre su amante y su hijo muerto, una transubstanciación mental. Sus relaciones con Hipòlit le descubren a ella misma (en todo caso al lector) una tendencia incestuosa reprimida que se objetiva gracias a una sustitución. Esta transferencia está destacada durante toda la relación de los amores de la pareja: la emperatriz llama a Hipòlit «mon fill», y un día, ante el emperador, Tirant y las doncellas, toma a aquél de la mano y proclama: «E puic aquell que tant he amat no puc haver... aquest será en lloc d’aquell, e prenc a tu per fill, e tu preu a mi per mare». ¿Se da realmente cuenta la emperatriz de lo que ocurre? Tanto impudor ya no es impudor, sino probablemente ignorancia. Pero Hipòlit sí sabe muy bien lo que pasa, ya que, al morir la emperatriz, calcula «tota vergonya a part posada» que la emperatriz se casará con él por esta sorprendente razón: «car acostumada cosa és de les velles que volen llurs fills per marits esmenar les faltes de llur jovent volent-ne fer aquella penitencia».
Una «novela total». Novela de caballería, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos. Objeto verbal que comunica la misma impresión de pluralidad que lo real, es, como la realidad, objetividad y subjetividad, acto y sueño, razón y maravilla. En esto consiste el «realismo total», la suplantación de Dios. ¿Es menos real lo que los hombres hacen que lo que creen y sueñan? ¿Las visiones, pesadillas y mitos existen menos que los actos? La noción de la realidad de los autores de caballería abraza en una sola mirada varios órdenes de lo humano y en ese sentido su concepto del realismo literario es más ancho, más completo que el de los autores posteriores. Pero hay que reconocer que, a menudo, en sus libros el elemento legendario, mítico e irracional acaba por sumergir y borrar al histórico, objetivo y racional. La originalidad de Martorell reside en que en su novela ocurre lo contrario, la proporción en que están representadas esas dos caras de lo real en Tirant lo Blanc es más bien la inversa. Esta ha llevado a algunos a aplicarle la estrecha definición de realismo literario que excluye de lo real aquello cuya existencia no es racionalmente demostrable. En Tirant lo Blanc la dimensión fantástica de lo real aparece al igual que en el Amadís de Gaula o en el Caballero Cifar, aunque en una dosis mucho menor. Además, en Martorell se advierte un suave escepticismo frente a la credulidad de su época: usa pero no abusa de los milagros, la magia no lo entusiasma en absoluto, sus supersticiones son discretas, los mitos que acepta son literarios. Es un imaginativo irredimible y, al mismo tiempo, un racionalista esforzado. Trata de explicar las infalibles victorias de Tirant por su resistencia física, «que li dura tant com vols», y permite que Tirant caiga herido muchas veces, lo que prueba que es vulnerable, y que tenga accidentes tan banales como caerse de una ventana y de un caballo y que muera de enfermedad, lo que indica que, pese a sus proezas, no es ontológicamente distinto de cualquier hombre vulgar. Diafebus, luego de enumerar a Guillem de Varoic los prodigios que contiene el palacio de la Roca –por ejemplo, una doncella esmaltada en oro que orina vino blanco–, trata de convencerlo de que estas maravillas no son obra «de nigromancia», sino de «artificio». Las explicaciones son poco convincentes, a veces la racionalización de lo fantástico resulta todavía más fantástica. Pero esto no debilita el realismo del libro, sino lo robustece, pues significa que el autor ha logrado inocular a los fantasmas de su mundo una vida propia tan poderosa que no consigue destruirla ni su propia inteligencia. Cada época tiene sus fantasmas, que son tan representativos de ella como sus guerras, su cultura y sus costumbres: en la «novela total» esos elementos vertiginosamente coexisten, como en la realidad. La Edad Media de Tirant lo Blanc, como la Francia de La Comedia Humana, la Rusia de La Guerra y la Paz, el Dublín del Ulises y el condado de Yoknapatawpha de las novelas de Faulkner, ha sido erigida a imagen y semejanza de la realidad. Pero de lo que conocían de la realidad los hombres de una época dada: ese enjambre de verdades y mentiras confundidas, ese cúmulo de observaciones e invenciones tienen fecha y lugar de nacimiento; fueron elaboradas con materiales que el creador recogió en alguna parte y que imaginó en algún momento: en otro lugar y en otro tiempo no hubieran sido los mismos. Es verdad que todo lo existente le sirvió de alimento; pero no lo que todavía no existía. Se valió de todo lo que la inteligencia y la fantasía de los hombres habían descubierto o puesto en la realidad: pero no de lo que los hombres venideros desecharían, agregarían o modificarían. Es en este sentido y sólo en éste que Tirant lo Blanc (la novela en general), además de creación autónoma, es también testimonio fiel de su época. Sus datos históricos pueden estar equivocados como los de La guerra y la paz, sus observaciones sobre la vida social ser exageradas y caricaturales como las de La comedia humana: pero esas equivocaciones, exageraciones y caricaturas son también rasgos distintivos de una época y reflejan tan válidamente como un hecho histórico o un documento social las características de un mundo. Las acciones desmedidas de Tirant lo Blanc, sus personajes inusitados, sus reinos ficticios, delatan una mentalidad: las creencias que estimulaban a los hombres medievales, los tabúes que los frenaban, el alcance de sus conocimientos y la frontera de sus sueños.
Hurtos, plagios, invenciones. Creación de una «realidad total» a imagen y semejanza de la realidad total de su época, Tirant lo Blanc es por lo mismo el producto más cabal de ésta, una representación de su modelo. Martorell utilizó todos los materiales que le ofrecía su tiempo: la vasta realidad fue su cantera al mismo tiempo que su paradigma. Aprovechó hechos históricos, experiencias personales y, desde luego, ajenas, saqueó vidas y muertes pasadas y contemporáneas. También saqueó libros: los críticos han localizado un rosario de plagios que comienzan en la dedicatoria de Tirant lo Blanc (copiada de la de Enrique de Villena en Los doze trabajos de Hércules) y terminan en las páginas finales de la novela (donde el segundo epitafio de Tirant y Carmesina reproduce el de dos personajes del valenciano Johan Roiç de Corella). En una novela, la procedencia de los materiales de creación importa menos que el uso que haga de ellos el autor; todo depende del provecho que les saque, pues en la creación literaria el fin justifica los medios. El novelista crea a partir de algo; el novelista total, ese voraz, crea a partir de todo. Los plagios de Martorell interesan en la medida que constituyen indicios de su ambición totalizadora, de su voluntad de servirse sin exclusiones y sin escrúpulos de toda la realidad como instrumento de trabajo, y en la medida en que muestran sus poderes omnímodos de creador, pues al no aparecer nunca como advenedizos, al estar tan perfectamente asimilados a su mundo verbal, esos hurtos literarios resultan tan necesarios a su ficción como los hurtos que perpetró en la historia, la geografía y los demás dominios de lo real y como sus propias invenciones. Es decir, interesan en la medida que esos plagios confirman su genio.
