Eisenhower o el legado de la libertad
Texto de la intervención de EL MUNDO al recibir el jueves en Washington el premio First Amendment de la Eisenhower Fellowship:
Yo nací el año en el que Eisenhower fue elegido presidente de los Estados Unidos en sustitución del volcánico Harry Truman y la primera noticia importante que recuerdo haber escuchado en la vieja Marconi del comedor de casa fue su visita a España el 21 de diciembre de 1959.
En Madrid hacía aquel día un frío de postguerra. Tengo grabadas las imágenes del No–Do: Eisenhower con su abrigo y sombrero negros, de pie en un Sedán descapotable, saludando sonriente, junto a Franco, a la multitud que les aclamaba por las calles. Terminaba así una gira de 19 días por 11 países en la que Eisenhower se había presentado como el general «de la paz». Según William Manchester, había descubierto que «los Estados Unidos eran más queridos de lo que creían los propios norteamericanos».
Cuando pasaron frente al edificio del Banco Ibérico, Franco le avisó a través del embajador Piniés que hacía de intérprete, de que en un balcón estaba doña Carmen y Eisenhower le dirigió un cálido saludo. La sonrisa de Ike bajo sus ojos azules y los últimos vestigios de su pelo rubio tenían una luz especial que sólo Norman Rockwell había sabido captar en su famosa portada del Saturday Evening Post.
Para los españoles de mi generación se trataba del primer haz de luz que iluminaba el futuro tras la negra pesadilla vivida por nuestros padres. El coche de Mr. Marshall había pasado de largo pero el de Mr. Eisenhower se había detenido unos momentos entre nosotros.
Tras su experiencia como comandante aliado en Europa, Eisenhower había entendido que su apuesta por España era conveniente para ambas partes: los Estados Unidos instalaban bases militares en un lugar estratégico y los españoles obteníamos un impulso decisivo para pasar de la autarquía al desarrollo.
Es imposible desvincular la firma de los acuerdos de 1953 del Plan de Estabilización de ese mismo 1959 que dio paso al milagro económico de los 60. Muchos antifranquistas se sintieron decepcionados por el apoyo de Eisenhower a la dictadura –y ahí están las raíces de un cierto antiamericanismo primario que aún pervive entre nosotros– pero los hechos demostraron que estaba en lo cierto cuando pensaba que sólo la creación de una próspera clase media permitiría establecer una democracia en España.
Como bien ha escrito Ángel Viñas a los jerarcas del régimen que rodeaban a Franco «les atemorizaba cualquier apertura que pudiese tomar carrerilla». Estaban por igual contra el comunismo y contra el capitalismo. Preferían seguir aferrados a la paranoia de que una internacional masónica dominaba el mundo: «No querían la flexibilización política y tampoco deseaban la flexibilización económica, pensando que esta última conduciría tal vez a la primera».
Sería exagerado alegar que aquella fría tarde de diciembre del 59 comenzó la transición a la democracia. Pero no es exagerado decir que Eisenhower nos dejó en Madrid el caballo de Troya de un horizonte de prosperidad en el que inevitablemente se alojaba el ansia de libertad.
Me siento muy honrado de recibir un premio que vincula la figura de Eisenhower a la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, es decir a la libertad de expresión, precisamente en este año en que se cumplirá el sesenta aniversario de aquellos primeros pactos de Madrid.
Pertenezco a ese limitado grupo de españoles que siempre repudió por igual el totalitarismo franquista y las pretensiones de la izquierda comunista de sustituir una dictadura por otra. Siempre consideré la democracia norteamericana como el modelo que deseaba para mi país y tuve la suerte de vivir en Pennsylvania en 1973 y 1974, como profesor de literatura española en el Lebanon Valley College, mientras se desarrollaba el gran drama político del caso Watergate.
No es difícil imaginar lo que supuso para mí aquella experiencia: mientras en España aún mandaba Franco, Woodward y Bernstein, Dan Rather y Walter Cronkite ponían cada mañana y cada tarde contra las cuerdas al presidente de la nación más poderosa de la tierra.
