Vargas Llosa, el autor de Conversación en La Catedral, la novela que protagoniza Zavalita, en quien siempre hemos visto al propio Mario cuando era un joven periodista, ha cumplido 70 años el pasado 28 de marzo. Estaba entonces en Perú, casando a su hija Morgana, que nació en Barcelona en la época feliz del boom de la literatura hispanoamericana. Siempre se ve a Mario como si aún fuera Zavalita: juvenil, atlético, trabajador, interesado por todo lo que ocurre, en su casa y en el mundo entero; torpe con las máquinas, pero agilísimo con la literatura y con el periodismo, se atreve todavía a viajar a los lugares en conflicto (Irak, Palestina) o se adentra en geografías y en personajes remotos (Gauguin, la Polinesia, el alto Brasil) para cumplir con tareas narrativas o periodísticas que no se pueden cumplir desde un despacho. Es un caso raro de escritor: le ves delante, le preguntas por su propia obra y se escabulle enseguida para que su interlocutor le hable de cualquier otra cosa. Debe de tener su ego en su armario, como cualquier creador, pero lo cubre con los algodones de su propia curiosidad por lo que pasa. Es privado, cómo no; no anda alardeando ni de sus dolores, ni de sus pesadillas, pero ha escrito algunos libros que tienen que ver con su pasado (con su tía Julia, con sus padres, con su infancia, con su adolescencia), y en algún momento de su vida (lo refleja, sobre todo, en El pez en el agua, su libro más privado) ha notado la punzada de la desolación.
Hace 16 años, cuando perdió las elecciones a la presidencia de Perú, se vino a París, el lugar de sus sueños juveniles, a recuperarse de una campaña que terminó siendo dolorosa y frustrante –había adelgazado más de diez kilos–, y apareció en los lugares por los que siempre transitó (los aledaños de la editorial Gallimard, su casa parisiense; cerca, además, del piso que tiene allí), tomó café en Les Deux Magots y se dispuso a rehacer su vida literaria interrumpida por la política como si quisiera ser ya otro hombre. En ese estado de perplejidad por la derrota concedió muy pocas entrevistas, y en todas dejó caer alguna nota de melancolía. A quienes saben que Vargas Llosa es enérgico y voluntarioso, que no se cae por nada y que tiene su genio asociado a su sistema laborioso de trabajador insobornable, les resultará extraño leer esto que le dijo a un periodista (Ricardo A. Setti, de Paris Review) precisamente entonces. El periodista le preguntó: “¿Por qué escribe?”. Y Mario le respondió: “Escribo porque no soy feliz. Escribo porque es mi manera de lucha contra la infelicidad”. ¿Vargas Llosa, melancólico? Aquél era un momento especialmente doloroso para él; leyendo luego El pez en el agua, donde combina su difícil memoria adolescente –cuando recuperó la presencia de un padre a quien creía muerto– con las heridas diversas que le propinó la experiencia política, uno comprende aquella frase insólita en las entrevistas del escritor de Arequipa, el autor jovencísimo que saltó de un cuarto de estudiante en Madrid o en París a la fama literaria con una novela que se sigue leyendo como excepcional, una especie de puñetazo en la barriga a las convenciones literarias de la época: La ciudad y los perros, publicada en 1963 por Carlos Barral en Seix Barral. Siempre cuenta Vargas Llosa que, pasados varios años, cuando malvivía escribiendo en un sótano de Earl’s Court, en Londres, su agente, Carmen Balcells, le conminó a dejar cualquier empleo alimenticio y trasladarse a Barcelona “para ser un escritor a tiempo completo”.