Una creación desinteresada. Todopoderoso porque se vale de todo para su empresa, omnisciente porque su mirada abarca desde lo más infinitamente pequeño hasta lo más infinitamente grande, ubicuo porque está en lo más recóndito y en lo más expuesto de su mundo, Martorell es también un novelista desinteresado: no pretende demostrar nada, sólo quiere mostrar. Lo que significa que, aunque está en todas partes de esa realidad total que describe, su presencia es (casi) invisible. La ignorancia que reinaba en torno a la novela de caballería hizo posible que se tuviera a Flaubert por el fundador de la noción de objetividad en la creación novelística. En realidad, el solitario de Croisset resucitó, perfeccionó, modernizó algo que se insinuaba ya en las novelas de caballería y que aparece más notoriamente que en otras en Tirant lo Blanc: la ficción como realidad autosuficiente, la desaparición del narrador del mundo de lo narrado. La novela total es una representación de la realidad a condición de ser una creación autónoma, un objeto dotado de vida propia. Si el espectador percibe al apuntador asomando entre bambalinas para dictar sus papeles a los actores la ilusión de la representación se rompe; si el lector divisa al autor interviniendo, actuando vicariamente, agazapado detrás de los personajes, la ficción se derrumba, porque quiere decir que esos seres no son libres y que la libertad del lector tampoco es respetada, que se le quiere hacer cómplice de un contrabando, imponerle ideas y credos que para que le resulten más digeribles vienen disfrazados de fábulas. Flaubert fue el primero en razonar lúcidamente sobre la necesidad de abolir al autor para que la ficción parezca depender sólo de sí misma y comunique al lector la perfecta ilusión de la vida, el primero en buscar conscientemente una técnica narrativa destinada a tal fin: «EL autor debe estar en su obra como Dios en el Universo, presente en todas partes y visible en ninguna parte», escribió a Louise Colet el 9 de diciembre de 1852. Pero cuatro siglos antes Martorell ya intuyó que la autonomía de su ficción era la condición de su existencia, que para que su mundo viviera ante el lector, él debía desterrarse, por lo menos esconderse. La realidad creada por él debía parecer desinteresada. El primer requisito para que un autor sea invisible es que sea imparcial frente a lo que ocurre en el mundo de la ficción. Martorell, ya lo vimos al hablar del amor en la novela, mantiene por lo general una actitud neutral respecto de lo que cuenta. Sus opiniones personales están tan hábilmente incorporadas a la anécdota que es difícil detectarlas. Resulta evidente que a veces un sentimiento de clase es más fuerte en él que la «conciencia profesional», como cuando rompe su estratégica reserva de autor para manifestar su odio a los juristas solidariamente con el Duc de Lencastre, y está claro también que participa del resentimiento de sus compatriotas contra los genoveses, pues además de colocarlos siempre en el bando de los infieles, en contra de la verdad histórica, no vacila en meter la cabeza en la novela para llamarlos «malos cristianos». Pero esas «intromisiones de autor» son escasas, y la mayoría se concentran en la última parte del libro, sobre todo durante los episodios africanos, lo que pudiera significar que la responsabilidad principal de ello incumbe a Martí de Galba. Incluso en el plano religioso, en el que para un autor medieval es muy difícil simular una actitud neutral, Tirant lo Blanc resulta sumamente equilibrada: los infieles tienen tantas ocasiones como los cristianos de exponer sus ideas, y sus discursos, desafíos y cartas de batalla no son nunca caricaturales, o lo son en la medida en que lo son también los de los cristianos. Es verdad que aquéllos pierden más batallas, pero Martorell consigue hacer creer al lector que las cosas ocurren así no por la voluntad del autor, sino por culpa de los propios árabes.
Ahora bien, ser imparcial no es ser indiferente: en el caso de Martorell quiere decir exactamente lo contrario. Si hay algo de lo que podemos estar seguros respecto de él a través de su novela es de su pasión narrativa. El placer de contar que se transparenta en esta selva de historias (y que contagia a los personajes, que no cesan de contarse historias unos a otros) es otro de los motivos de la relativa invisibilidad de Martorell, otra clave de su éxito en la creación de una realidad sino hilos, no empañada por la presencia intrusa del autor. Ávido de contar, no tiene tiempo para opinar; al abandonarse al placer de narrar, se extravía en la selva que su pluma va creando hasta desaparecer en ella, y sólo lo divisamos de cuando en cuando (por ejemplo, cuando interviene en primera persona para indicar que «deixe de recitar per no tenir prolixitat» las cosas que hablaron el Mestre de Rodas, el Rei, Felip y Tirant), reapareciendo un instante en medio de un claro, perdiéndose de nuevo en la maraña.
2. UNA REALIDAD «DISTINTA»
Pero además de parecernos soberana, emancipada de su creador, la realidad de Tirant lo Blanc nos
convence de que está viva; refleja la realidad que le sirvió de modelo
no como un cuadro, sino como un espectáculo, es una representación
viviente. El poder de persuasión de un creador está en relación directa
con su poder de convicción, su capacidad de convencer depende de su
capacidad de creer. Martorell, este imparcial, cree ciegamente en lo que
cuenta (en el peor de los casos hace creer que cree, pero aquí importa
lo mismo). ¿Cómo ha conseguido transmitir esa fe que da movimiento,
vibración, imprevisibilidad, espontaneidad, a ese mundo verbal liberado
de él, en qué forma ha dotado a esa propia realidad de palabras de un
poder de persuasión propio? ¿Por qué goza su ficción de vida autónoma?
Porque es diferente de su modelo, porque se ha alejado de aquello que
representa hasta convertirse en algo distinto. En Tirant lo Blanc
se ve admirablemente esa relación dialéctica entre literatura y
realidad, que exige de la ficción un distanciamiento de aquello que
expresa para expresarlo vívidamente. La condición de la fidelidad en
este caso es la traición. Porque la representación de la realidad total
que puede dar una novela es ilusoria, un espejismo: cualitativamente
idéntica, es cuantitativamente una ínfima partícula imperceptible
confrontada al infinito vértigo que la inspira. Da la impresión de ser
un caos tan vasto como el real, pero no es ese caos; representa la
realidad porque tomó de ella todos los átomos que componen su ser, pero
no es esa realidad. Su diferencia es su originalidad. Ya hemos visto
cómo Martorell recogió todos los materiales para su obra de la realidad
total de su tiempo; veamos ahora cómo los seleccionó, combinó y adulteró
para crear una realidad total única, original.
