Las elecciones para la Asamblea Nacional realizadas en Alemania en 1919 reflejaron un amplio apoyo para los partidos que aprobaron la constitución democrática, de reciente gestación (unos 25.7 millones de votos contra cerca de 4.7 millones para los partidos que la condenaron). En las últimas elecciones libres para el parlamento alemán, en noviembre de 1932, el panorama era muy distinto: el frente democrático reunió un total de 13.3 millones de votos, bastante menos que los 21.3 millones de votos que sumaron los partidos extremistas (de derecha y de izquierda). Dramático contraste ofrecido por Richard Krebs, alias Jan Valtin, para demostrar lo que valía la democracia en lo que, hoy sabemos, eran los estertores de la República de Weimar. La noche quedó atrás es la autobiografía de uno que no sólo se contó entre los desafectos a dicho régimen sino que trabajó muy activamente por derribarlo. Es, el libro reseñado, el testimonio de un militante del partido comunista alemán, agitador y agente del KOMINTERN (la Internacional Comunista), convertido en agente doble después de caer en manos de la GESTAPO. Publicado originalmente en 1941, Krebs lo firmó con uno de sus seudónimos «de combate».
Richard Krebs (1904-1951) era hijo de un alemán de origen humilde, funcionario de bajo rango en el área portuario-náutica, afiliado al partido socialdemócrata y ferviente sindicalista; su madre era de nacionalidad sueca, mujer piadosa y de mentalidad doméstica. Fue una familia trashumante: el padre era asignado y reasignado de continuo a los más variados destinos en el extranjero, y con él se trasladaban –navegando en segunda o tercera clase- su esposa y los hijos del matrimonio, de los cuales sólo el mayor, Richard, nació en Alemania (una hermana nació en Hong Kong, otra a bordo de un vapor entre Suez y Colombo y un hermano en Singapur). Richard recibió sus primeras lecciones en el Colegio Alemán de Buenos Aires; el estallido de la Gran Guerra sorprendió a la familia en la ciudad de Génova. Krebs/Valtin se congratula de esta trashumancia, puesto que de ella adquirió afición a la literatura de viajes y exploraciones, el deseo de ver mundo y un profundo rechazo de las fronteras antes mentales que geográficas del nacionalismo.
Krebs/Valtin tuvo un temprano estreno en el terreno político: reclutado por la Liga de Jóvenes Espartaquistas (la Liga Espartaco fue el antecedente directo del PC alemán), hizo de correo de la marinería amotinada en noviembre de 1918. Huyendo del aplastamiento de la fallida revolución alemana, en febrero de 1919 se embarcó en Hamburgo como grumete, iniciando una carrera de marinero y aventurero que, como antes de la guerra aunque por distinta causa, lo llevaría a los más apartados confines del mundo. Trabajó en minas de cobre del norte chileno, probó a ser ballenero –sin éxito-, hizo de extra en un par de películas estadounidenses… Afiliado en 1923 al partido comunista alemán, realizó labores de contrabando y agitación para el KOMINTERN en buques y puertos de todas las banderas. Tras «mil días» de encierro en la prisión de San Quintín, California, en 1931 se hallaba de vuelta en Alemania; revólver en mano y el ánimo enardecido, participó en actividades de terrorismo y subversión orientadas a socavar las bases de la precaria democracia alemana. (Eran los días en que el PC alemán se confabuló con el partido nazi para provocar el desmoronamiento de la coalición weimeriana).
En varias ocasiones a lo largo del libro, Krebs registra el ofuscamiento de los comunistas de la época, empecinados en tener por principal adversario no a los nazis sino a la socialdemocracia, el partido más identificado con la República de Weimar. El autor era en 1931 un militante demasiado disciplinado como para cuestionar la alianza temporal de su partido con los nazis, pero pronto experimentó el choque con la realidad soviética, en un breve paso por Murmansk (costa ártica rusa) y Leningrado. En vez del paraíso del proletariado alardeado por la propaganda bolchevique, lo que vio fue miseria, insensibilidad para con el sufrimiento humano y una exasperante incompetencia. Aunque Krebs insinúa una imputación de los defectos del sistema soviético al carácter eslavo, este sería en definitiva su primer atisbo de desencanto del comunismo.
Una vez que los nazis ascendieron al poder, Krebs pasó a la clandestinidad. Época sórdida, sólo atenuada en su crudeza por la cálida historia de amor con una joven a la que Krebs llamó Firelei (nunca sabemos su nombre legal). Firelei se distanció de su muy conservadora familia por amor a Krebs y trabajó para el departamento de propaganda del KOMINTERN; sin embargo, nunca se adhirió en pleno al comunismo ni compartió la ciega devoción de Krebs por el ideal revolucionario.
Fueron tiempos de miedo y miseria, de quebranto y traición. Capturado por la GESTAPO en noviembre de 1933, Krebs fue torturado y encarcelado. Transcurrido un tiempo en prisión, simuló abjurar de sus convicciones comunistas y se ofreció para realizar labores de espionaje en favor de un régimen al que, en su fuero interno, aborrecía por completo. (Según relata, supo convencer al mismísimo Heinrich Himmler, jefe de las SS). Convertido en pieza clave del contraespionaje del KOMINTERN, era en sus propias palabras un «hombre libre encadenado»; muy pronto su fe en la causa comunista se resquebrajó ante la negativa de sus superiores a ayudarlo a sacar de Alemania a Firelei y el hijo de ambos –nacido en 1933-. Krebs comenzó a dudar tanto de sus jefes inmediatos como de Stalin, y a cuestionar la bondad de una causa que exigía de sus adherentes un sacrificio incondicional (por no hablar de la inmolación de millones de vidas en aras de un proyecto que, en la misma «patria de los trabajadores», iba pareciendo cada vez más quimérico). A tales alturas Krebs había dejado de ser el joven de fe inquebrantable que había asaltado recintos policiales y combatido en las barricadas, y ya no estaba dispuesto a asesinar por orden del KOMINTERN. Resuelto a romper con todo, tanto la GESTAPO como la GPU (la policía secreta soviética) lo pusieron en su mira.
Krebs escribió su autobiografía poco después de refugiarse en los EE.UU. El relato es vibrante y dramático de principio a fin, pletórico de acontecimientos (de los que la síntesis previa es apenas un grueso brochazo). Con la perspectiva inmediata y a ras de suelo de alguien que no fue mero espectador sino protagonista menor del drama alemán, el del período de entreguerras, el libro ofrece una cabal ilustración de lo aseverado por el historiador Eric Weitz: «Incluso en las mejores circunstancias imaginables, poner en marcha una democracia avanzada en Alemania habría supuesto una tarea más que ardua por el acoso de las poderosas fuerzas antidemocráticas que dominaban el espectro político y social» (Weitz, La Alemania de Weimar, p. 155). En definitiva, un sobrecogedor testimonio de un período turbulento como pocos.
El libro fue un superventas en los EE.UU. Seix Barral ha reeditado la versión que Noguer y Caralt lanzara en 1969 (la primera en el mundo de habla catellana). Contiene, por desgracia, algunos errores de traducción, como atribuir en apariencia la autoría de la Canción de Horst Wessel al propio Wessel (militante nazi asesinado en cuyo honor se creó la canción, verdadero himno nacionalsocialista: p. 220), o poner «Cien Negros» en vez de «Centurias Negras» (bandas terroristas de extrema derecha en la Rusia zarista: p. 437).
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