Han pasado muchas décadas, y ahora aquel joven que irrumpió de ese modo en la literatura y que ha recorrido el mundo presentando sus libros y contando sus ideas –que también han variado del marxismo al liberalismo, circunstancia que ha convocado sobre él las críticas de los ortodoxos y también de los heterodoxos– cumple 70 años. Hace ejercicio cada mañana, donde esté, con su mujer, Patricia, que es también su prima; en Madrid se incorpora a la pareja un elemento más de la familia, Dartañán, el perro mosquetero que les deja su hija Morgana. Con Dartañán como testigo mudo e inquieto mantuvimos esta conversación que se inició con Mario recordando, ante una fotografía de su adolescencia, la primera vez que se declaró: “Fue en un cine. Yo le decía: ‘Sabes que me gustas mucho, me gustaría tanto estar contigo’. Y ella se me vuelve llorando, y yo conmovido le pregunto: ‘¿Qué te ocurre?’. Y me explicó que no me había entendido, que lloraba por la película”.
Otra fotografía nos lleva al colegio militar Leoncio Prado, de Lima, donde Mario fue interno y donde se desarrolla La ciudad y los perros. Hace años, con Fujimori en el poder, fue con unos amigos a visitar este centro de tan oscuras resonancias novelescas y no le dejaron pasar. Pero hace poco fue de nuevo, “y entonces ya pude entrar. Fui con dos amigos. Y mientras recorríamos el colegio apareció el director, un coronel, que nos hizo de guía. Después apareció un teniente: quería que les hiciera una arenga a los cadetes, y ahí me ves tú haciendo una arenga a aquellos cadetes, ¡que eran unos niños! Pues como yo debía de ser en el tiempo que se recuerda en La ciudad y los perros”.
¿Y qué les dijo a los cadetes?
Les hablé con espíritu leonciopradino. Les dije que, aunque no lo había pasado bien allí, el colegio me había enseñado a conocer el verdadero Perú; el Perú de los indios, de los cholos, de los costeños, de los zambos, de los negros. El colegio era una especie de microcosmos peruano, algo que seguía siendo; es de los pocos donde sigue representado Perú.
Y sentimentalmente ¿cómo se sintió allí?
El internado fue irresistible, yo tenía un hambre de calle espantoso. La disciplina militar, algo que yo odiaba, representaba un poco el autoritarismo paterno. Eso me hizo desistir de ser marino, porque yo quería ser marino; supongo que asociaba la marina a las aventuras. Y aunque lo pasé mal allí, lo cierto es que el Leoncio Prado me enseñó muchas cosas. Me enseñó el país en el que había nacido, que no era el de la vida encerrada de la clase media de Miraflores, sino un Perú que era una cantera en ebullición; el país de todas las razas, de todas las culturas incomunicadas. Y además descubrí la violencia en las relaciones humanas, cosas que luego van a ser temas obsesivos, recurrentes en todo lo que he escrito. Esos dos años me marcaron de manera definitiva. Probablemente después de la relación con mi padre, la experiencia en el colegio militar fue la más decisiva de mi vida.
¿Por qué le mandaron allí?
Mi padre pensó que era un antídoto contra la literatura. Y curiosamente, en el Leoncio Prado leí más que en ninguna parte. Esa vida claustral te obligaba a hacer algo para no aburrirte, y como a mí me apasionaba la lectura, leí todo Dumas; leí Los miserables, de Víctor Hugo… Los miserables fue probablemente una de mis grandes lecturas de niño. Y después, de una manera completamente inesperada, empecé a practicar la literatura de una forma casi profesional, escribiendo cartas de amor por encargo de mis compañeros. También escribía novelitas pornográficas que vendía a cambio de cigarrillos. Me convertí, pues, en un escritor profesional.
Así que novelitas pornográficas.
Ese tipo de literatura era aceptable dentro del entorno monstruosamente machista del colegio. Si sólo hubiera escrito poemas de amor hubiera sido tomado como una mariconería. Escribir historias pornográficas era viril, como escribir cartas de amor para otros. Ahora ha salido un libro sobre mi estancia en el Leoncio Prado, y hay un chico de entonces que declara que él era mi manager, que yo escribía las cartas y él las vendía.
Y de ahí nació ‘La ciudad y los perros’.
Sí, todas las expectativas de mi padre se vieron frustradas porque el colegio me hizo un gran lector y me ayudó a convertirme en un escritor, y además me dio el tema para escribir mi primera novela.