Única, original: provista de unas leyes, unas
maneras, unos significados, una coherencia y un orden que le son
propios. ¿Cuáles son las características más sobresalientes de esta
realidad «distinta»? En el mundo de Tirant lo Blanc es natural
que un león haga de mensajero y lleve entre sus colmillos una carta de
batalla al rey, y que haya muchachas tan blancas que se ve pasar el vino
por su garganta, como la infanta de Francia. Un vistazo en la penumbra
basta a un hombre para saber que las dueñas y doncellas que están en el
aposento son ciento setenta, ni una más ni una menos; un caballero puede
lidiar solemnemente con un perro, pero jamás con un plebeyo; no es
sorprendente que la estatura de alguien (Tomás de Muntalbá) sea tal que
un ser normal como Tirant le llegue a la cintura. Un temperamento
sentimental y sanguíneo es el más común: los guerreros lloran como
criaturas y se desmayan de amor, o los arrebatan cóleras que les
«revientan la hiel» y los matan, como a Kirieleison de Muntalbá y al Duc
d’Andria. Aquí pasa el tiempo pero los seres no parecen envejecer ni
perder su lucidez ni su fuerza, y aunque beben y se reproducen, los
hombres aparentemente nunca se embriagan ni crece el vientre de las
madres, porque ni la embarazada ni el borracho aparecen jamás. Se vive
para gozar y se goza matando, adornándose y fornicando, en este orden de
importancia. Los hombres gozan tanto o más que las mujeres adornándose;
violentos en el campo del honor, impetuosos en las alcobas, son también
unas damiselas de una coquetería aterciopelada que aman los trapos, las
joyas y los afeites casi tanto como la matanza. Pero, por encima de
todo, aman los ritos, el ceremonial: la forma justifica o invalida su
mundo, ella da sentido a los actos. Antes de un duelo, Tirant simula
proponer a su adversario «pau, amor e bona amistad» y hace eso «per
guanyar a nostre Senyor de sa part»; como Tirant vence y Dios conoce las
intenciones ocultas bajo las palabras, cabe entender que aquí hasta la
divinidad se interesa exclusivamente por las apariencias. El señor de
Agramunt ha jurado que todos los infieles de la ciudad de Montágata
«pasarán bajo su espalda», pero éstos se convierten al cristianismo
gracias al ingenio de Plaerdemavida: ¿qué hará para cumplir su juramento
sin volverse un genocida de cristianos? Él y Tirant sostendrán en alto
la espada y los habitantes de Montágata desfilarán bajo el arma: la
promesa queda así (formalmente) cumplida. Al llegar a Grecia Tirant
estima impropio que «la filla qui es succeïdora en l’Imperi sea nomenada
Infanta» y pide al emperador que en adelante se la llame princesa: el
cambio de apelativo es en realidad un cambio del ser. En este mundo
ritual no es el contenido el que determina la forma, sino ésta la que
crea el contenido. Por eso la condesa golpea al niño recién nacido para
que llore por la partida de su padre, Guillem de Varoic; no importa que
la criatura no sienta tristeza alguna: su llanto es la tristeza.
Por eso todas las doncellas que aparecen son «las más bellas del mundo»,
por eso la emperatriz es llamada incluso en sus noches adúlteras
«señora virtuosa», por eso a cada momento los ojos de los personajes
«destilan vivas lágrimas». Las palabras no nos dicen a nosotros lo que
quieren decir en ese mundo. Allá ser doncella es ser siempre la más bella del mundo, y si se es señora se es fatalmente
virtuosa, se haga lo que se haga, y la única manera posible de
emocionarse es destilando vivas lágrimas por los ojos. Si los personajes
hablan tanto, si los adversarios se eternizan cambiando desafíos
escritos y orales antes de pasar a la acción (como le ocurrió en vida a
Martorell) y los enamorados postergan la consumación física del amor con
interminables discursos, es porque, en esta realidad formal, el
lenguaje es una fuente inagotable de felicidad, el instrumento
primordial del rito, la materia con que se fabrican las fórmulas: él
embellece o afea los actos, él funda los sentimientos. También la
religión importa por razones estéticas y hedonistas; suministra
procesiones, misas, acciones de gracias, bautizos, conversiones:
multitud de ceremonias, multitud de goces. Uno de los oficios más dignos
de este mundo es la alcahuetería. La alcahueta principal de la novela
es la joven, bella, inteligente Plaerdemavida, amada por todos los que
la rodean; pero también son alcahuetas en algún momento todos los
personajes importantes. Tirant, por ejemplo, practica la tercería en
grados diversos con Felip y Ricomana, Escariano y Maragdina, Justa y
Melquisedec, Plaerdemavida y el señor de Agramunt, y Diafebus u
Estefanía colaboran con Plaerdemavida en facilitar la conquista de
Carmesina por Tirant. ¿Por qué es un oficio tan practicado la
alcahuetería? Porque es una forma de estrategia y de este modo se parece
a la guerra, la diversión principal de este mundo: Tirant forja el
matrimonio del avaro Felip con la infanta Ricomana mediante astucias y
emboscadas semejantes a las que emplea para derrotar a sus enemigos.
Casar y guerrear son para él una manera de gozar.
3. LA ESTRATEGIA NARRATIVA
Seleccionar dentro de los materiales de la realidad
aquellos que serán la materia prima de la realidad que creará con
palabras, acentuar y opacar las propiedades de los materiales usurpados y
combinarlos de una manera singular para que esa realidad verbal resulte
original, única, es el aspecto irracional de la creación de una novela,
una operación condicionada por las obsesiones del novelista, el trabajo
que realizan sus demonios personales. Hacer brotar la vida en el
material seleccionado y preparado por los fantasmas de su vida interior
es, en cambio, el aspecto racional de la creación, lo que depende
únicamente de la inteligencia, la terquedad y la paciencia del novelista
(estos dos aspectos de la creación no son, desde luego, separables en
la práctica). La vida brota en la ficción gracias a una distribución, a
un orden, a una manera de presentación de esa materia prima: es lo que
se llama la «técnica» de un novelista, lo que el vocabulario de moda
denomina la «estructura» de una novela. Si en Martorell se encuentra ya
formulada la ambición totalizadora del suplantador de Dios, esa
concepción de la novela total que ha originado las más osadas creaciones
novelísticas, desde el punto de vista de su construcción, Tirant lo Blanc
es todavía más actual, porque los procedimientos y métodos de
organización de la materia narrativa de Martorell anuncian casi toda la
estrategia de la novela moderna.
