“Tuve suerte de ir a Auschwitz”. La frase resulta paradójica ya que vincula la suerte con estar en un campo de concentración nazi. La cita la escribe Thomas Buergenthal en “Un niño afortunado”, un libro que hace las veces de su autobiografía. Pero, ¿por qué Buergenthal defiende que tuvo suerte de ir a Auschwitz? Porque si no se hubiese quedado en dicho lugar, le habrían llevado junto a otros niños a ser fusilado.
Hace días terminé de leerlo y me di cuenta de que se puede sonreír a la vida hasta en los momentos más duros. A Buergenthal le separaron de sus padres cuando era niño, su padre falleció y con su madre se reencontró años después. Entre tanto, aprendió a sobrevivir. Se pregunta el protagonista del libro –y también me lo pregunto yo– si un niño en la actualidad podría emularle. Es decir, si sería capaz de pasar las penurias que él pasó durante años.
Hace algo más de una década, mis amigos y yo ideábamos juegos con palos y cuerdas, y trepábamos a los árboles. No pasaba nada si volvías a casa con una rodilla goteando sangre o con el pantalón lleno de barro. Era lo normal y ninguna madre ni ningún padre llevaba a su hijo al psicólogo para ver si era hiperactivo o tenía algún tipo de trastorno. Los niños son niños y es normal que hagan un agujero a una camiseta o se hagan un corte en una mano arrancando una rama de un árbol.
El tiempo se pasaba volando y ninguno se aburría. Ahora solamente hay cabeza para la Play, la Wii, el Tuenti… y los niños no hacen otra cosa que pedir el juego nuevo o la videoconsola que acaba de salir a la venta en Japón. Nada sacia, nada satisface.
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