¿Qué pensó él al respecto?
Nunca tuvimos una conversación abierta sobre el asunto. Tengo que reconocer que eso fue más por culpa mía. Cuando yo ya era mayor, él hizo unos pequeños gestos, dentro de su manera autoritaria, severa; yo no fui capaz de responder a esos gestos de acercamiento, le tenía un gran rencor.
¿Qué le hizo?
Yo le hacía responsable de haber perdido el paraíso de la infancia, que para mí era la vida con mi madre, con mis abuelos, con mis tíos; mis tiempos de niño mimado. Cuando él volvió a mi existencia cambió mi vida. Y le tomé un gran rencor, así que nunca pude tener una conversación franca con él. Pero sí recuerdo algo que me contó mi madre: en Estados Unidos, donde ya vivían ambos, un día descubrió mi foto y una entrevista que me hacían en Time. Salir en Time, para él representaba el éxito. Según mi madre, eso le hizo pensar a mi padre que quizá se había equivocado: tal vez dedicarse a escribir no era algo tan bohemio, no era de veras un pasaporte al fracaso; si te nombrabaTime, a lo mejor es que era algo respetable. Creo que en esa época hizo algún gesto que quiso ser cariñoso. Pero digamos que yo no sé falsear los afectos que no tengo; puedo ser educado con gente con la que no simpatizo, pero me resulta imposible simular afectos.
¿Tan cruel fue su padre?
No sé si fue su crueldad o que yo era un niño muy mimado por mis abuelos, por mis tíos; era el niño sin padre. Mi madre era una mujer divorciada, abandonada por su marido. Era una familia muy conservadora, católica; me dijeron que mi padre había muerto, no podían decir que mi madre estaba divorciada. Y me criaron como un niño engreído, como un sultán. Toda esa protección se acabó cuando yo me fui a vivir con mi padre, cuando ellos recompusieron su matrimonio; desde el primer momento, él impuso su autoridad, y además no intentó ganarme ni ser cariñoso. Además, cómo me iba a querer, si no me había visto nunca. Yo le resultaba más bien un estorbo para esa segunda luna de miel que tuvo con mi madre. Recuerdo bien cuando él llegó a Lima con mi mamá: sentí la soledad. Yo había vivido siempre en una casa llena de gente: los abuelos, los tíos, esa familia un poco bíblica. Y extrañé mucho esa casa. En los momentos en que podía estar con mi madre recuperaba la sensación del paraíso, pero cuando él aparecía todo se convertía en algo terrible. Además, le tenía tanto miedo que no quería estar solo con él, me iba a la cama en cuanto sentía que él llegaba a la casa.
Una pesadilla…
Era autoritario. Él se encontró con un niño muy mimado, y en un primer momento trató de resistirlo. Un día me pegó, y a mí nadie me había pegado nunca, jamás. Eso me desbarató la visión del mundo, me hizo descubrir una forma de violencia, de totalitarismo, y me acrecentó el miedo a la soledad. Todo eso lo asocio ahora con mi padre. Al mismo tiempo, fíjate, a mi padre le debo en gran parte el haberme aferrado con tanta terquedad a mi vocación: me aficioné a la literatura porque era lo que más podía defraudarle. Le llenaba de vergüenza tener un hijo poeta: ¡un hijo bohemio, uno de esos que andan en los cafés, un personaje algo ridículo! No podía enfrentarme a él, pero escribiendo poemas podía sentirme su contrincante. A escondidas, leía y escribía. Leer era la salvación. La verdadera vida no eran ni la rutina ni el miedo, sino la que estaba en los libros.
¿Nunca le tentó hacer un libro de su relación tormentosa con su padre?