Los cráteres activos. A diferencia con lo que
ocurre en un poema plenamente logrado, que su contenido emocional y sus
tensiones internas (sus vivencias) se hallan parejamente distribuidas
desde su iniciación hasta su fin, las corrientes anímicas de una novela
(sus vivencias) siguen una línea fluctuante, desigual, debido a los
irremediables «tiempos muertos», aquellos episodios indispensables, pero
que tienen un valor puramente relacional, porque carecen de vida propia
y sólo sirven para esclarecer o emparentar a los episodios esenciales,
que sí la tienen. Estos últimos son los «cráteres activos» de una
novela, aquellos puntos donde se registra una fuerte concentración de
vivencias. Focos ígneos, derraman un flujo de energía hacia los
episodios futuros y anteriores, impregnándolos de vitalidad cuando no la
tienen, entonándolos cuando sus vivencias son débiles. Ninguna novela
mantiene una misma sostenida vivencia de principio a fin: su grandeza
consiste en la existencia de un mayor número de «cráteres activos» en el
espacio narrativo, o si no, en la intensidad de sus núcleos de energía.
Episodios a imagen y semejanza de la novela. En Tirant lo Blanc,
la formidable pretensión del conjunto de la obra –imponerse como una
realidad total única que a la vez es representación de la realidad
total, a la que refleja ilusoriamente en sus enormidades y minucias y a
todos sus niveles– tiene su réplica o equivalencia en las partes
esenciales que la componen. Novela concebida a imagen y semejanza de la
realidad, sus «cráteres activos» están concebidos a imagen y semejanza
de la novela. El emblema de su construcción podría ser un gran círculo
que hospeda sucesivos círculos concéntricos, o, tal vez, una espiral.
Cada «cráter activo» es una imagen reducida de la complejidad y
multiplicidad del todo, porque cada episodio esencial es una pluralidad
que representa un fragmento de realidad total, con sus contradicciones,
ambigüedades y varios niveles, tan eficazmente como el todo a la
realidad total. En dos de los episodios esenciales de Tirant lo Blanc
puede observarse el funcionamiento de los procedimientos técnicos de
Martorell que me parecen decisivos en su novela: aparición de Carmesina y
enamoramiento de Tirant y las bodas sordas. Estos dos episodios no son,
naturalmente, los únicos cráteres activos del libro, pero pueden servir
de indicio suficiente para descubrir el mecanismo que mueve al
conjunto, porque en ambos esos procedimientos operan de la manera más
eficiente y porque en ellos se aprecia más llamativamente que en otros
la seguridad, la sutileza y la pericia con que Martorell organiza su
materia narrativa para que brote en ella la vida. Tienen en ese sentido
un valor ejemplar en relación con los demás. Conviene señalar, de paso,
que la división real de la novela en episodios esenciales y
relacionales, en cráteres activos y tiempos muertos, no corresponde a la
división en capítulos con que fue editada. ¿Fue Martorell el que impuso
esa división en capítulos caprichosa y a veces disparatada, o fue Martí
de Galba o fue el editor?
Aparición de Carmesina y enamoramiento de Tirant: la muda o salto cualitativo y los vasos comunicantes.
Este episodio se inicia al final del capítulo CXVI («que un matí se
trobaren davant la ciutat de Constantinoble») y termina con el primer
párrafo del CXIX («...porem donar remei a la vostra novella dolor»). Su
materia es la siguiente: recién llegado a Constantinopla, Tirant es
recibido solemnemente por el emperador, que lo nombra capitán imperial y
lo lleva al palacio donde la emperatriz y la infanta Carmesina guardan
luto estricto por la muerte del príncipe heredero. Tirant ve a Carmesina
y se enamora de ella, luego ordena que se levante el duelo y después se
retira a su posada herido de amor. Allí lo encuentra su primo y
compañero de armas Diafebus, a quien confiesa su pasión y quien lo
consuela y anima. Esta materia está descompuesta en la narración en
planos cualitativamente distintos que se cruzan y descruzan hasta
constituir una perspectiva múltiple y contradictoria, cambiante,
alternativamente vertical y horizontal, poliédrica, que agota (parece
agotar) todas las direcciones, secretos y sentidos de lo narrado. A lo
largo del episodio el eje de la narración rota imperceptiblemente por
cuatro comarcas de lo real, lleva y trae al lector por cuatro estratos u
órdenes de realidad, de modo que ese discreto, pero constante trajín,
le permita atrapar ese fragmento de realidad en su complejidad y
diversidad: en su totalidad. La narración ha integrado en una
indiferenciable fluencia, en una unidad, cuatro planos, cuatro
dimensiones de lo real:
a) Un nivel retórico, que puede llamarse también
general, abstracto o filosófico, y que asoma en los momentos
impersonales del episodio, cuando la narración es pura voz. Lo
componen los discursos: el del emperador celebrando la llegada de
Tirant, el de Tirant agradeciendo su nombramiento de capitán de las
armas y de la justicia, el de Tirant en el palacio sobre las razones que
tienen deprimida a la población del Imperio y el de Diafebus exhortando
a Tirant a vencer el abatimiento en que lo ha sumido el amor. En
ninguno de estos momentos hay narración de hechos; la acción ha sido
reemplazada por consideraciones que adoptan siempre el carácter más
general y convencional: con el pretexto de dar la bienvenida a Tirant,
el emperador discurre sobre la nobleza del caballero que acuda en
socorro de quien necesita de su brazo; al urgir a la familia imperial a
abandonar el luto para animar a la población, Tirant reflexiona, en
realidad, sobre la unión visceral que existe entre el monarca y sus
súbditos y sobre los deberes de aquél para con éstos, y consolar a
Tirant es el subterfugio que permite a Diafebus glosar a Aristóteles y
hablar sobre la fatalidad del amor y las tácticas del varón en la guerra
amorosa. Aquí los personajes no dialogan, en cierto modo ni siquiera
hablan: recitan. No son personajes: sólo voces, en verdad una sola voz.
No expresan opiniones personales; mientras pronuncian esos discursos se
desindividualizan, adoptan una postura, un registro sonoro común en el
que se disuelve su personalidad y adquieren otra, general y ruidosa, que
los indiferencia y desvanece como individuos. Sus discursos son
canjeables, partes de un solo largo, desmembrado, salpicado discurso, y
en el instante de decir la parte que les toca, todos los personajes son
uno, es decir ninguno, es decir todos: son la época, el momento
histórico que viven, el mundo que los alberga. Y esa voz sin matices que
habla a través de ellos, que por momentos los convierte en
ventrílocuos, dice lo que siente, piensa, cree la comunidad: esta
abstracción populosa es la que opina, dogmatiza, pontifica a través de la voz.