Fue entonces cuando me di cuenta no sólo del peso moral de los ideales reflejados en la Primera Enmienda sino sobre todo de la existencia de una cultura política basada en el control social del ejercicio del poder, a través de los medios de comunicación de masas, que se había ido consolidando en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Es decir que lo que nos remitía a los dos mandatos de Eisenhower no era sólo la desprestigiada figura de Richard Nixon, sino también las prácticas periodísticas que estaban sirviendo para estrechar el cerco de la opinión pública sobre él.
Había sido Ike quien había admitido las cámaras de televisión en sus conferencias de prensa de los miércoles. He visto varias veces las imágenes grabadas aquella mañana del 19 de enero de 1955 cuando entró en la llamada Sala del Tratado Indio del Departamento de Estado y se dirigió a los dos centenares de periodistas congregados ante una plataforma de la NBC: «Bien, veo que vamos a intentar un nuevo experimento esta mañana. Espero que no termine suponiendo una influencia molesta. No tengo ningún anuncio que hacer. Vayamos directamente a las preguntas».
Eisenhower tenía como lema el famoso «suaviter in forma, fortiter in re» del jesuita Acquaviva y no mantenía con la prensa lazos de complicidad como los que luego establecería Kennedy, ni menos aún podía imaginarse haciendo bromas sobre sí mismo como las de Obama a propósito del flequillo de Michelle. Tampoco era un comunicador de la dimensión de Reagan.
El veterano columnista Russell Baker recuerda que cuando asistía a esas ruedas de prensa tenía la sensación de que Ike seguía comportándose como el general que se dirige a un grupo de sargentos. Otros reporteros evocan su «astucia» para no decir nada comprometedor y ha pasado a la historia el comentario que le hizo a su secretario de prensa Jim Hagerty cuando le recomendó que no contestara nada sobre el riesgo de guerra nuclear con China durante la crisis del Estrecho de Formosa: «No te preocupes, Jim; si sale esa pregunta, les despistaré».
Pero lo esencial era su compromiso con la libertad de prensa y el derecho a la discrepancia, como parte esencial de los valores por los que había llevado al combate a tantos norteamericanos. Ya en su primer año como presidente, en su discurso de graduación en la Universidad de Dartmouth, había dejado clara su actitud, incitando a combatir el comunismo no desde la ignorancia sino desde el conocimiento, no desde la intransigencia sino desde la tolerancia:
«No os suméis a los que queman libros. ¿Cómo derrotaremos al comunismo si no sabemos lo que es y por qué resulta tan atractivo para tantos y por qué tantos le juran obediencia? Son parte de América. E incluso si sus ideas son opuestas a las nuestras, deben tener derecho a expresarlas y reflejarlas de forma accesible a los demás. Lo contrario no sería propio de América».
En estas palabras, tan opuestas al macarthysmo–Ike despreciaba a McCarthy–, está la sustancia de la Primera Enmienda tal y como fue interpretada por primera vez en 1921 por lo que entonces fue la opinión discrepante de un magistrado del Tribunal Supremo y hoy es la doctrina consolidada de la mayoría. Se discutía la negativa a conceder la ciudadanía a una pacifista de origen húngaro que no estaba dispuesta a realizar el juramento, entonces vigente, de empuñar las armas en defensa de los Estados Unidos. «Algunas de sus respuestas pueden suscitar el prejuicio popular», escribió el octogenario juez Holmes. «Pero si hay un principio de la Constitución al que de forma imperativa debamos adherirnos es el de la libertad de opinión. Libertad de opinión no sólo para los que están de acuerdo con nosotros, sino libertad de opinión para las ideas que detestamos».
No me extraña que el «biógrafo» de la Primera Enmienda, Anthony Lewis, sintiera cómo se le «erizaba el pelo» al leer algo tan volteriano y autoexigente. Todos deberíamos preguntarnos de vez en cuando si estamos siendo suficientemente beligerantes en favor de la libertad de expresar ideas que detestamos.
Ningún defensor de los derechos civiles puede olvidar que fue durante la presidencia de Eisenhower cuando se sentaron las bases de la igualdad racial en los Estados Unidos. En el plano legislativo con las Civil Rights Acts del 57 y el 60. Y en el más elocuente plano de la acción política, con la histórica decisión de enviar tropas federales a Little Rock para garantizar la integración escolar de nueve estudiantes afroamericanos. Fue un ejemplo de la determinación de un gobernante en la defensa de derechos fundamentales frente a políticas excluyentes de las autoridades locales. Para Eisenhower no había deber más sagrado que hacer cumplir las resoluciones de los tribunales. Toda una lección que en la España actual se debería tener muy en cuenta.