Creo que está como disuelta en muchas historias, empezando por La ciudad y los perros, donde se describe una relación muy difícil entre un padre y un hijo. Yo creo que esa relación, de forma explícita o encubierta, es uno de los temas recurrentes de mis historias, porque es algo que me ha marcado profundamente. De hecho, es la experiencia que más prolongaciones ha tenido en mi vida. Eso ha hecho que, por ejemplo, con mis hijos yo fuera un padre incapaz de imponer su autoridad; Patricia ha sido la que la ha impuesto, porque a mí me espantaba que mis hijos vieran en mí una figura como aquella en la que yo veía a mi padre.
Algo bueno tendría.
Sería injusto no reconocerle que era una persona muy trabajadora, muy austera, y algo de eso creo haber heredado. Yo empecé a trabajar desde muy pequeño, y él me insistía mucho en la idea de que trabajar hace al hombre. Creo que hizo bien.
Hablando de los hijos, a usted un hijo, Gonzalo, se le hizo por un tiempo ‘rastafari’, y el mayor, Álvaro, se enfrentó directamente con usted a cuenta de sus propias diferencias con Alejandro Toledo cuando éste aún era candidato a presidente de Perú.
Siempre he querido mucho a mis hijos. Cuando Gonzalo se hizo rastafari, por supuesto que teníamos pánico; ¡podía terminar como tantos chicos, yéndose a Abisinia, desapareciendo en Katmandú!, o metido en drogas, un problema que su generación ha vivido de una forma tan intensa y tan trágica. Todo eso lo he vivido y lo he compartido, pero lo que nunca hice fue imponer mi autoridad tal como hizo mi padre conmigo. También he intentado inculcarles el amor a la lectura, que eligieran una profesión de acuerdo a su vocación y no por razones prácticas. Y tenía claro que lo que tenía que hacer por ellos era darles una buena educación.
Debió de ser difícil lo de Álvaro.
Fue muy difícil. Y el caso de Álvaro es muy interesante. Cuando cree en algo, se entrega de una manera muy apasionada, sin medir los riesgos, como yo mismo. En el caso de Toledo, él se identificó con su objetivo y con su campaña; pensaba que ése era el camino más efectivo para librarnos de la dictadura de Fujimori, de Montesinos. En un momento dado se sintió decepcionado por Toledo, por el entorno del candidato, en el que había amigotes con malos antecedentes. Eso le llevó a una ruptura muy violenta en un momento muy crítico de la campaña. Y si hubiera prosperado la campaña que Álvaro inició contra Toledo, éste no habría llegado a la presidencia; hubiera triunfado Alan García, que hubiera arruinado Perú. Entonces tuve que enfrentarme públicamente con él; no se frustraron las relaciones personales, pero de todas maneras fue algo muy desagradable, y muy bien aprovechado por la gente canalla. Fue un periodo difícil. Pero, bueno, a veces es inevitable tener divergencias muy profundas con gente que quieres.
¿Cómo se recompuso eso?
Nunca se estropeó la relación personal. Simplemente, no hablábamos de política. Hasta que poco a poco ya fuimos acercándonos y coincidiendo en muchas cosas. Pero sí fue un periodo muy difícil, y para él fue un periodo tremendo. Álvaro se gastó en Toledo todos sus ahorros. Dudo de que entre los partidarios de Toledo haya habido un colaborador más leal y más desinteresado: rompió con él cuando Toledo iba a llegar al poder. Le han castigado de una manera innoble y le han metido en unos juicios canallas que no le permiten volver a Perú. En cierta forma, eso ha significado que Álvaro ha podido abrirse camino por su parte en un medio muy difícil, Estados Unidos, pero un medio en el que se premian el esfuerzo y el talento. O sea, que esa ruptura ha tenido esta compensación.
Y cuando le pasa un drama como ese enfrentamiento con su hijo, ¿a quién echa de menos para buscar consuelo?, ¿a su madre, quizá?