La misma voz que, a lo largo de la novela, dicta las alambicadas frases
de las cartas de batalla y de los desafíos orales, la que arma los
artificiosos razonamientos que se emiten durante las ceremonias, la que
fabrica las enredadas fórmulas de la vida cortés, la que se explaya
sobre asuntos religiosos y cuenta la historia y explica los símbolos de
la caballería. Es la ideología oficial de un mundo, las convenciones
religiosas, culturales, sociales y morales que la sociedad ha
entronizado y legitimado (y que no son necesariamente en la práctica las
convicciones de los individuos de esa sociedad, como la novela lo
muestra, al describir conductas que contradicen las ideas que dicen
profesar los personajes), la superestructura espiritual lo que se
expresa en este nivel retórico en el que se sitúa por momentos la
novela. Es el nivel más fácilmente perceptible, porque se encarna casi
siempre en formas dadas, como el discurso o el documento, y además
porque cuando llega a él el lenguaje adquiere características muy
precisas: estiramiento, erudición, inmovilidad, frondosidad, chatura
conceptual. Siempre que es proyectada a ese nivel, la acción de la
novela se generaliza y descarna, se vacía de sangre y de emoción, la
recorre un frío glacial que, por un momento –hasta que se produce la
muda o salto cualitativo a otro plano de realidad–, debilita hasta casi
anularlo su poder de persuasión y amenaza con helar a los personajes.
Pero que el nivel retórico sea el menos vital, el más mecánico de los
niveles de realidad entre los que se mueve la narración, no significa
que sea el menos real: esa pura emisión de conceptos convencionales es
el telón de fonda contra el cual se dibujan las individualidades, el que
permite establecer diferencias entre los personajes, el factor gracias
al cual es posible medir, por contraste o parecido con los modelos
ideales instituidos por la sociedad, la conducta personal: el grado de
rebeldía o conformismo de cada cual, la manera como administra cada uno
el margen de libertad que le dejan esas coordenadas entre las que se
mueve. En este episodio, el contraste entre el nivel retórico y los
otros es más fuerte, por la impetuosa carga emocional que contienen
estos últimos. Ese contraste es revelador: exhibe el desajuste que hay
entre la teoría y la práctica, entre los fetiches y los hombres en la
sociedad de Tirant.
b) Un nivel objetivo, que se manifiesta en los
momentos en que la narración describe la realidad como pura
exterioridad. Los personajes se convierten en ojos y oídos, el relato en
fotografía y grabadora, el mundo se reduce a lo visual y lo auditivo.
Este nivel asoma cuando Tirant, guiado por el emperador, entra a la
cámara de la emperatriz, que «era mol escura sens que ni hi havia llum
ni claredat neguna». Se oyen unas voces (distintas de la voz,
diferenciables entre sí): la del emperador, la desmayada voz de la
emperatriz, la de Tirant pidiendo una «antorxa encesa». Al igual que
Tirant, el lector flota un momento sin rumbo entre los ruidos humanos
que brotan en la oscuridad, pero luego, en un largo párrafo de una
objetividad implacable, es instalada en los ojos de Tirant y con éste,
al chisporreteo de la antorcha, «véu un papalló tot negre... véu una
senyora vestida tota de drap gros... véu un llit (donde la infanta)
estava gitada... ab brial de setí negre...», y al pie de su cama «véu
estar cent setanta dones e donzelles». La precisión numérica final no
sólo indica la facultad de Tirant de averiguar con una simple ojeada el
número exacto de personas que componen una multitud; sobre todo, subraya
la voluntad de objetividad que anima en este momento al narrador. El
lector se entera de lo que se ve y se oye en el cuarto, nada más; ignora
los pensamientos y los sentimientos que inspiran a Tirant las imágenes y
las voces que percibe. En este momento (y en todos los momentos en que
se sitúa en el nivel objetivo) la novela es realidad sensorial compacta,
mundo conformado por objetos y seres que son sólo forma, color, gesto,
tamaño. Luego el eje de la narración se aparta de Tirant y el lector ve,
de lejos, que aquél hace una reverencia a la infanta, que le besa la
mano, que abre las ventanas de la cámara. Y en ese instante la narración
cambia sutilmente de nivel, el lector es precipitador a través de esa
superficie que era el mundo a una dimensión íntima, no conformada por
actos, sino por sensaciones, sentimientos y emociones.
c) Un nivel subjetivo. Al abrirse las ventanas
«aparegué a totes les dames que fossen eixides de gran captivitat por ço
com havia molts dies que eren posades en tenebres per la mort del fill
de l’Emperador.» Una frase como un breve fogonazo ha provocado un cambio
cualitativo en la realidad, ésta ha mudado de naturaleza, ha saltado a
una dimensión hasta entonces oculta. Pero inmediatamente después de esta
frase la narración regresa al nivel retórico, en un nuevo salto o muda,
y el lector oye a Tirant, convertido en la voz impersonal, razonar sobre la tristeza del pueblo y aconsejar a la familia imperial que cese el duelo, y la voz
pasa entonces por unos segundos a la boca del Emperador para decir que
estima bueno el consejo. Entonces, nuevamente, tiene lugar otro salto o
muda, la narración cambia una vez más de nivel, regresa a esa dimensión
subjetiva que había aparecido y desaparecido y ahora reaparece: «Dient
l’Emperador tals o semblants paraules les orelles de Tirant estaven
atentes a les raons, e los ulls d’altra part contemplaven la gran
bellesa de Carmesina.» Tirant era un oído y una mirada indivisibles al
entrar a la cámara, luego una voz que se confundía con las convenciones
de su tiempo, ahora es dos coses a la vez: una oreja atenta al
emperador, unos ojos que espían a la infanta. Ha ocurrido en él una
duplicidad, un desgarramiento, y por esa resquebrajadura de su ser, que
hasta ese instante era sólo presencia física, acto, sentidos y vehículo
de la voz, porque sólo estaba descrito en los niveles retórico y
objetivo, el lector va a irrumpir en su mundo interior y va a descubrir
si vida afectiva. Orejas pendientes del emperador, ojos pendientes de
los pechos desnudos de Carmesina, Tirant es dos: uno para el emperador,
otro para el lector. Hasta entonces, lo que Tirant hacía, oía, veía y
decía era advertido por el lector y también por el emperador y la demás
gente que se halla en la cámara del palacio. A partir de ahora, ya no:
algo sucede en Tirant que permanece escondido para todos los presentes,
que sólo el privilegiado lector comparte con él; algo que no se puede
oír ni ver, que pertenece a un estrato impalpable de lo real: lo que
Tirant siente. La subjetividad se ha instalado en este mundo, la
realidad ha crecido. Los hombres ya no sólo son acto, percepción y
ventriloquía; ahora son también asiento de procesos misteriosos que los
abruman o exaltan, víctimas de fuerzas incontrolables que los hacen
gozar o sufrir. Procesos subjetivos que sólo se pueden expresar
subjetivamente: los pechos de Carmesina son «dues pomes del paradís que
crestallines parien, les quals donaren entrada als ulls de Tirant, que
d’allí avant no trobaren la porta per on eixir, e tostemps foren
apresonats en poder de persona lliberta, fins que la mort dels dos féu
separació».