No es de extrañar que la principal decisión del Tribunal Supremo en la que quedó fijada la interpretación amplia de la Primera Enmienda, hoy vigente, fuera consecuencia del auge del Movimiento de los Derechos Civiles durante los años cincuenta. De igual manera que los nombres de Rosa Parks y Martin Luther King siempre estarán en los libros de historia en la misma página que el de Eisenhower, también debemos considerar el desenlace del caso Sullivan versus The New York Times como uno de los frutos de su presidencia.
El origen de la demanda por difamación del comisario de Montgomery fue un anuncio en favor de Luther King publicado en el Times en marzo de 1960. La sentencia llegaría cuatro años después protegiendo la crítica a los hombres públicos en términos inequívocos. El argumento redactado por el juez Brennan debería ser recordado siempre en cualquier tribunal de cualquier democracia del mundo: «Consideramos este caso en el contexto de un profundo compromiso con el principio de que los asuntos públicos deben debatirse de forma desinhibida, robusta y abierta y de que eso puede incluir ataques vehementes, cáusticos y a veces desagradablemente hirientes contra cargos públicos».
Ignoro si, ya retirado de la vida pública, Eisenhower hizo algún comentario sobre esta sentencia pero no es difícil imaginar su conformidad con sus grandes fundamentos. Como también creo que, de haber vivido para verlo, habría entendido la decisión del mismo Tribunal Supremo de respaldar la publicación de los Papeles del Pentágono a pesar de incluir material clasificado durante su propia presidencia. No en vano en su famoso discurso de despedida en el que advirtió de la excesiva influencia del «complejo industrial militar», señaló que «sólo una ciudadanía alerta y bien informada» podía servir de antídoto frente a esa amenaza.
El paso del tiempo está dejando muy claro que desde la perspectiva de la defensa y ampliación de las libertades el legado del Eisenhower político está a la altura del Eisenhower militar que salvó a Europa del nazismo. Como español me siento orgulloso de que ese legado incluya la que, al cabo de 60 años, es ya hoy la alianza bilateral más duradera de los últimos siglos de la historia de nuestro país.
Durante estas seis décadas hemos compartido muchos éxitos y algún que otro error. Pero incluso cuando nos hemos equivocado juntos, como en mi opinión ocurrió hace diez años con motivo de la invasión de Irak, fue en defensa de unos valores comunes y con unos propósitos nobles. La gran popularidad del presidente Obama en España, acrecentada por su forma de afrontar la crisis económica mundial, ofrece ahora oportunidades de incrementar la relación bilateral que sólo están siendo parcialmente aprovechadas. En contra de lo sucedido en el pasado, los españoles ven a los Estados Unidos como un motor de crecimiento y empleo frente a la estrategia restrictiva de la señora Merkel y esto facilita mucho las cosas.
Es necesario que la opinión pública norteamericana sepa que ese nuevo clima está dando ya frutos concretos. Rota va a acoger a partir del año próximo a cuatro destructores integrados en el escudo antimisiles sin que ello apenas haya suscitado ningún tipo de polémica y en los últimos meses se han producido grandes avances en un asunto de tanta importancia para la administración Obama como la protección de la propiedad intelectual.
Pero también es necesario que la diplomacia española retome, en estas nuevas coordenadas, el planteamiento del presidente Aznar de convertir la relación con los Estados Unidos en una de las grandes prioridades, tal vez la principal, de nuestra política exterior. Yo desde luego suscribo su tesis de que cuanto más fuertes sean los lazos entre Madrid y Washington, más fuerte será también nuestra posición en el seno de la Unión Europea y nuestra capacidad de influir en América Latina.
Puesto que la visión de Eisenhower, al contribuir a que España se convirtiera en una democracia, se hizo realidad; y puesto que su huella como presidente está estrechamente ligada a los derechos civiles y a los valores de la Primera Enmienda, para mí es muy fácil como español y como periodista defender esa relación bilateral como fuente de progreso y de libertad. Porque parafraseando el slogan de sus seguidores «in Ike's legacy we trust».
pedroj.ramirez@elmundo.es
Cuanto más fuertes sean los lazos entre Madrid y Washington, más firme será nuestra posición en la UE