Con mi madre yo tuve una relación maravillosa de niño. Uno de los mayores rencores contra mi padre es que me quitó a mi madre. No tuvo ella otro amor en su vida que no fuera mi padre, y fue amor-pasión. Mi padre la abandonó dejándola embarazada, o sea, que la trató de la manera más vil posible; nunca dio señales de vida, ni siquiera cuando nació su hijo. Y mi madre siguió siendo fiel a ese amor sin la más mínima esperanza. Diez años después se reencontraron y se reconciliaron. Fue una lealtad novelesca. Mi madre era una persona tan tímida, tan inhibida; pero creo que la personalidad de mi padre la volvió así. Pero la gran sorpresa me la dio cuando murió mi padre. Siempre pensé que ella detestaba Estados Unidos, pero siguió a mi padre por amor. Durante años trabajó de obrera en una fábrica de ilegales mexicanos; fue para mí una gran sorpresa descubrir esa otra faceta de mi madre, un heroísmo muy discreto, muy tranquilo. Pero la gran sorpresa me la dio cuando se murió mi padre. Me dije: ahora estará contenta de volver a Perú.
Y no quiso.
No. Decidió seguir en Estados Unidos, sola, y además hizo algo que mi padre nunca quiso hacer: se nacionalizó norteamericana. Estuvo algunos años viviendo, y trabajando, solita, en Los Ángeles. Los achaques hicieron que volviera a Perú. Siempre quiso mucho a Perú, siempre fue muy peruana, pero nunca vio ninguna incompatibilidad entre ser eso y ser ciudadana norteamericana. Una doble lealtad que tanto odian los nacionalistas.
¿Y cómo fueron sus relaciones con ella en los últimos tiempos?
Esporádicas, pero muy buenas; yo estaba en Europa, ella vivía en Lima. Tuvo una vida solitaria, nostálgica de sus amigos californianos. Me crié con ella, me hice lector con ella, le encantaba leer. Una gran relación. Murió en 1991. Ya estaba Fujimori en el poder, pero regresé para estar unos días con ella.
Ha pasado tanto tiempo de lo de su padre que ya se habrá aliviado el rencor.
Sí, creo que sí; ya puedo hablar con absoluta naturalidad de aquello, ya mi padre es una figura muy remota; si no sería imposible que hablara de él con esta desenvoltura.
‘El pez en el agua’ le habrá ayudado a explicarse el trauma.
Ese libro iba a ser una memoria de mi actividad política, para explicarme a mí mismo qué había sucedido durante los tres años de experiencia como candidato a la presidencia de Perú. Pero muy pronto me di cuenta de que iba a dar una impresión muy sesgada e inexacta de lo que soy yo, porque la principal parte de mi vida no la ocupa la política, sino la literatura. Y eso me dio la idea de hacer un contrapunto: por una parte, la experiencia política, y por otra, el relato de mi infancia y juventud, cuando nace mi vocación literaria. Fíjate que el libro concluye con esas dos partidas: la partida a Europa para hacerme un escritor y la partida a Europa después de la campaña electoral.
El símbolo de una vida.
Cuando yo era un adolescente y descubrí mi vocación, la política era casi inseparable de la literatura. Yo era un sartriano apasionado, creía en la leyenda de que a través de la literatura tú podías cambiar la historia. Pero la política nunca reemplazó a la literatura. Incluso en los años en que fui candidato, siempre tuve presente que iba a volver a la literatura, que aquello era transitorio. Hoy día no creo, como creía de pequeño, que la literatura pueda ser un arma política; pero sí estoy convencido de que la literatura no es gratuita, de que la literatura influye en la vida de una manera que no se puede planificar. No creo que la literatura sea algo alejado de la sociedad. Sin la literatura, yo sería una persona mucho menos imaginativa, con un sentido crítico menos desarrollado y con una visión de las cosas más mediocre de la que tengo.
Aquí hay una foto: su familia en Cochabamba.
Sí, es una de esas fotos donde se ve el paraíso de mi infancia. Ésta es mi abuelita Carmen; mi abuelito Pedro; tres de mis tíos; mis dos primas, Nancy y Gladys, y éste debe de ser una especie de balneario que había en las afueras de Cochabamba. Era un sitio de campo donde vivíamos todos juntos, alrededor de varios patios. Mis primas eran mis compañeras de juegos.