d) Un nivel simbólico o mítico. Luego de
describir alegóricamente el intempestivo, fatídico enamoramiento de
Tirant y de indicar que se ha levantado el duelo, la narración traslada
al lector, junto con el emperador, la emperatriz, Carmesina y Tirant a
otra habitación del palacio, y este cambio de lugar es importantísimo,
porque implica una nueva muda o salto cualitativo, esta vez a un nuevo
plano de realidad. ¿Qué tiene de particular esta habitación? No que esté
«molt ben emparamentada», sino que está «tota a l’entorn hestoriada de
les següents amors: de Floris e de Blanxes-flors, de Tisbe e de Píramus,
d’Eneas e de Dido, de Tristany e d’Isolda, e de la reina Ginebra e de
Lancalot, e de molts altres». Esos enamorados mitológicos, esas parejas
arquetípicas de la literatura medieval, están en las paredes de la
habitación como elementos decorativos, pero en la narración cumplen otra
función: son símbolos premonitorios. Tirant acaba de enamorarse de
Carmesina; no es casual que un momento después él y la infanta se hallen
rodeados de las imágenes de esas parejas que encarnan ante la mente
medieval la pasión inefable, la idea misma del amor. Esa breve frase
está llena de sobrentendidos proféticos, de contraseñas mágicas, y su
mensaje oculto es el siguiente: el amor que acaba de nacer está llamado a
inscribirse también, como esos amores pintados en las paredes, en el
mundo eterno del mito y la leyenda, a perdurar fuera del tiempo, a
convertirse a su vez en símbolo. Ha aparecido así la dimensión simbólica
o mítica de lo real, que ya se había hecho visible en la novela antes,
cuando el ermitaño Guillem de Varoic evocó a los «valentíssim cavallers,
los quals foren Lancelot del Llac, Galvany, Boors e Perceval, e sobre
todo Galeàs, qui per virtut de cavalleria e per sa virginitat fon
mereixedor de conquistar lo Sant Greal» y con los episodios de la Roca, y
que más tarde volverá a instalarse en la novela con la llegada de
Morgana y la aparición del Rey Artús en la corte de Bizancio, y con la
aventura del caballero Espèrcius en la isla del Llango. Ahora la
realidad no sólo está hecha de convenciones (nivel retórico), de
acciones (nivel objetivo), de sentimientos (nivel subjetivo), sino
también de un nivel intemporal (simbólico o mítico), al que ciertas
acciones y sentimientos se elevan por su cualidad inusitada y grandiosa
para durar eternamente en las mentes, los corazones y las creencias de
los hombres.
Así, la realidad ha ido extendiéndose a lo largo del
episodio, descubriendo los diversos planos que la componen, y éstos, al
cruzarse y descruzarse mediante mudas o saltos, han ido modificándose,
enriqueciéndose mutuamente, porque las tensiones y cualidades propias de
cada uno circulaban por los otros como el líquido por un sistema de
vasos comunicantes. Porque lo que sucede en cada uno de estos planos
sólo es plenamente inteligible desde la perspectiva de los otros planos,
y esta interacción dinámica que encadena a convenciones, actos,
sentimientos y símbolos hace de ellos elementos de un todo inseparable:
de su alianza surge la vida. La maestría técnica de Martorell restituye
en el momento de la narración esa perfecta unidad de la diversidad, esa
diversidad de la unidad que caracteriza lo real, gracias al empleo
simultáneo de los dos procedimientos: la muda o salto cualitativo, que separa, aparta, distingue en la realidad los diferentes planos que la componen, y los vasos comunicantes,
que unifica, reúne, integra los elementos de una sola fluencia: de esa
doble operación brota la vivencia como la chispa del frote de dos
piedras. La narración pasa de un nivel a otro de una manera que sólo
registra la lectura calculadora, desconfiada y cirujana del crítico;
pero en la lectura desprevenida, desinteresada e inocente del lector,
esas idas y venidas no se advierten. Se advierten, sí, las consecuencias
de esos tránsitos: el movimiento, la ambigüedad, la profundidad, la
animación de que dota al episodio esa perspectiva móvil. Las mudas o
saltos generan átomos de energía que los vasos comunicantes distribuyen
por los diversos planos, y al chocar entre sí y fundirse en unidades de
energía cada vez mayor que siguen desplazándose al compás de esta
perspectiva itinerante, estos átomos desatan el incendio generalizado
que imprime a ese fragmento de realidad esa cálida fluencia interior que
se llama la vida. Los cambios de perspectiva obedecen a una estricta
necesidad, están graduados de tal modo que resultan siempre
iluminadores, reveladores, porque aportan un elemento nuevo o introducen
una modificación indispensables a la comprensión total de la realidad
descrita. Eso da coherencia al relato, verosimilitud a lo narrado,
precisión y transparencia a la dicción.
El procedimiento de la muda o salto cualitativo es
frecuente en la novela de caballería, donde la realidad pasa
constantemente de un nivel racional a un nivel irracional, de un plano
histórico a un plano maravilloso, pero en ninguna obra caballeresca es
utilizado con la eficacia que en Tirant lo Blanc. Alterar
imperceptiblemente la naturaleza de una realidad, someter a mudas
silenciosas una situación, reemplazando su contenido inicial por otro
distinto sin que la apariencia exterior del relato registre la
sustitución o la registre cuando el lector está ya empapado por la nueva
materia, desarmado, sin fuerzas para rechazar esa distinta dimensión de
lo real que le ha sido comunicada sin anuncio, es la estratagema más
empleada por los autores del género fantástico, el recurso gracias al
cual el lector acepta el destino de pesadilla de los personajes de Kafka, cree que el hombrecillo de Cortázar que visita el Jardín des Plantes acaba por convertirse en una bestiecilla acuática, admite
que el mareo singular del héroe sórdido de Céline que cruza el Canal de
la Mancha se propague y se transforme en un gran vómito universal en el
que la humanidad entera parece arrojar las entrañas. En Martorell esta
organización de la materia narrativa tiene ya la flexibilidad, la
funcionalidad que tendrá más tarde en manos de los maestros de lo
insólito, que harán de la muda o salto cualitativo el procedimiento
básico para conseguir el asentimiento del lector hacia sus alucinadas
criaturas y sus macabras visiones.
En cuanto al principio de los vasos comunicantes,
aplicada a la ficción, ha llegado a ser tan corriente en la narración
moderna, a identificarse tanto con la técnica de la novela, desde que
Flaubert lo empleó en el célebre capítulo de «Los comicios agrícolas» de
Madame Bovary, narrando simultáneamente el diálogo amoroso de
una pareja y la farsa electoral que ambos observan al pie del balcón
donde se hallan, hasta su utilización por Faulkner, que llegó a montar
toda una novela sobre este procedimiento –The wild palms, donde
las historias entrelazadas e independientes de la pareja adúltera y del
presidiario se convierten, por obra de la construcción, en el anverso y
reverso de una sola misteriosa historia–, que la crítica olvida con
frecuencia señalar que ya aparece en la novela clásica. Asociar, dentro
de una unidad narrativa, episodios que ocurren en tiempo o/y espacio
diferentes, o que son de naturaleza distinta, de modo que las tensiones y
emociones particulares a cada episodio pasen de uno a otro,
iluminándose, esclareciéndose mutuamente, para que de estas mezclas
brote la vivencia, es uno de los recursos que ya utilizó Martorell.
Las bodas sordas y el sueño de Plaerdemavida: la caja china y los vasos comunicantes.
Las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina, Diafebus y Estefanía
en un aposento del castillo de Malveí, espiados por Plaerdemavida (el
episodio comienza a la mitad del capítulo CLXII, «Com fon nit e l’hora
fon disposta...», y termina a la mitad del CLXIII, «Per cert, fort dolor
és al despertar qui bon somni somia»), constituye uno de los episodios
más logrados de la novela, por la riqueza de su materia, su lujosa,
alborozada sensualidad, su libertad moral, y por la sabiduría de su
composición. Una imaginación osada se alía aquí a un dominio excepcional
de la técnica narrativa. Martorell cruza los planos temporales,
modifica el punto de vista de la narración, combina los elementos
eróticos, sentimentales, humorísticos y psicológicos con una
inteligencia sin falla para sacar el máximo provecho de los contenidos
anímicos de la materia utilizada.
Es preciso desmontar y armar el episodio para comprobar
la habilidad con que está concebida su estructura. La materia es la
siguiente: Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y a Diafebus en un
cuarto del castillo cuando la demás gente está dormida. Allí, sin saber
que Plaerdemavida las espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas
pasan la noche entregadas a juegos amorosos, anodinos en el caso de
Tirant y Carmesina, definitivos en el de Diafebus y Estefanía. Al
amanecer, los amantes se separan y, horas después, Plaerdemavida revela a
Carmesina y Estefanía que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
El orden cronológico real de los sucesos es: 1)
Introducción de Tirant y Diafebus en el aposento (pasado); 2)Juegos
amorosos (presente), y 3) Revelación de Plaerdemavida (futuro). Ahora
bien, en la novela el episodio está referido de manera discontinua,
según un ordenamiento temporal distinto del real. La narración relata
los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a
Tirant y Diafebus en el aposento para decidir «quin remei porien pendre
en llurs passions», explica como Plaerdemavida, viendo que la princesa
no se quiere acostar y sintiéndola luego perfumada, sospecha que «s’hi
havia de celebrar festivitat de bodes sordes», y simula dormir, y cómo
Estefanía, cuando cree que todas las doncellas están dormidas, hace
entrar a los dos amantes sigilosamente. El relato prosigue, hasta ahora
dentro del orden real de los sucesos, refiriendo el deslumbramiento de
Tirant al divisar a la princesa bellamente ataviada, y cómo aquél cae de
rodillas a sus pies y les besa las manos. Y aquí, bruscamente, se
produce una ruptura temporal: «E passaren entre ells moltes amoroses
raons. Com los paregué hora de poderse’n anar prengueren llur comiat, e
tornaren-se’n en la llur cambra.» El relato salta al futuro, dejando el
abismo silenciado del presente una ambigua y sabia interrogación: «¿qui
pogué dormir aquella nit, uns per amor, altres per dolor?» Martorell no
olvida al lector: esta distorsión temporal está destinada a crear una
expectativa, una ansiedad, un apetito, a interesar más profundamente en
el relato al que lee, estimulando su imaginación y excitando su
impaciencia. Luego la narración lleva al lector a la mañana siguiente.
Plaerdemavida se levanta, entra al aposento de la princesa y halla a
Estefanía «asseita en terra, e les mans no li volien ajudar a lligar lo
capell: tan estava de bona gana tot plena de lleixau-me estar». He aquí
un nuevo aguijón en el espíritu del lector, una nueva ambigüedad para
azuzar su curiosidad y su malicia: ¿qué ha ocurrido, por qué ese
voluptuoso abandono de Estefanía? Plaerdemavida demora todavía un rato
el instante de la confidencia, bromea con suave perversidad, ¿qué siente
Estefanía?, ¿por qué ese semblante?, ¿y si fuera a morirse?, ¿no le
duelen los talones? Ya que Plaerdemavida ha oído decir a los médicos que
a «nosaltres, dones, la primera dolor nos ve en les ungles, aprés al
peus, puja als genolls e a les cuixes, e a vegades entre en lo secret, e
aquí dóna gran turmen e d’aquí se’n puja al cap, torba lo cervell, e
d’aquí s’engendra lo mal de caure.» Alusiones, indirectas que van
enardeciendo la atmósfera, impregnándola de un vaho excitante y malsano,
de relentes pecaminosos. Y, por fin, Plaerdemavida, valiéndose de un
ardid, revela a las dos mujeres que ha sido testigo de lo ocurrido la
noche anterior. Ha tenido un sueño, dice, y en él vio venir a Estefanía
con un «estadal encès» e introducir a Tirant y a Diafebus en el
aposento. He aquí la segunda ruptura temporal. El relato retrocede del
futuro al presente, los juegos amorosos son revelados al lector a través
del supuesto sueño que Plaerdemavida refiere a las dos princesas. Así,
pues, la distribución de la materia es: 1) Introducción de Tirant y
Diafebus (pasado); 2) Revelación de Plaerdemavida (futuro), y 3) Juegos
amorosos (presente).
A esta primera complejidad en la construcción se añade
otra: el cambio del punto de vista, la modificación del nivel de la
narración. Todos los preliminares y lo que sigue a los juegos amorosos
está contado por el narrador, corresponde al plano objetivo de la
realidad, en tanto que el núcleo del episodio, los incidentes en el
aposento –las caricias que cambian las parejas, las infructuosas
tentativas de Tirant para poseer a Carmesina, el doloroso desfloramiento
de Estefanía– no son contadas por el autor al lector, sino por un
personaje, Plaerdemavida, a otros personajes de la novela, Carmesina y
Estefanía. La narración se ha trasladado al plano subjetivo de la
realidad. Entre el lector y la materia narrativa ha surgido un
intermediario: el plano objetivo desaparece, se cruza un plano subjetivo
a través del cual pasa la materia antes de llegar al lector. En ese
tránsito, como es lógico, la materia sufre modificaciones, se carga de
elementos emocionales que no le son propios, que pertenecen al
intermediario. Esta mezcla sutil es otro de los recursos más viejos de
la novela y podría llamarse de «la caja china». Así como en esas cajas
que, al abrirlas, aparece una caja más pequeña que a su vez contiene
otra, etc., en las ficciones construidas según el sistema de la caja
china, un episodio contiene a otro y a veces éste a otro, etc. Las mil y una noches
son un ejemplo mayor de utilización de este procedimiento –Scherezada
cuenta al sultán el cuento del mercader ciego en el que el derviche
cuenta a otros personajes el cuento de en el que, etc.–, y es
significativo que Martí de Riquer haya descubierto que el cuento del
filósofo de Calabria, narrado en el capítulo CX de Tirant lo Blanc, es muy parecido al relato de la noche 459 de Las mil y una noches.