La felicidad.
Total. La casa era una especie de paraíso, podíamos ser 15 o 20 niños, y por allí estaban mi tío Lucho, la tía Olga, el tío Juan, la tía Laura, el tío Pedro, el tío Jorge, las mamás, los abuelos, las primas…
El tío Lucho, tan importante en esas memorias…
Fue la figura que reemplazó a la figura paterna. Era el mayor de mis tíos; era muy buen mozo, un gran casanova, tenía cierto sentido aventurero. Cuando ya fui más grande, a él era a quien pedía consejo cuando no me atrevía a pedírselo a mis abuelos o a mi madre. Me alentó, me estimuló. Por eso aparece tanto enEl pez en el agua. Es el padre de Patricia, hermano de mi madre.
¿Y cómo tomaron en la familia que los primos se casaran?
La familia ya estaba acostumbrada a los escándalos, porque me había casado antes con la tía Julia, una hermana de la tía Olga, una tía política. Estaban curados de espanto, pero hasta un cierto punto. El único que me entendió desde un principio y me apoyó fue el tío Lucho. Me dijo, entre carcajadas: “Ten cuidado, ¡tú no sabes con quién te metes!”, refiriéndose a Patricia. Fue el más comprensivo, y el que ayudó a vencer las reticencias del resto de la familia, que veía con cierto escándalo este matrimonio morganático.
Usted siempre ha estado muy bien organizado. ¿Sabía, cuando empezó a escribir, qué historia iba a venir luego?
No, nunca jamás. En los años cincuenta no había escritores a tiempo completo. El único escritor a tiempo completo que yo conocí fue un escritor de radioteatros que me sirvió de modelo para escribir La tía Julia y el escribidor: escribía todo el día, interpretaba, dirigía, y así podía comer. El resto de los escritores trabajaban como profesionales que en sus ratos libres se dedicaban a la literatura. Yo pensé que sería eso.
Así que usted no sabía cómo iba a ser su vida.
No. Un momento fundamental fue en 1958, cuando estaba en Madrid con Julia. Le dije que si me dedicaba a investigar en la universidad, a dar clases, jamás sería capaz de terminar de escribir la novela que tenía entre manos, que era La ciudad y los perros. Así que había decidido buscar trabajitos que no me quitaran mucho tiempo, aunque tuviéramos que vivir mal. Entonces, Julia, que en eso era muy solidaria, se ofreció a trabajar ella misma: “Ya saldremos adelante, tú dedícate a escribir”. Esa fue una decisión psicológicamente muy importante. Iba a vivir muy modestamente, pero iba a dedicarme a la literatura. El resultado fue La ciudad y los perros.
Y se fueron a París.
Y vivimos allí un año muy malo. Julia consiguió trabajo antes que yo, en la librería de un anarquista español, y yo luego me puse a recoger periódicos en una carretilla. Eso te alcanzaba para dos comidas al día. Era una situación muy precaria, pero yo me sentía absolutamente feliz. Escribía, leía, y además estaba en París. Me ayudó la suerte: que el libro llegara a Carlos Barral, que Carlos se entusiasmara con la novela, que la quisiera publicar, que la presentara al Premio Biblioteca Breve. Ésa fue la primera sorpresa. Y la segunda fue cuando, ya en Londres, casado con Patricia, y con dos hijos, se presentara allí Carmen Balcells y me dijera que renunciara inmediatamente a la universidad, donde daba clases, y me dedicara exclusivamente a escribir.
¿Qué pensó?
Sentí terror. Ella me tranquilizó: “Te garantizo lo que ganas en la universidad”. Era 1970. Hasta entonces nunca se me había pasado por la cabeza dedicarme sólo a escribir.
Y, mientras, crecía en usted el compromiso político.
Siempre lo había sentido. Escribía sobre política, participaba en actividades políticas; pero era un complemento a mi trabajo de escritor. Cuando ya me decidí a intervenir de veras en política fue cuando estaba en Perú, en 1987, y Alan García anunció de manera totalmente imprevista la decisión de nacionalizar los bancos, las aseguradoras. Yo estaba convencido de que eso sería una catástrofe, que la democracia se iría encogiendo. Protesté, sin pensar en el eco público que eso iba a tener. La protesta creció, a ella se sumó mucha gente, hasta que se juntaron cien mil personas en la plaza de San Martín. Esa protesta paró la ley y creó un clima político muy distinto en Perú. Eso me llevó a dar el gran paso y acepté ser candidato.
Usted fue un izquierdista convencido, hasta que abrazó posiciones liberales. ¿Qué pasó?
Fue un proceso. Estuve un año en el Partido Comunista, en 1953, cuando estaba en la universidad. Yo era un lector voraz de Sartre, de los existencialistas franceses. Esa influencia me sirvió para contrarrestar el carácter dogmático del marxismo que tenía el Partido Comunista peruano y todos los partidos comunistas latinoamericanos. En esas reuniones, yo usaba argumentos de Jean-Paul Sartre contra el realismo socialista, y fue en una de esas discusiones cuando un compañero de célula me llamó subhombre. Me aparté de los comunistas, pero seguí estando en la lucha de los movimientos de izquierda; estuve, incluso, en la democracia cristiana, porque se nucleaba en torno a Bustamante Rivero, que había sido un presidente honorabilísimo, y además tío mío, un hombre que era un modelo de corrección. Con los democristianos luché hasta la caída de la dictadura de Odría.
Y después vino la revolución cubana.
Parecía que creaba lo que andaba buscando yo y mucha gente de izquierda que, como yo, se sentía rechazada por el marxismo dogmático. Así que me puse a militar por Cuba en Europa. Fui allí, enviado por la radiotelevisión francesa, cuando la crisis de los cohetes; ya habían empezado los cambios, pero yo no los vi. Y allí fui cada año, hasta 1966, hasta que se crean los campos de concentración, donde se encierra, junto a los delincuentes comunes, a los homosexuales, y también a los opositores al régimen. Ésa fue mi primera crisis. Le escribí a Fidel Castro, y él me hizo ir; fui con Julio Cortázar, entre otros. Y él nos estuvo hablando toda la noche, explicando que se habían cometido abusos. Hice las paces, pero dentro de mí se quedó un espíritu crítico que ya no abandonaría con respecto a la revolución cubana. Después estuve en Praga, durante la primavera, y en la URSS, y ésta fue una experiencia muy deprimente. Empecé a leer a otros pensadores, opté por Albert Camus frente a Sartre, y descubrí a los pensadores liberales, como Isaiah Berlin o Karl Popper.
Y a partir de entonces defiende una posición política básicamente liberal.
Un liberalismo que toma muchas cosas del socialismo y que reivindica la libertad como algo más importante que el poder. Hay un aspecto importante del socialismo que todavía es fiel a sus orígenes libertarios, y eso lo confunde con el liberalismo. Es el caso de gente como Felipe González o Miguel Boyer, que llevaron a cabo una política liberal para la economía, afortunadamente para España. Ahora bien, hay un socialismo para el que el poder es más importante que la libertad, y ése es el socialismo que yo critico, porque es el que te conduce a Fidel Castro o a Hugo Chávez.
Aún con respecto a Cuba: el ‘caso Padilla’ fue el detonante de su ruptura. Y produjo fracturas indeseables, que también fueron resquebrajando el ‘boom’…
Sí, digamos que había una ficción que subrayaba la gran unidad existente en la política y en la amistad. A partir de la crisis desatada por el caso Padilla aflora a la superficie una realidad que ya se gestaba hacía mucho tiempo. Entonces vino la hora de las definiciones, de las firmas, de las preguntas: ¿estás a favor o en contra? Y hubo quienes estábamos en contra, y otros no quisieron pronunciarse.
¿Eso está en la raíz de su enemistad con Gabriel García Márquez?
De ese tema no hablo.