Martorell se vale del procedimiento de la caja china varias veces: las
proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en
la corte de Inglaterra son reveladas al lector a través del relato que
hace Diafebus al Comte de Varoic; la captura de Rodas por los genoveses
es narrada a través de la relación que de ese episodio hacen a Tirant y
al duque de Bretaña dos caballeros de la corte del rey de Francia; la
aventura del mercader Gaudebí es contada a través de una historia que
cuenta Tirant a la Viuda Reposada. En el episodio de las bodas sordas el
empleo de este recurso es más perfecto que en los otros, y más
complejo, porque se combina con el empleo simultáneo de la muda o salto
temporal: cruce de planos temporales (pasado-futuro-presente) y cambio
de nivel de realidad (objetivo-objetivo-subjetivo).
Si el empleo del primer procedimiento tiene como
finalidad manipular el ánimo del lector, prepararlo psicológicamente,
sorprendiéndolo, intrigándolo, impacientándolo (esos trastornos anímicos
del lector se vuelcan en la ficción, la materia narrativa se alimenta
de esas emociones, extrae de ellas su propia vivencia) para el momento
culminante del episodio, el segundo –la presencia del intermediario–
tiene por objeto en este caso atemperar la crudeza de la materia, que,
entregada directa y brutalmente a la experiencia del lector, podría
provocar en éste un movimiento de rechazo, de incredulidad frente a lo
que ocurre en la ficción: se rompería el asentimiento del que depende la
vida del relato. ¿En qué forma atempera la crudeza este intermediario,
de qué modo salva la verosimilitud de lo narrado esquivando las
prevenciones del lector? Gracias al humor, el elemento más disolvente y
conformista, el contemporizador por excelencia. El largo monólogo de
Plaerdemavida está lleno de la risueña desenvoltura, de la empecinada
alegría que este personaje desplaza en todos sus actos y, gracias a su
naturalidad, a las bromas y disfuerzos con que acompaña su relato, el
«saborós plant» de Estefanía, sus gemidos durante el desfloramiento,
pierden carácter dramático, adquieren un aire ligero, superficial y
admisible. El paso del nivel objetivo al subjetivo no es, sin embargo,
absoluto; durante la evocación por Plaerdemavida de lo ocurrido la noche
anterior, Martorell es lo bastante hábil para impedir que el lector
olvide que simultáneamente está desarrollándose la acción en otro plano
del relato, que ese presente (juegos amorosos) es evocado, que está
visto desde un futuro, que Plaerdemavida está contándolo, y este plano
objetivo aparece y desaparece en ciertos resquicios del plano subjetivo,
a través de la princesa, que, muerta de risa, interrumpe a
Plaerdemavida y la exhorta a seguir contando o a dar más precisiones
sobre su sueño.
Cruce de planos temporales, cambio de nivel de realidad:
a esto hay que agregar aún la dosificación, la combinación sutil de los
contenidos anímicos. Martorell recurre al humor en éste y en otros
episodios (casi siempre en los más osados), pero no deja que aquél
«irrealice» los hechos, que los debilite hasta matar la vivencia. Por
eso, en este episodio equilibra la función debilitadora del humor con la
vigorosa energía de la sensualidad, con las exageraciones eróticas. El
elemento erótico del episodio está dado no sólo por los hechos que
suceden, es decir, por lo que Plaerdemavida «ha visto» en su sueño, sino
también por lo que «ha sentido» (plano subjetivo): se inflamó tanto con
el espectáculo, confiesa, que tuvo que correr a echarse agua en «lo
cor, los pits e lo ventre» y luego no pudo dormir recordando lo soñado.
De este modo queda revelado un rasgo esencial de la personalidad de
Plaerdemavida. En el mismo episodio, la descripción de los juegos
amorosos enjuicia, mostrando su infectividad, su carácter artificial e
inhumano, uno de esos valores que en el plano retórico aparecen con más
frecuencia y que, si uno tomara al pie de la letra los discursos de los
personajes, sería el fundamento moral más sólido de su mundo. El «honor»
que tan tenazmente opone Carmesina al deseo de Tirant impide que le
entregue su virginidad, pero la autoriza a aceptar todas sus otras
fantasías sexuales. La existencia meramente retórica de ese valor, su
encanallamiento y burla cuando pasa de la voz a los actos o a los sentimientos, queda así subrayada.
Al igual que la mudo o salto cualitativo, el
procedimiento de la caja china es utilizado según un sistema de vasos
comunicantes que integra todas las partes del episodio en una unidad
vital. Las tensiones y emociones de los diversos planos se funden en una
sola vivencia, y las variaciones temporales adoptan la apariencia de
una continuidad sin ruptura, de una totalidad cronológica, gracias a ese
sistema de distribución de la materia, gracias a esa cuidadosa
planificación. La caja china es también uno de los procedimientos más
usuales de la novela moderna, en la que el intermediario, el testigo, es
personaje esencial: él establece la ambigüedad y la complejidad de lo
narrado, él multiplica los puntos de vista, él matiza, profundiza y
eleva a una dimensión subjetiva los actos que refiere una ficción. Para
citar sólo un ejemplo mayor, conviene recordar que casi todas las
historias de Faulkner no están contadas directamente al lector, sino que
son historias que se van estructurando a través de historias que se
cuentan entre ellos los personajes de ficción.
Que en Martorell aparezca la ambición de escribir una
novela total que caracterizará más tarde a los mejores narradores; que
en su libro apunten técnicas que luego serán frecuentes en la novela,
tendría un interés sólo anecdótico, si esta ambición y estas técnicas no
le hubieran servido (a él solo, o a él y a Martí Joan de Galba, si es
que la intervención de este último en la elaboración de la novela fue
importante, lo que a mí me parece dudoso) para escribir un libro de la
grandeza de Tirant lo Blanc. No son esta ambición y estas
técnicas las que dan grandeza a esta creación, es esta creación la que
da grandeza a esa ambición y a esas técnicas. Porque aquí, una vez más,
se comprueba que una técnica no existe ni vale por sí misma, sino en
función de la materia que organiza y que esta materia adquiere
autonomía, representatividad y poder de persuasión suficientes para
vivir por cuenta propia, cuando ha sido organizada del único modo
posible para que brotara en ella la vida. Tirant lo Blanc, ese
cadáver, está ahí, en su injusta tumba de olvido, esperando que entren
por fin los lectores a su mundo de vida hirviente y prodigiosamente
conservada.
Mario Vargas Llosa
Juan les Pins, agosto 1968
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