El ‘boom’ fue una época feliz de la literatura latinoamericana. ¿Qué le dio a la literatura en español?
Para mí supuso descubrir de pronto que los escritores latinoamericanos formábamos una comunidad que era reconocida fuera de nuestras fronteras de una manera entusiasta. Siempre habíamos sido los inexistentes. ¡Y de una manera imprevista pasamos a estar en el vértice de toda una vida cultural! Fue un gran estímulo. Cuando vivíamos en Barcelona, a principios de los setenta, venían decenas de jovencitos, como nosotros habíamos ido a París, pensando que aquí se hacía la literatura. Se rompen fronteras, y se vive una época dorada, de grandes entusiasmos, también políticos.
¿Y qué dejó el ‘boom’?
Una puerta abierta en la lengua española para la literatura. Gracias al boom, ya no hay fronteras en la literatura en español.
¿Con qué libros del ‘boom’ se queda?
Con todo Borges; con Cien años de soledad, de García Márquez; con El reino de este mundo, de Carpentier; con muchos cuentos de Cortázar; con La vida breve y con muchos cuentos de Onetti, el escritor que, con la distancia que da el tiempo, vislumbro ahora como el mejor de todos nosotros.
¿Y su libro?
Yo no sé meterme en esas clasificaciones. Pero si yo tuviera que salvar algún libro mío, probablemente sería Conversación en La Catedral. Porque es el libro que más me costó escribir.
Ahora va a publicar ‘Travesuras de la niña mala’, en la que las décadas y las ciudades tienen que ver con su propia historia.
Sí, ocurre en las ciudades donde yo he vivido en los años que he vivido. La anécdota no ha existido, pero los sitios son los míos: Perú cuando era chico, París en los sesenta, Londres en los setenta, España en los ochenta.
En esa novela hay épocas fatales. ¿Cuáles fueron las suyas?
El primer año con mi padre fue una época fatal. Los primeros meses de París. Y en 1962, en París, estuve a punto de cometer una locura: enrolarme en la Legión Extranjera. Hubiera sido el disparate más grandioso de mi vida.
¿Y cuando perdió las elecciones?
Hubo un gran esfuerzo de muchísima gente que no tenía ambición política, que estaba ahí para cambiar las cosas, y ese esfuerzo inútil me dejó muy apenado, exhausto; había perdido 10 kilos en la campaña, fue una decepción. Pero fue fantástico volver a mis libros. He tenido fracasos, políticos y literarios. Pero no tengo derecho a quejarme. Me considero un gran privilegiado, puedo dedicarme a lo que me gusta, y eso es algo extraordinario. Eso compensa las frustraciones y los fracasos de que está hecha la vida si tú no eres un imbécil. Haciendo las sumas y las restas no puedo quejarme. Y tengo salud, que me permite meterme en todo tipo de aventuras. Hay gente que a los 70 se angustia. Yo no me angustio, me considero vivo; lleno de curiosidades, de ilusiones, con muchos deseos de hacer cosas. Hay que estar vivo hasta el final. Ese espectáculo de los que mueren antes de morirse me horroriza.
¿Es feliz ahora?
Uno no puede decirlo, es casi como confesar que uno es idiota. La idea de la felicidad permanente la asociamos, con mucha razón, con los idiotas, con los conformistas. Si tú dices que eres feliz, ya empiezas a morirte. Lo ideal para mí es que la muerte llegue como un accidente, vivir como si fueras un inmortal y en un momento dado eso se interrumpa por un accidente.
En una entrevista de 1990 decía usted que escribía para huir de la infelicidad…
Es algo que podría decir la mayoría de los escritores. Cuando escribes, de algún modo te impermeabilizas contra la infelicidad. La escritura hace que todo lo demás parezca mediocre. Ahora bien, para mí escribir no es meterme en un cuarto de corcho; la literatura me lleva a interesarme por otras cosas de la vida.
Setenta años. Usted es periodista. Diga un titular para este momento.
Setenta años, y sigue andando.